Para poder convivir, los hombres han ido creando y perfeccionando a lo largo de los siglos instituciones y normas que, se supone, lo alejan del estado de naturaleza, de la anarquía, del “todos contra todos”, del “hombre lobo del hombre” -en términos de Hobbes- , que protegen y dan seguridad, tanto respecto a las posesiones materiales como al bien más preciado que es la vida.
Hasta que, de pronto, irrumpe el cataclismo natural que todo lo trastoca y hace aflorar, desenfrenadas, las pasiones humanas.
“Una ciudad bajo una plaga presenta una inmejorable oportunidad para estudiar la naturaleza humana, su sociabilidad, sus instituciones”, escribió el filósofo argentino Leiser Madanes [en adelante, L.M.], en un trabajo titulado Deus Mortalis (Cuaderno de Filosofía Política, 5, Buenos Aires, 2006).
Se trata de un recorrido por autores -historiadores, escritores, políticos- que han dejado testimonio de lo que vivieron en diferentes etapas de la historia de la humanidad marcada por la aparición y difusión acelerada, imparable e inexplicable de alguna enfermedad altamente contagiosa y mortífera. Una peste a la cual se sumaron otras plagas: las del comportamiento humano en situaciones límite.
Tucídides, Bocaccio, Samuel Pepys, Daniel Defoe, entre otros, son autores que, “en la ciudad bajo la plaga” vieron “un laboratorio que permite examinar la naturaleza humana y la sociedad en una situación en extremo excepcional”, dice LM.
La peste es “igualadora”, no discierne entre clases sociales -aunque en algunos casos pueda iniciarse entre sectores más pobres y carentes de servicios sanitarios básicos-, ni edades, ni distingue al virtuoso del pecador. Cae sobre todos por igual. “Colapsan las expectativas mutuas que sostenían la vida social”, dice LM, y la consecuencia es que “cualquiera es capaz de cualquier cosa”. La peste es un fenómeno natural que acarrea una descomposición social con consecuencias morales y políticas, explica.
Algunas de esas conductas pueden ser tipificadas del siguiente modo:
<b>1. El perverso placer del contagio deliberado</b>
“Un síntoma extraño de la enfermedad fue el placer perverso o insano que manifestaron los infectados respirándoles en la cara a los sanos”. Tal es la observación que anota en su agenda Richard Mead, un médico inglés durante la plaga que afectó a Londres en 1665, y que también fue registrada por el escritor Daniel Defoe, autor del clásico Robinson Crusoe: “Se daba una propensión o una vil inclinación en aquellos que estaban infectados a infectar a otros”.
La peste le quita frenos a pulsiones humanas tales como el deseo egoísta de ver a otros hundirse en la misma desgracia y en el mismo sufrimiento; o el sentir odio hacia los sanos como si éstos fuesen responsables del sino fatal que le espera al contaminado.
Desde ya, no se trata de una conducta generalizada, sino extrema, que Defoe compara con la de “un perro loco, que aunque hubiera sido antes el animal más amoroso, sin embargo se lanzará contra cualquiera que se le acerque, incluso a quienes lo cuidaron”.
Una conducta, dice, destinada a ser juzgada en “el tribunal de la Justicia Divina” y que “no puede conciliarse ni con la religión ni con la generosidad o la humanidad”.
<b>2. La afirmación del propio yo por encima de todo</b>
Algunos autores describen lo que LM llama una “exacerbada conciencia de sí”, inspirada por el deseo de sobrevivir, evitando la enfermedad y a la muerte casi segura que ésta conlleva.
Boccaccio, testigo de la gran plaga de 1347-48 en Florencia -la pandemia de peste negra más mortífera de la historia que afectó a Europa y parte de Asia en el siglo XIV- se refiere a ella en el Decamerón, ponderando el derecho a proteger la propia vida. “Es natural tendencia de todo el que nace tratar de conservar y defender su vida como pueda; y esto se acepta tanto que alguna vez ha sucedido que, para defenderla, sin culpa alguna se ha matado a hombres”, algo que es admitido por las leyes. Son las justificaciones que el autor pone en boca de la joven Pampinea.
Claro que, como se verá, este derecho con frecuencia degenera en un sálvese quien pueda y de cualquier manera, colocando ese instinto de autopreservación por encima de toda norma y de todo sentimiento de piedad.
