El día antes de que se decretara la cuarentena hice el intento. Me presenté en la puerta del geriátrico, donde hace tres años está mi padre, con unos guantes azules de látex y barbijo. Ya sabía, por el mail que nos habían enviado a los familiares, que las visitas estaban restringidas. Me atendieron amablemente y me hablaron detrás de las rejas de la antigua puerta de la residencia de ancianos. Me explicaron que yo no había entendido bien, que las visitas están prohibidas. Hablé con la supervisora y prometieron una videoconferencia para esa tarde. No fue exactamente así, pero recibí ese mismo día un video de papá sentado en su silla. Estaba bien, impecable con su suéter bremer escote en V sobre una remera de cuello polo blanca. Prolijo y higienizado. En el video la cuidadora le pedía un beso y él se lo daba. Nos dijeron que nos quedemos tranquilos que, Antonio, así es su nombre, está muy bien. Que lo están cuidando.
En los días siguientes no supe más. Ni han visto mis mensajes. Supongo que estarán superados de demandas de todos los parientes de los más de 50 internos.
Siempre se ha dicho que las malas noticias son las que más rápido corren, así que me tranquilizo. No hay otra.
Aunque la angustia de los familiares directos (mi mamá, mi hermano, yo) es pensar si él entenderá algo de lo que sucede a su alrededor, si se percatará de nuestras ausencias. Porque desde que tuvo aquel ACV, en septiembre de 2016, él vive en su propia nebulosa. A veces, dice algo. Otras, te mira y asiente. Hay ocasiones en las que parece que se enoja. La última fue cuando le mostré una foto de él más joven, como de 50 años: le dio una rabieta. En otros momentos simplemente abre la boca y come como un bebé todo lo que le pongamos delante.
Habiendo leído la posibilidad de que en su enclaustramiento neuronal algo entienda, en estos años siempre le fui explicando -aunque algunos me consideren chiflada-, las cosas que ocurrían. Los trabajos perdidos, las ausencias por vacaciones o viajes, la enfermedad de mi vieja, los logros de los nietos, el viaje de mi hija a Barcelona, la graduación del único nieto varón como economista… Hablaba sola como los locos. Pero si su cabeza procesa efectivamente algo no está de más tenerlo al tanto de todo y que no se sienta abandonado.
Le he hablado de sus caballos, de su amada guitarra y de su trabajo con el cuero trenzado. Mi papá tiene 86 años y es, ¿o debiera decir era?, de esos hombres a los que les gusta el campo, los animales y que odia hablar de la muerte. Por eso de la muerte de sus amigos jamás le he dicho nada. De hecho un día me tiró de sopetón: “¿Y yo no estoy muerto?”. “No papá, acá estás conmigo”, le dije asustada por su repentina lucidez. Otro día, mirando a su alrededor soltó otra frase: “Y todas estas viejas… ¿para qué sirven?”. Me desternillé de risa. En estos años aprendí a reírme un poco de todo. El humor negro es también un método de subsistencia.
Pero en todos estos soliloquios (algo bastante común entre los que vamos a visitar a nuestros familiares con los que ya conformamos la familia “ampliada”) jamás hablamos de la peste. No hubo tiempo.
Un día el Covid-19 nos sorprendió. Nos arrancó de las manos nuestra hoja de ruta cotidiana y nos desarmó las agendas. De pronto, estamos todos en casa en una convivencia forzosa sin más que hacer que la nada o lo que nos inventemos para el día a día. Un parate total para el que no estábamos preparados los mortales del planeta tierra.
Él, mi padre, quedó en lo que llamo yo, no sin dolor, “su última casa”. Ya no podemos verlo tres o cuatro o más veces por semana. Ya no podemos controlar si come bien, si le cortaron las uñas o el pelo o si hay que llevarle una nueva camisa porque el lavarropas lleno de agua hirviendo hizo percha las que tenía. Tampoco podemos pasar a darle un beso para que sepa que estamos ahí y que lo seguimos queriendo. Ya no podemos estar sentados a su lado en esos banquitos de plástico de colores contándole las peripecias de un mundo aterrado ante una pandemia de dimensiones impensadas. Y que para ellos, nuestros mayores, podría ser letal.
Suponer qué puede pasar por su cerebro herido es un trabajo infinitamente más difícil que conversar con un anciano que entiende que el confinamiento es para cuidarlos y que ellos son población de alto riesgo.
Quiero pensar que un día saldremos del aislamiento y podré volver a sentarme en el banquito verde o rojo o amarillo para encaminar una cuchara desbordante de banana pisada con dulce de leche a su boca... Y que cuando yo le pregunte “¿Está rico papá?”, él asienta como siempre con la cabeza y dibuje una media sonrisa.
Eso es lo que nos queda. La esperanza. Que no es poco. Y a seguir luchando contra este enemigo invisible depositado quien sabe en qué picaporte, pantalla, envase o billete.
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