Muchos años después, cuando ya era un escritor de culto, Jorge Barón Biza narraría en una novela –que fue también un frustrado intento de exorcizar sus demonios familiares– la trágica tarde del 16 de agosto de 1964 cuando su padre, Raúl, arrojó un vaso de whisky lleno de ácido sobre su madre, Rosa Clotilde Sabattini, con la intención de desfigurarla para siempre, sin preocuparse por la presencia de su propio hijo ni de los abogados que participaban de la reunión acordada para que la pareja firmara su separación y la división de bienes.
“La cara ingenuamente sensual de Eligia empezó a despedirse de sus formas y colores. Por debajo de los rasgos originarios se generaba una nueva sustancia: no una cara sin sexo, como hubiera querido Arón, sino una nueva realidad, apartada del mandato de parecerse a una cara”, escribió Jorge Barón Biza en “El desierto y su semilla”, en un relato fiel a los hechos donde sólo cambió algunos nombres de los protagonistas, entre ellos el de su madre, Rosa Clotilde, por el de Eligia.
La madrugada del día siguiente –un 17 de agosto que sería feriado-, cuando se lo buscaba por todas partes menos en el lugar de los hechos, Raúl Barón Biza se suicidó con un disparo de revolver 38 largo en la sien, en la misma habitación del lujoso departamento de la calle Esmeralda, en Buenos Aires, donde pocas horas antes había atacado a su mujer.
Raúl tenía 64 años –veinte más que Clotilde–, la mayor parte de los cuales estuvieron marcados por la política, la literatura, la violencia doméstica y la provocación social. Pero, al terminar con su vida, Raúl Barón Biza no puso fin a las desgracias de su familia, sino que abrió una saga trágica que incluyó los suicidios de su ex mujer y dos de sus tres hijos.
El niño bien, rico y provocador
Raúl Barón Biza nació en Córdoba el 4 de noviembre de 1899, rico y con un futuro asignado, el de continuar con la tradición social y los negocios de una familia poderosa. Era el menor de los cinco hijos de Wilfrid Barón y Catalina Biza, un matrimonio de millonarios, propietario de grandes extensiones de tierra en la provincia de Córdoba.
A diferencia de sus hermanos -Leandro, René, María Luisa y Emma– que fueron cumpliendo paso a paso los mandatos de sus padres, Jorge no tardó en jugar el papel que encarnaría toda su vida: el de la oveja negra capaz de escandalizar a propios y extraños.
Pasó su adolescencia dividiendo el año entre Europa -donde estudiaba-, Córdoba y Buenos Aires.
En la Argentina, aprovechaba la posición social de su familia y contaba con mucho dinero, pero sólo para derrocharlo con sus amigos, ir de una amante a otra –cuando no dos o tres a la vez– y organizar fiestas donde la cocaína, el opio y el alcohol eran moneda corriente.
En una de las casas donde las organizaba, había armado una habitación con rejas –como si fuera una celda carcelaria –donde encerraba a sus amigos borrachos y los fotografiaba. Muchas veces era él mismo el protagonista de esas fotos que no dudaba en hacer circular.
Una de esas fiestas dio que hablar durante meses a la alta sociedad porteña. Impuso a los invitados que se disfrazaran de prostitutas, mendigos o ladrones. Lo que no les dijo fue que durante días había recorrido las calles para “contratar” a verdaderos mendigos y prostitutas para que se mezclaran con ellos.
Aun así, se hacía tiempo para escribir. Fue un autor precoz que publicó su primer libro, “Del Ensueño”, cuando apenas había cumplido 18 años. También sería prolífico y en pocos años publicaría dos obras más, “Alma y carne de mujer” y “Risas, lágrimas y sedas”.
Espantados por la conducta de su hijo Raúl, los padres respiraban aliviados cada vez que partía hacia Europa. No porque allá cambiara su tren de vida, sino porque la distancia, en su círculo social, evitaba que la familia fuera en centro de atención por la conducta del menor de sus hijos.
Suiza, actriz y aviadora
En uno de esos viajes, Raúl conoció en Venecia a la actriz suiza Myriam Stefford, de la que –confesaría a sus amigos– se enamoró como nunca lo había hecho. Le pidió que dejara la actuación y volviera con él a la Argentina. Se casaron en 1930 en la Iglesia veneciana de San Marco y poco después se embarcaron hacia Buenos Aires.
En la Argentina, Raúl Barón Biza volvió a su vida de siempre, ahora con su mujer. Pero Myriam Stefford extrañaba la actuación y se aburría en las reuniones –aún las siempre provocadoras que armaba su marido– de la alta sociedad porteña.
Para contrarrestar el tedio hizo un curso de aviación que la convirtió en una de las primeras mujeres en obtener el brevet en la Argentina. Ciertos rumores que corrieron por esa misma época decían que Myriam también había encontrado otra pasión para darle batalla al aburrimiento: la de tener amantes.