<b>3. El abandono del prójimo, así se trate de los propios hijos </b>
El miedo a ese enemigo invisible e inmanejable que trae una muerte casi segura lleva a que, en el afán por esquivar el peligro, se huya de los enfermos, llegándose incluso a abandonar a los parientes más cercanos, dejándolos padecer y morir en la más cruel soledad. Los hijos huyen de los padres y, peor aún, éstos abandonan a sus hijos, “como si no fuesen suyos”, en palabras de Boccaccio.
“Huían los hijos dejando insepultos los cadáveres de los padres; los padres, olvidando sus deberes, abandonaban a sus hijos ardiendo de fiebre”, escribió Pablo el Diácono, en su Historia de los Lombardos, siempre según cita de LM.
“El padre no visitaba al hijo, ni el hijo al padre. La caridad estaba muerta y la esperanza hecha añicos”, escribió en 1348 Guy de Chauliac, médico del papa Clemente VI.
<b>4. Incumplimiento del deber</b>
La estampida era tal que incluso médicos, sacerdotes y agentes de la ley abandonaban sus puestos de servicios tan esenciales como la salud -física y espiritual-, y el mantenimiento del orden.
“Los hombres morían sin asistencia y eran enterrados sin sacerdotes”, decía también el citado médico del papa Clemente VI.
“Un número incontable de personas murió sin ninguna marca de afecto, piedad o caridad -y ellos mismos [en referencia a los médicos], si se hubieran rehusado a visitar a los enfermos, quizás habrían escapado de la muerte”, admite un sacerdote de Avignon durante la peste del s.XIV.
En Londres, durante la epidemia de 1665, los empleados no querían entrar a las casas de los enfermos para ejecutar las órdenes de clausura. O se negaban a detener al infectado que buscaba eludir el confinamiento.
Pero Defoe reporta también historias más siniestras. Algunos cuidadores de enfermos optaron por eliminarlos, “hambreándolos, asfixiándolos o apresurando su fin por otros medios criminales: es decir, asesinándolos. También se decía que algunos cuidadores, destinados a vigilar las casas puestas bajo consigna, penetraban en éstas, mediante fractura, cuando ya no quedaba más de una persona, quizás acostada y enferma, la mataban y la arrojaban de inmediato a la carreta de los muertos, con lo cual la enviaban aún tibia a la tumba”.
<b>5. Fin de toda caridad</b>
Si la peste se llevaba consigo los más íntimos lazos familiares, ¿qué esperar de la caridad, de la piedad hacia el sufrimiento ajeno?
Muchos autores se muestran comprensivos ante la huida de quienes saben que el sacrificio de acompañar a un enfermo es muy probablemente inútil y el costo serán dos vidas perdidas, pero aún así resulta difícil no sobrecogerse ante el espectáculo de enfermos abandonados a su suplicio.
“Quienes atendían a los que sufrían caían víctimas de la enfermedad; por consiguiente el caso de los enfermos era terrible, ya que nadie los ayudaba en su desgracia”, dejó escrito Diodorus Siculus, historiador griego del siglo I a.C.
En tiempos de peste, cada cual vela por sí mismo, constata Defoe: “Todo sentimiento de compasión se desvanecía”.
La misma observación hace el médico argentino Guillermo Rawson durante la epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires, en 1871: “Yo he visto al hijo abandonado por el padre; he visto a la esposa abandonada por el esposo; he visto al hermano moribundo abandonado por el hermano; y eso está en la naturaleza humana”.
También existe el dilema de abandonar y salvarse o quedarse y multiplicar el mal, a medida que se difunde la conciencia de que una persona puede contagiar incluso antes de que se le manifieste la enfermedad: “Es muy triste darse cuenta de que personas como estas [contagiadas sin saberlo] eran destructores caminantes desde una semana o dos antes de declarárseles la enfermedad; cómo arruinó a aquellos por quienes hubiera arriesgado su vida para salvarlos, respirándoles muerte encima; incluso quizás al besar y abrazar cariñosamente a sus propios hijos”, escribe Defoe.
También el Estado se verá forzado a dejar la caridad de lado y disponer la clausura de las casas donde se detectaba un infectado, junto con toda su familia, condenada así al sacrificio para preservar a los vecinos. Una medida que muchos consideraron cruel y anticristina pero que otros, como Defoe, justificaron: “...se trataba del bien público, que justifica el daño particular”.
<b>6. Ignorar la ley</b>
El Estado, y en esto nada ha cambiado, se encuentra ante el desafío de imponer la ley y mantener el orden en una sociedad atravesada por el miedo al otro, al contacto y al contagio.
Pero el que se sabe condenado ¿qué incentivo puede tener para cumplir con la más mínima norma civil o penal?, plantea LM.
