Los dos presintieron que morirían. Uno, hizo testamento; el otro, días antes de su fallecimiento, se lamentó por su familia, a la que imaginaba abandonada. El 27 de enero de 1871, con tres muertos en la popular barriada de San Telmo, la ciudad de Buenos Aires empezaría a padecer lo que en la historia se conocería como la epidemia de fiebre amarilla, un flagelo que un cuadro sintetizaría todo lo que fue: la muerte, el desamparo, la impotencia, el rechazo y la compasión. Y cuantos sentimientos que provoque disparar.
El drama en un lienzo
En la madrugada del 17 de marzo, con la epidemia ya declarada, donde se demostró que no haber alertado a la población a tiempo había sido una catástrofe, el sereno Manuel Domínguez le llamó la atención que la puerta de Balcarce 384 estuviese abierta. Comprobó en su interior que había una mujer muerta tirada en el piso y que un bebé pujaba por asirse a uno de sus pechos.
La policía llevó a la criatura a la comisaría, que terminó en la Casa de Niños Expósitos, ya que su padre nunca pudo ser ubicado. Esta tragedia -una de las miles que se sucedían en la ciudad- inspiró a Juan Manuel Blanes, un talentoso pintor uruguayo que se había hecho de una reconocida fama por pintar sucesos históricos. Así creó la dramática obra “Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires”.
Es un lienzo de 2,30 por 1,80, donde se muestra el interior de una vivienda. Casi en el dintel de la puerta abierta, dominan la escena José Roque Pérez y Manuel Gregorio Argerich. Ambos contemplan a una mujer muerta, tirada en el piso y un bebé buscando su pecho para alimentarse. Un niño en un costado mira a Roque Pérez, mientras que en el fondo se ve a otro miembro de la comisión que se tapa la boca con un pañuelo. Sobre una cama, muy entre las sombras, se advierte el cuerpo inerte de un hombre, posiblemente el marido de la mujer.
La escena no ocurrió así, pero estos dos personajes realmente existieron y tuvieron un papel protagónico en la epidemia.
Los protagonistas del cuadro
En medio de fogatas humeantes que se encendían para desinfectar el aire, el blanqueo de las paredes de las casas y la desinfección de letrinas, José Roque Pérez y Manuel Gregorio Argerich, junto a un grupo de vecinos, recorrían incansablemente la ciudad.
Roque Pérez había sido aclamado presidente de una Comisión Popular de Salud Pública, que se había creado a las apuradas, en una reunión celebrada en plena Plaza de Mayo el 14 de marzo, por la presión de miles de vecinos que pedían acciones concretas. El vicepresidente era el periodista Héctor Varela y la integraban, entre otros, el vicepresidente Adolfo Alsina, Mariano Billinghurst, Adolfo Argerich, Emilio Onrrubia, Matías Behety, Carlos Guido Spano y el ex presidente Bartolomé Mitre, que terminaría enfermo, como su hijo Bartolito.
El día 19, en un tren especial, el presidente Domingo Sarmiento se había alejado de la ciudad y se estableció en Mercedes. “El presidente huyendo”, denunciaban en la prensa. Su vice Alsina, a pesar de formar parte de la comisión, buscó refugio en una estancia, y también los imitarían el gabinete, los miembros de la Suprema Corte de Justicia, diputados y senadores.
Roque Pérez había nacido en Córdoba en 1815 y era abogado, especializado en Derecho Penal. Fue uno de los redactores del Código Penal, convencional constituyente en 1860, profesor en la universidad y también juez. Era masón, fundador de la Gran Logia de la Argentina de Libres y Aceptados Masones.
Cuando se desató la epidemia de fiebre amarilla y fue designado presidente de la comisión, lo primero que hizo fue su testamento. Sabía los riesgos que corría ya que unos pocos años atrás había sido testigo de la epidemia del cólera que azotó a la ciudad, como miembro de la Comisión Parroquial de Catedral al Sud.
Se volcó de lleno a la ayuda de los más necesitados: tanto los inmigrantes como la gente de color eran los apuntados a la hora de buscar “culpables” por la propagación de la fiebre amarilla. Él solo buscó ayudarlos.
Junto a Roque Pérez, en el cuadro se encuentra el joven de 35 años: Manuel Gregorio Argerich. Había sido profesor de cirugía y como médico había servido en la batalla de Caseros, en 1852. No le importó que Juan Manuel de Rosas hubiera abandonado el país. El continuó asistiendo a heridos de los dos bandos. También combatió en Cepeda y Pavón y estuvo presente en la epidemia de cólera de 1867. Como su compañero del cuadro, también era masón.
Sería uno de los últimos en morir. Tres días antes, se lamentó ante un amigo la suerte que correrían su esposa y sus hijos si llegara a fallecer y se preguntó si tenía derecho a desafiar a la muerte a semejante costo.
La mujer muerta era una italiana llamada Ana Brisitiani. Y Blanes se tomó la licencia de incluir a su esposo tendido en la cama, pero en realidad habría estado enfermo en otro lugar, posiblemente en La Boca.
Los hombres protagonistas de esta historia morirían con dos meses de diferencia; el 26 de marzo Roque Pérez y el 25 de mayo, Argerich. Ambos víctimas de la fiebre amarilla, tal como ocurrió con Francisco Javier Muñiz, Adolfo Señorans, Luis de la Peña y Carlos Keen, entre muchísimos otros.
Del Colón a Uruguay
El 8 de diciembre de ese año, Juan Manuel Blanes expuso el cuadro en el foyer del Teatro Colón. La oferta del gobierno argentino para adquirirlo llegó tarde, porque ya lo había hecho el uruguayo, donde se encuentra en la actualidad, en el Museo de Artes Visuales de Montevideo.
Las víctimas por el “vómito negro” fueron demasiadas: 13.614 y en un solo día, el 13 de abril, hubo 501. Los cadáveres se apilaban en las esquinas de las calles y un tétrico tren tirado por la locomotora “la Porteña” llevaba la fúnebre carga al cementerio que se abría, el de la Chacarita.
Atrás quedaron las miserias de los médicos que habían elegido abandonar la ciudad, el ensañamiento con los inmigrantes y con los más humildes, hasta con los enfermos que, en la desesperación, algunos fueron enterrados vivos.
Por suerte, en tiempos en que la fotografía estaba apenas surgiendo, existe un cuadro que muestra que, frente a las miserias humanas, siempre se anteponen las virtudes de personas que dan todo por nada. O por mucho: la vida de los otros.
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