Son las siete de la tarde y ya empieza a anochecer en Buenos Aires. Hay más movimiento que el habitual en el playón de ingreso a la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, en la Recoleta. Entre los estudiantes que se van y escritores y periodistas que llegan a la presentación de un libro, Ivana Tintilay muestra su credencial de investigadora y pasa. Entra directo y baja al subsuelo por las escaleras de cemento con claraboyas que diseñó Clorindo Testa en 1961. Va, como desde hace un año, dos veces a la semana y a veces tres, a la Hemeroteca. Es la única mujer trans en la sala, la primera en recibir una beca como investigadora, la única becada que no terminó el secundario.
Ivana es trabajadora sexual por elección, tiene 49 años y es jujeña. Fue en su pueblo, Libertador General San Martín, cuando apenas comenzaba la adolescencia y mientras iniciaba su transición, a mediados de los 80, que empezó a leer las crónicas que ahora analiza como investigadora y que en esa época solo se publicaban en las revistas “Casos Policiales” y “¡Esto!”:
“En esa época, yo esperaba que me llegaran porque era lo único que hablaba de nosotras. Y aunque todas las noticias eran de muerte o de persecución, a mí no me importaba. De alguna manera sabía que ese era mi destino, pero no se me ocurría que yo iba a dejar de ser lo que era”, cuenta ahora a Infobae, mientras saluda al archivista de la sala y le pide las revistas de julio a septiembre de 1987.
Ya son sus últimas visitas antes de empezar a escribir su investigación, que en la página web de la Biblioteca se anuncia como ganadora por Concurso de la Beca Nacional de Investigación “Alberto Ghiraldo”, bajo el título “Ivana Tintillay. Revista ¡Esto! (1986-1989) Reconstruyendo fragmentos de la vida travesti en la postdictadura argentina”.
Una patada al patriarcado
Cuando empezaba el secundario tuvo su primer trabajo descargando verduras y frutas en un mercado desde las 5 de la mañana hasta las 3 de la tarde. Con esa plata se compraba los útiles para la escuela. Después fue a trabajar cama adentro en un hotel que tenía un comedor abajo para los turistas y tenía que estar 24 horas a disposición de los clientes. Con eso juntó la plata para ir a segundo año. Y en tercero, el último año que fue al secundario, salía de la escuela e iba a trabajar a un bar de 7 de la tarde a 3 de la mañana como moza.
Casi en la misma época empezó a prostituirse: “La primera vez fue a los 14 años. Era el 17 de agosto, que en Libertador General San Martín es un gran festejo. Yo no quería ir porque me aburría. Y me fui a la ruta, que es donde van todos los camiones, a vender pan con otra amiga trans, Claudia Tejerina. Los padres de ella hacían los bollos”. Con esa plata, dice, pagó los maquillajes que no le dejaban comprarse.
“Para mí el trabajo sexual fue una elección. Después de haber sido explotada en los trabajos supuestamente formales y dignos para la sociedad, cuando empecé a ser puta fue la primera vez que logré ganar bien y pensar en hacer otra vida, en salir de ahí. Más allá de que yo en ese momento no elegía con quién acostarme, me fue bien como puta y fue lo que a mí me permitió darle una patada al patriarcado”.
En 1990, con 20 años, llegó a Buenos Aires. Se instaló en Perú 717, en San Telmo, en un petit hotel en el que vivían otras 30 travestis. La llegada no fue lo que esperaba. O sí, porque lo había leído en las revistas: regían entonces, como en casi todo el país, los edictos policiales que prohibían la prostitución.
No sólo eso: también se penaba el “vestir ropas del sexo contrario”. Esos dos artículos juntos sirvieron para que, en plena democracia, las personas trans fueran detenidas sistemáticamente y sometidas a todo tipo de abusos policiales: torturas y violencia sexual.
“De 1992 a 1995 tuve 96 detenciones. Incluso me mandaron a la cárcel de Devoto 30 días porque me encontraron en un taxi con un cliente en la zona roja de Once, pero como estaba llena la cárcel, porque nos metían presas todo el tiempo, me dejaron en la comisaría. Estuve un mes a pan duro que me tiraban y un poquito de agua. Las que sobrevivimos a esa época igual pagamos con nuestra salud las noches de calabozo en el piso frío sin comida ni abrigo. Eso te destruye: se te descalcifican los huesos, se te arruinan los pulmones y los riñones. Somos sobrevivientes”.
Solo en las noticias policiales
“Mirá: ya en 1987 apareció por primera vez la palabra ‘travesticidio’ en una revista", dice y señala la tapa de una revista “¡Esto!” en un gran tomo que tiene sobre la mesa y que tiene letras negras y rojas enormes y habla del travesticidio número 15.