Y, como ya se vio, ¿qué agente de la ley está dispuesto a cumplir con su deber y, por ejemplo, arrestar a un infectado que quiere eludir el confinamiento?
“Ningún temor a los dioses o a las leyes de los hombres servía de contención o freno”, escribió el historiador Tucídides, sobreviviente de la peste en Atenas en el siglo V a.C.
Y Defoe -con diferencia de 20 siglos respecto al anterior- observa el mismo fenómeno de licuación del orden normativo y de la capacidad del Estado para restablecerlo: “Ejemplos terribles pudieron verse, particularmente dos en una misma semana: madres insensatas y delirantes que mataron a sus hijos.”
Se ha evaporado la relación esencial que sostiene el andamiaje social: en tiempos normales, cuando se obedece, se vive en paz. Si se cumple la ley, se recibe protección del Estado. Pero nada de eso funciona ya en la ciudad asediada por la plaga.
<b>7. Extinción de la propiedad privada versus la codicia por encima de todo</b>
Por un lado se observa que, ante la falta de futuro, frente el sentimiento de la que la muerte espera a la vuelta de la esquina, muchos abandonan bienes y negocios, desertan al ciudad y se refugian en el campo dejándolo todo. Extraños ocupan casas abandonadas sin que nadie se las reclame. Total, a todos les llegará el día, más temprano que tarde, a tal punto es devastadora la epidemia.
En el otro extremo, está el que, ni en medio del mayor peligro, quiere renunciar a los bienes y al lucro. Por caso, en 1743, cuando un rebrote de la peste bubónica amenazó llegar a Inglaterra desde sus colonias, los comerciantes londinense reaccionaron airados ante la posibilidad de cortar el comercio para prevenir el desastre. El parlamentario inglés Horace Walpole le comentaba a su amigo Sir Horace Mann: “La ciudad está furiosa, pues Ud. sabe, para los comerciantes no hay peor plaga que un freno en los negocios”.
Y Defoe observa “cómo la avaricia endurece a los hombres contra los peligros de toda naturaleza; y cómo los hombres están dispuestos a arriesgar sus vidas, y las vidas de toda una ciudad, e incluso de toda una nación, por sus ganancias presentes”. [...]
<b>8. “Incesto, adulterio, fornicación”: la pérdida del pudor y de la vergüenza</b>
“Además de todos estos males, la epidemia también fue causa de una mala costumbre, que después se extendió a otras muchas cosas y más grandes, porque no tenían vergüenza de hacer públicamente lo que antes hacían en secreto, por vicio y deleite”, escribe Samuel Pepys, durante la gran plaga de Londres en 1665.
Todo vale cuando la vida tiene fecha de caducidad. El que echaba mano de una fortuna ajena, por abandono, la liquidaba lo antes posible. “... pasatiempos, placeres y vicios. En esta calamidad y miseria estaban los atenienses dentro de la ciudad, y fuera de ella los enemigos lo metían todo a fuego y a sangre”.
Pero en este desenfreno por satisfacer todos los apetitos caen las barreras últimas, las más sagradas: los antiguos que veían en el incesto los orígenes de la peste (un pecado que desencadena el castigo divino), pero luego se dieron cuenta de que era al revés: la peste traía el incesto. Y L.M. cita a Juan de Reading: “... de manera desvergonzada dieron a luz a bastardos concebidos en adulterio. Incluso se afirmó que en muchos lugares hubo hermanos que tomaron por esposas a sus hermanas […]. Consideraban la fornicación, incesto o adulterio, más como un juego que como un pecado”.
<b>9. El morbo de ver la muerte de cerca</b>
Por último, aunque muchos huyen de la peste sin mirar atrás, no falta, como otro ejemplo de conducta extrema e irracional, el que se ve atraído por la contemplación del mal ajeno. Samuel Pepys en Londres asiste incrédulo a “la locura de la gente de la ciudad, que, pese a estar prohibido, llegan en multitud junto a los muertos para verlos enterrar”.
<b>Una actitud extrema pero de signo opuesto</b>
Existe otro tipo de reacciones documentadas a lo largo de toda la historia que el trabajo de L.M. solo alude al pasar, cuando hace referencia “al martirio”.
En efecto, vale señalar que junto con estas conductas que son efecto del individualismo más extremo, muchos han elegido el camino inverso, el de la caridad al punto del olvido total de sí y del sacrificio de la propia vida.
Ya que el ser humano es capaz del mayor egoísmo y también de la mayor entrega.
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