Un accidente y mil rumores
Cuando el 11 de agosto de 1931 Myriam consiguió su licencia de piloto, Barón Biza ya le tenía preparado un regalo: un monomotor al que había bautizado con nombre de pájaro inquieto: El Chingolo II. Con él, pocos días después, Stefford inició una gira en la que tenía previsto tocar varias provincias argentinas. El 26 de agosto, cuando volaba rumbo a San Juan, el motor del avión se detuvo y se incendió al estrellarse. Myriam, con apenas un año de casada, perdía la vida. Con ella, consignaron las crónicas de la época, viajaba el ingeniero Luis G. Fuchs.
Cuando se hicieron las pericias técnicas para determinar las causas de la caída del avión se descubrió que el monomotor había perdido una chaveta en pleno vuelo, lo que provocó la detención del motor.
El informe dejó claras las causas técnicas del accidente, pero no pudo detener los rumores que corrían desde el día mismo de la caída del avión: que la falla había sido provocada deliberadamente por un Barón Biza despechado por las supuestas infidelidades de su mujer.
Los restos de Stefford fueron cremados y su viudo contrató al ingeniero Fausto Newton para que diseñara un obelisco de hormigón que se elevaba 82 metros desde el suelo, con una bóveda para guardar las cenizas. Lo construyó camino a la ciudad de Alta Gracia, en Córdoba, donde el matrimonio solía pasar algunas temporadas y también mandó a tallar una inscripción: “Viajero, rinde homenaje con tu silencio a la mujer que, en su audacia, quiso llegar hasta las águilas”.
Raúl Barón Biza tenía 31 años cuando quedó viudo, y allí empezó una nueva etapa de su vida en un terreno que hasta entonces no había explorado, la política.
Radicalismo y cárcel
Si bien en un primer momento había apoyado el golpe del 6 de septiembre de 1930 con el que el general José Félix Uriburu derrocó a Hipólito Yrigoyen, no tardó en cambiar de bando.
Su apoyo a la Unión Cívica Radical proscripta fue un nuevo golpe de efecto: se lo vio como un traidor a su clase. Barón Biza explicó sus razones con un libro, “Por qué me hice revolucionario”, publicado durante su exilio en Uruguay al año siguiente del golpe de Estado.
A su regreso a la Argentina, en 1932, cuando ya gobernaba Agustín P. Justo, ese libro y su oposición al nuevo presidente continuista no pasaron inadvertidos. Barón Biza era un hombre de clase alta cuya notoriedad hacía que sus críticas a la decadencia de la “década infame” resonaran con fuerza.
El derecho de matar
Raúl Barón Biza, un hombre nacido en cuna de oro, fue detenido y pasó casi un año en la cárcel, donde escribió febrilmente el que sería su libro más famoso y escandaloso, “El derecho de matar”, publicado en 1933. En su primera página, la narración se abría con una suerte de aviso a quienes fueran a leerlo: “La pornografía en los libros está en proporción a la degeneración del cerebro del lector”. De allí en más había de todo: satanismo, muerte, necrofilia, sexo y drogas a granel.
El libro fue censurado por la Iglesia Católica, que lo calificó de “obsceno”, y además le valió la excomunión.
Fiel a su estilo, en lugar de amedrentarse, Raúl Barón Biza tuvo un gesto de desafío con el propio Estado Vaticano. Hizo revestir con plata y alpaca la portada de uno de los ejemplares –que llevaba el dibujo de la muerte con una guadaña ensangrentada– y se lo envió a Pío XI. En la carta que acompañaba al libro, le escribió al pontífice explicando el por qué del lujoso revestimiento de la tapa: “Para que tus porteros lo dejen pasar, para poder atraer tu atención, para que él sea una nota relevante de brillo en el salón entristecido de tu biblioteca oscura; he revestido de plata su portada”.
Los Sabattini: de Amadeo a Clotilde
Al salir de la cárcel, Barón Biza continuó con su militancia radical, ahora en Córdoba, donde financió la campaña a gobernador de Amadeo Sabattini, con quien no tardó construir una amistad que pasó de lo político a lo personal.
Se hizo asiduo visitante de la casa del líder radical, donde compartió reuniones políticas y también almuerzos y cenas familiares. Allí conoció a Rosa Clotilde, la hija de Sabattini, que por entonces tenía apenas 16 años, veinte menos que él, y sólo visitaba la casa familiar cuando salía del internado de señoritas donde estudiaba.
La edad adolescente de Clotilde –como todos la llamaban– no fue obstáculo para que Barón Biza la cortejara. Cuando lo supo, Don Amadeo –cuyo carácter era igualmente fuerte en la política como en la vida personal– cortó todo lazo con Barón Biza y le prohibió que volviera a su casa.