"Fijate que en ese momento había un morbo en cómo se contaban nuestras historias. Pero al menos se contaban”. Pasa las páginas con delicadeza, les saca fotos sin flash, anota en su cuaderno espiralado en el que tiene todo el recorrido hecho hasta ahora: desde la primera vez que apareció la palabra travesticidio hasta un velorio, una redada policial en la Panamericana y también las protestas en las comisarías.
Hasta hace tres años, jamás había entrado a la Biblioteca Nacional. “¿Cuándo una trans iba a venir acá? ¿A hacer qué? La mayoría de nosotras no tenemos estudios, porque nos echaron de nuestras casas y de la escuela”.
La puerta de entrada fue su trabajo previo en el Archivo de la Memoria Trans, fundado por la activista trans María Belén Correa, una de las sobrevivientes de la represión policial y exiliada en 2000, que hoy vive en Alemania. Cuando se murió su amiga, pionera en la lucha por los derechos de las mujeres trans Claudia Pía Baudracco, Correa buscó la caja de fotos que su compañera había reunido con la idea de algún día recuperar la historia que no estaba contada en ningún lado e inició un grupo cerrado de Facebook.
Quería reunir a las sobrevivientes, la mayoría desperdigadas por el mundo, también para reconstruir la historia de las muertas: sin Ley de Identidad de Género, ellas se conocían sobre todo por apodos y no por el nombre de su DNI, con el que muchas habían sido enterradas en el mejor de los casos; y en muchos otros directamente como NN, porque nadie reclamaba sus cuerpos.
“Yo siempre hacía posteos en mi Face sobre nuestras historias travestis, porque yo tenía los álbumes de fotos de siete compañeras: conservé las de mis amigas que iban muriendo. Y entonces iba recordando anécdotas. Y apenas empezó lo del Archivo, aporté esas fotos y empecé a participar”, cuenta sentada en una de las mesas largas de la Hemeroteca.
Por las ventanas que dan al ras de la vereda de la calle Agüero se ve que ya anocheció. En la sala sólo están ella y dos personas más. “Fue hermoso el comienzo del Archivo. Revivir esos momentos en los que, a pesar de la persecución y de vivir siempre negadas y ocultas, nosotras decidimos vivir. Nosotras siempre elegimos vivir”.
Hoy el Archivo, que tiene más de 15 mil fotos, es premiado y reconocido en el mundo: es el archivo trans más grande que se conozca y un trabajo único de reconstrucción de la memoria colectiva: se acaba de exponer en el Museo Reina Sofía, en España, y desde hace dos años recorre el país.
El primer día que fue a la Biblioteca, Ivana fue acompañada de una de las colaboradoras del Archivo, la fotógrafa Cecilia Estalles. Aquella vez le pareció un lugar raro, tan silencioso, pero a la vez le provocó una atracción absoluta. Sin más herramientas que las ganas de investigar, se fue construyendo paso a paso: mientras se reunían las fotos, ella buscaba las historias que había detrás.
“A mí me interesaba ir a ese momento histórico detrás de cada foto y eso vine a buscar primero. Y después empecé a reconstruir la historia de nuestra resistencia, que en realidad fue el comienzo del activismo que conocemos hoy: nosotras empezamos a organizarnos en esa época para enfrentar a la Policía y para pelear por nuestros derechos. Porque estábamos marginadas de la sociedad, encerradas en departamentos, no podíamos salir a la calle porque nos llevaban presas: no podías ir al kiosco a comprar cigarrillos. Así nomás. Eso no estaba contado en ningún lado: nuestra única libertad eran los seis días del carnaval, nada más”.
Fue a fines de 2019 que se enteró del concurso para investigadores, gracias al activista Nicolás Cuello, que la ayudó a inscribirse. El día que le anunciaron que había sido elegida, lo festejó con él y se lo contó a sus amigas más cercanas.
“Preso por puto”
La primera vez que cayó presa era menor de edad. Su papá la fue a buscar a la comisaría de Libertador General San Martín y cuando le dijeron que estaba “preso por puto”, les dijo a los policías que la dejaran dos días más.
“Me dolió esa vez. Lloré esa vez y no lloré más. Todo el resto de las veces que caí presa ya no lloré, porque ya era mayor y no tenía que ir a buscarme mi familia. No me daba miedo. Porque cuando sos trans, ya desde siempre sabés lo que es la represión y la empezás a naturalizar. Ya en tu casa, en tu familia. Es como que ya sabés que te esperan un montón de cosas, pero no es que vas a dejar de ser lo que sos por eso. Por suerte, ahora empieza a ser diferente”.
