Increíblemente, el árbol recién dijo basta, ya viejo y cansado, en 1990. Lo que hoy vemos en la plazoleta Dr. José Luis Romero, encerrada por las calles Puan y Baldomero Fernández Moreno, es un retoño de aquel pacará plantado por 1770. A su sombra el incansable cura Saturnino Segurola vacunaba todos los jueves, en los tiempos de la colonia, contra el implacable flagelo de la viruela.
De esos granos multiformes que provocaba en el enfermo, viene su nombre. La viruela era -ya fue erradicada- una enfermedad infecciosa provocada por un virus. Fue el médico rural británico, y poeta en sus tiempos libres, Edward Jenner quien se ganó de buena ley el título de “padre de la inmunología” cuando descubrió una vacuna contra esta enfermedad. El hecho de haber experimentado con la viruela vacuna, derivó el nombre genérico de “vacuna”.
La vacuna a América
No tan lejos de su Berkeley natal, el rey de España Carlos IV no sería ajeno al problema. Su hija María Luisa había quedado desfigurada tras padecer esta enfermedad y, después de vacunar a sus otros hijos -Fernando (futuro Fernando VII), Carlos Isidro y Francisco de Paula- decidió enviar la vacuna a sus dominios de ultramar. Lo había convencido el cirujano militar Francisco Javier de Balmis y el 30 de noviembre de 1803 una expedición partió hacia América y las Filipinas.
Para transportarla, Balmis se valió de una veintena de niños, que fueron los agentes portadores. Durante la larga travesía, eran inoculados con pequeños cortes realizados de brazo en brazo para mantener la vacuna a salvo. Al llegar a América, el grupo se dividió. Balmis recorrió México y siguió viaje a las Filipinas, mientras que otro, encabezado por el doctor José Salvany se ocupó de América del Sur.
A mediados de julio de 1805, no bien el barco “Rosa de Río” atracó en Montevideo, que transportaba a esclavas con pústulas frescas –“además de líquido vacuno conservado en vidrios” informaba el diario de Vieytes- el virrey de Sobremonte la hizo traer a la ciudad de Buenos Aires, y fundó un Conservatorio de Vacuna.
Los primeros ensayos los hizo ese mismo año Feliciano Pueyrredón, el cura párroco de Baradero.
El primer plan vacunatorio
Segurola tenía en ese entonces 29 años y ya era cura, pero no uno cualquiera. Educado en el Colegio de San Carlos y doctorado en teología en Chile, siempre demostró un especial interés por el estudio de las cuestiones históricas, arqueológicas y médicas. Todos querían visitar su casa para adentrarse en un sinnúmero de colecciones de libros, documentos, animales, plantas y rocas.
Segurola se tomó la cuestión de la vacunación muy en serio. El 2 de agosto de 1805, en un acto celebrado en el fuerte (hoy Casa de Gobierno) el virrey, rodeado de sus más altos funcionarios, presenció la primera vacunación. Luego, alentó a los clérigos de las parroquias de esa ciudad de 40 mil almas y a sus alcaldes de barrio a que animasen a la gente a dejarse vacunar, tarea nada fácil de cumplir, ya que antes se precisaba convencer.
Cuando el Protomedicato -una institución creada en 1780 para regular el ejercicio de la medicina, formar profesionales y perseguir las prácticas de curanderos- reclamó la creación de un Comisionado General de la Vacuna, Segurola se adelantó a todos y presentó al Cabildo un plan de vacunación. Pidió que su cargo al frente de este organismo fuese ad honorem. “Por este servicio ni pido ni pediré nada, solo deseo ser útil a la humanidad y a la patria”.
Por su parte, el Protomedicato había elaborado las “Instrucciones sobre la inoculación de la vacuna de orden del Exmo. Sr. Virrey, marqués de Sobremonte”.
Los jueves, vacunas
Fueron 16 años en los que Segurola vacunaba todos los jueves por la tarde en su quinta situada en lo que hoy es Caballito. En el medio, fue director de la Biblioteca Nacional, diputado en la famosa Asamblea del Año XIII, director de la Casa de Niños Expósitos y luego Inspector General de Escuelas.
Manuel Belgrano, en 1810, decía sobre Segurola, que sobre él cargaba “la insoportable carga de conservar el indicado fluido y vacunar a cuantos se le presentasen temerosos de contener el mortífero veneno de la viruela destruidora”.
El Segundo Triunvirato le ordenó a Segurola elaborar un reglamento de vacunación, a la par que los diarios mantuvieron una campaña de esclarecimiento y persuasión, ya que muchos rechazaban vacunarse. “Hay que precaverse por medio de la vacuna, de esa plaga cuyo horror hace que el amigo abandone al amigo, el marido a la esposa y los padres a sus hijos, dejándolos perecer a manos, si no del contagio, de la necesidad”, escribía La Gaceta.
A esa altura, su fama excedía las fronteras. Hasta en Londres había un retrato suyo aplicando la vacuna y el propio Edward Jenner le pidió mantener correspondencia.
No la pasó bien durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas cuando el Estado le quitó el apoyo económico a la Casa de Niños Expósitos, debió hacerse cargo de un millar de niños que quedaron desamparados.
Recién recibiría una pensión de manos de Urquiza. Murió en su casa el 23 de abril de 1854. Tenía 78 años.
Al morir, Bartolomé Mitre, escribió en el diario El Nacional: “En cualquier parte del mundo donde hubiese existido un hombre como el que acabamos de perder, el pueblo, agradecido a sus beneficios, le levantaría estatuas”.
El pacará, también conocido como timbó u oreja de negro, a cuya sombra Segurola vacunaba, estaba en la quinta de su hermano Romualdo. Su retoño, atrapado en la gran ciudad, permanece silencioso e impasible. Continúa dando sombra, como la que le brindaba a aquel cura obstinado en vacunar.
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