Barón Biza obedeció la orden de no volver a pisar la casa de los Sabattini, pero su contraataque fue desconcertante y brutal: sacó a Clotilde del internado con una excusa y cruzó con ella a Uruguay, donde sin perder tiempo se casaron.
La pareja se quedó en la otra orilla del Río de la Plata hasta que se calmaran las aguas del escándalo. El hecho estaba consumado y sólo era cuestión de tiempo.
Peleas, reconciliaciones y un duelo
El matrimonio de Raúl Barón Biza y Clotilde Sabattini duró casi tres décadas, con idas y vueltas y tres hijos: Jorge, Carlos y María Cristina. La relación era cotidianamente conflictiva y la violencia una presencia casi permanente.
Entrevistada por Candelaria De la Sota -autora de “El escritor maldito”, una biografía de Raúl Barón Biza– Andrea Sabattini, sobrina de Clotilde, la describió así: “La relación entre ellos era ‘ni contigo y ni sin ti’. Trataban de separarse, pero después alguna fuerza misteriosa los volvía a unir. Intentaron la vida en común durante 20 o 30 años. Sin dudas, había un vínculo pasional muy fuerte”.
Se separaron varias veces, pero siempre volvían. En una de esas ocasiones, en octubre de 1950, Clotilde se refugió en la casa que sus padres tenían en Villa María, Córdoba.
Barón Biza la siguió desde Buenos Aires –donde estaban viviendo– y se presentó en a casa. Como no respondían a su llamado, comenzó a golpear la puerta con la culata de un revólver. Finalmente, le abrió el hermano de Clotilde, Alberto “Tucho” Sabattini, pero no para franquearle la entrada. También estaba con un revólver en la mano.
Forcejearon y la pelea siguió con un duelo no convencional con las armas de fuego. Barón Biza falló al dispararle a su cuñado; en cambio “Tucho” le acertó en una pierna, causándole una herida que lo dejó rengo por el resto de su vida.
Los dos terminaron presos y no pasó mucho tiempo hasta que Clotilde visitara a Raúl en la cárcel, donde comenzaron una nueva reconciliación. La situación legal era más complicada para “Tucho”, por la herida causada, pero Barón Biza rectificó su declaración inicial y dijo que en realidad él había intentado suicidarse y que su cuñado forcejeó con él para impedírselo, con tanta mala suerte que terminó hiriéndolo.
Un desenlace violento y fatal
El matrimonio sobrevivió casi 15 años más, pero para principios de 1964 Clotilde ya tenía una decisión tomada: se separaría de Raúl, esta vez para siempre.
Barón Biza se quedó viviendo en el departamento porteño de la calle Esmeralda y los abogados de ambas partes empezaron una trabajosa negociación por la división de los bienes.
Clotilde se mantenía firme, pero Barón Biza no se resignaba a la separación. Le escribía casi diariamente, intentando reconciliarse. En su última carta le decía: “Coty (así la llamaba él): cada día que pasa continuamos arrancándonos un pedazo de carne. Es increíble confirmar que seres que se han amado como nosotros puedan llegar a odiarse tanto”.
Fue pocos días antes del 16 de agosto de 1964, cuando se encontraron en el departamento de la calle Esmeralda y –en presencia de Jorge y de los abogados de las dos partes– Raúl tomó un vaso de whisky que había llenado previamente con ácido sulfúrico y se lo arrojó a su mujer.
Jorge Barón Biza –el hijo que estaba presente cuando ocurrió la agresión– relata en su novela que su madre levantó sus manos y eso evitó que gran parte del contenido del vaso le diera en la cara. Aunque quedó desfigurada, salvó sus ojos. Jorge no tiene dudas de que esa era la intención de su padre: dejarla ciega.
Cuatro suicidios
Raúl Barón Biza se suicidó esa misma noche, en el departamento donde había agredido a su mujer. Llamativamente, la policía no había ido a buscarlo ahí. Lo encontraron al día siguiente con un tiro de su revólver calibre 38 en la sien.
Rosa Clotilde Sabattini vivió los años que siguieron refugiada en un campo de General Alvear. Durante ese tiempo hizo varios viajes a Europa, siempre acompañada por su hijo Jorge, para visitar a los más importantes cirujanos plásticos con la ilusión de hacer desaparecer los estigmas de la agresión.
Ella se suicidó en 1978, arrojándose del balcón del mismo departamento donde 14 años antes Raúl le había arrojado el ácido en la cara.
María Cristina, la hija menor del matrimonio, se quitó la vida diez años después, en 1988. Eligió matarse con una sobredosis de barbitúricos.
Jorge Barón Biza se transformó en un periodista de renombre y un escritor exquisito –muchos lo consideran de culto– pero no pudo eludir el destino marcado por la tragedia familiar: se suicidó en 2001 con el mismo método que su madre: se tiró de un balcón de un piso 13, en la ciudad de Córdoba.
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