Todo eso que le anunciaban las revistas que le iba a pasar por ser trans, le pasó. Lo sufrió y lo sobrevivió. En esa época fue cuando se fundó ATTTA (Asociación de Travestis, Transexuales y Transgéneros de Argentina). Correa y Baudracco, amigas y trabajadoras sexuales, habían conocido a una abogada que estaba dispuesta a ayudarlas y empezaron a hacer reuniones en su departamento para desplegar estrategias para enfrentar los edictos policiales.
“Me acuerdo cuando pasaron por la zona roja convocándonos a la reunión con la abogada Ángela Vanni”. Apodada “la mamá de las travas” por el pionero en la luchas LGTBI Carlos Jáuregui, Vanni hoy tiene 72 años y es una leyenda entre las travestis de entonces.
“Primero nos resistíamos, porque Vanni nos propuso andar de jeans y zapatillas para evitar que nos detuvieran por vestir del sexo contrario, pero yo no quería... Yo andaba siempre desnuda y con tacos, con un tapado arriba. Por un tiempo le seguí pagando a la Policía, hasta que acepté hacerlo. Una noche nos llevaron igual y nos reventaron a palos. Pero así empezó la resistencia y, gracias a esa etapa, hoy podemos vivir con más libertad”, dice mientras sigue pasando las hojas de las revistas, una a una, decenas, en busca de cada noticia.
Esa noche fue clave en la historia del activismo: era noviembre de 1995, Ivana junto a Nadia Echazú y Mónica León salieron con jeans a la calle pero las llevaron igual. “Nos golpearon muchísimo y nosotras nos defendimos. Nosotras no éramos agresivas, ellos nos volvieron así. Nosotras nos teníamos que defender. No existe la militancia sumisa para cambiar las cosas en ninguna parte del mundo”. Esa causa fue la única que terminó en una absolución en 1998 y fue clave para la caída de los edictos policiales.
Un mes después de esa detención, el 22 de diciembre de 1995, la detuvieron otra vez mientras iba a hacer las compras de Navidad. Iba con otra activista legendaria, Mocha Celis. Otra vez las golpearon y otra vez se resistieron. Al año siguiente, Celis fue asesinada por la Policía.
“Pasé tres años sin dormir tranquila. En el año 2000 me allanaron la casa y me fui del país. Muchas compañeras estaban entonces trabajando en Europa y ella también se fue: estuvo 11 años, primero en Francia y después en Italia.
“Allá trabajábamos tranquilas y nos iba muy bien: podías ser trabajadora sexual y trans sin problema mientras cumplieras algunas reglas”. Volvió al año siguiente con la plata que le faltaba para comprarse el primer departamento y se volvió a ir. Estuvo diez años más y regresó de manera definitiva en 2011. “Siempre me había planteado estar ese tiempo. Pero además, empecé a ver y a tener noticias de todo lo que estaba pasando acá, tan diferente de los 90, de cómo empezaban a haber derechos”.
Hoy dice que vive tranquila y que está orgullosa de su camino. Además del trabajo sexual, es depiladora y hace joyería de tejido medieval. “Tengo mis clientes y me organizo mi tiempo. Elijo ser puta y no estoy de acuerdo con el abolicionismo: creo que la libertad es lo que nos ha permitido ser quienes somos y que cada una tiene el derecho a decidir qué quiere ser. Y que la que no quiere puede hacer otra cosa. Yo no quiero un trabajo formal en una oficina. Me muero con las formalidades y los horarios”.
Y agrega: “Hay situaciones muy diferentes, pero a nosotras no nos mató la prostitución. Nos mató la indiferencia social y la represión. Nos mataron la indiferencia y el Estado ausente. Nos echaban de nuestra familia y de la escuela, en los hospitales no nos atendían… Yo peleo por los derechos y porque cada una pueda elegir qué hacer y tenga oportunidades. Es muy impresionante todo lo que ha cambiado la vida para nosotras, pero claro que falta. Pero no había posibilidad de ser trans y quedarte en lo de tus padres y estudiar. Hoy cada vez conocemos más historias de deportistas, periodistas, escritoras, de todo. Antes nuestras historias siempre estaban vinculadas al delito o la muerte”, dice mientras revisa el último de los tres tomos.
Ya son más de las 10 de la noche y no queda casi nadie. Las muertes de travestis aparecen en casi todas las ediciones mensuales de la revista ¡Esto! y no se escatiman detalles morbosos en los textos ni en las fotos. Ella dice que no lo ve mal.
“Yo lo romantizo un poco, quizá. Muchas personas lo ven como un tratamiento amarillo pero yo encuentro un mensaje oculto de concientización, de decir ‘acá está pasando esto’. O quiero pensar que esas personas que hacían eso no les importaba lo que sufría una minoría reprimida”, dice mientras los devuelve en el mostrador y se despide del archivista.
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