El 5 de marzo de 1956 la denominada Revolución Libertadora resolvió prohibir la mención de Perón, de Evita, dictó que no se podía cantar la marchita o menos hacer uso de la iconografía del partido peronista, que también quedaba disuelto.
Cuando por la radio se escuchó “¡Viva la libertad!”, la gente entendió que todo había concluido. La denominada Revolución Libertadora, que había estallado el 16 de septiembre de 1955 había cumplido su cometido al derrocar al presidente Juan Domingo Perón. Los más enfervorizados opositores al gobierno anterior se dedicaron a derribar los bustos de Perón y de Evita, y a quemar en fogatas callejeras afiches y folletos.
Enseguida el jefe del movimiento golpista, el general Eduardo Lonardi pronunció una frase que despertaría asombro, polémica e indignación entre los más recalcitrantes antiperonistas: “Ni vencedores ni vencidos”.
El 7 de octubre se creó la Comisión Nacional de Investigaciones, presidida por el almirante Leonardo Mc Lean. Su objetivo era el de dar vuelta como una media la gestión peronista y encontrar irregularidades y juzgar a los responsables.
El militar, que tenía serios problemas de salud, acariciaba la idea de algunos de sus colaboradores, del sector nacionalista católico, de llegar a un acuerdo con los sindicatos, la mayoría en manos peronistas.
La jornada emblemática para el justicialismo, el 17 de octubre, no fue una manifestación tan impactante, aunque el poder militar se dedicó a reprimirla con tanques Sherman. Pero sí lo fue el paro general del 3 de noviembre, en el que el gobierno, tarde y de mala gana, admitió que había tenido un acatamiento entre un 75 y 95 por ciento. Había focos de resistencia en el interior, principalmente en la ciudad de Rosario.
Desplazan a Lonardi
En la noche del 12 de noviembre, Lonardi, su familia y una pareja amiga cenaban en la residencia de Olivos cuando un grupo de oficiales solicitó verlo. Estaban inquietos por el carácter nacionalista que tomaba el gobierno. Fue una larguísima reunión, en la que el presidente de facto accedió a dejar de lado a alguno de sus colaboradores, aunque se negó a las otras peticiones, como la intervención de la CGT: “No sería lógico destruir los sindicatos y pedirles a los trabajadores que presten su colaboración”. Tampoco estuvo de acuerdo con disolver el Partido Peronista: “Sería poco hábil, desde el punto de vista democrático, poner el movimiento peronista en la clandestinidad y robustecerlo con la persecución”. Lonardi confiaba en que dicha agrupación se dividiría en muchas líneas internas. Prohibirlo significaría fortalecerlo.
Fue una reunión que finalizó cerca de las 7 de la mañana. Luego de dormir un par de horas, cuando se preparaba para ir a la Casa Rosada, el coronel Ossorio Arana, desde el pie de la escalera que llevaba a las habitaciones de Lonardi, le comunicó que las fuerzas armadas habían perdido su confianza y se le exigía su renuncia.
El militar fue a gobierno, tuvo duras palabras con sus camaradas, que esperaban que el general Pedro Eugenio Aramburu asumiera la presidencia, y de regreso a Olivos entregó un comunicado a los periodistas, en el que enfatizaba que no era exacto que hubiera presentado la renuncia, sino que había sido una decisión de un sector de las fuerzas armadas el de separarlo. El único que se animó a publicarlo fue el Buenos Aires Herald. Terminaba así una gestión de 52 días. El 22 de marzo, víctima de un derrame cerebral, moriría en el Hospital Militar Central. A comienzos de año sus hijos le habían pagado un viaje a Estados Unidos a probar una nueva droga para sus problemas de salud.
El nuevo jefe del gobierno, el general Aramburu y su vice, el almirante Isaac Rojas, tenían otros planes.
El 24 de noviembre se conoció el Decreto 3855 que establecía la disolución del Partido Peronista Masculino y Femenino.
“Esa fierecilla indomable”
Los militares eran conscientes del poder de Evita, aún muerta. Esa “extraña mujer, que carecía de instrucción, pero no de intuición política; vehemente, manipuladora; fierecilla indomable, agresiva, espontánea, tal vez poco femenina…” eran algunos de los calificativos que la Revolución Libertadora usaba para referirse a la esposa de Perón.
En la noche del 23 de noviembre, el teniente coronel Carlos Moori Koenig, jefe del servicio de informaciones del Ejército, entró a la CGT –donde estaba depositado el cuerpo embalsamado de Evita- con un grupo de oficiales y se lo llevó. Posiblemente, era el símbolo más valioso para la militancia peronista, que ya había fantaseado con secuestrarlo. Como Koenig no sabía dónde ocultarlo, lo dejó en el altillo de la casa de su segundo, el mayor Eduardo Arandía. Una noche, creyendo escuchar ruidos, Arandía disparó a una sombra y mató de dos tiros a su esposa. Luego, un año estuvo escondido en el quinto piso del edificio de Callao y Viamonte hasta que, con la ayuda del Vaticano, se convino enterrarlo con el nombre de María Maggi de Magistris, en el cementerio del Musocco, en Milán.
Prohibido nombrarlos
Y el 5 de marzo de 1956 el Decreto Ley 4161 prohibía “la utilización, con fines de afirmación ideológica peronista (…) imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas que pretendan tal carácter o pudieran ser tenidas por alguien como tales pertenecientes o empleados por los individuos representativos u organismos del peronismo”.
Quedaban prohibidas las fotografías y esculturas de funcionarios peronistas o sus parientes, el escudo y la bandera peronista, el nombre propio del presidente depuesto, el de sus parientes. En el mismo sentido, no se podía pronunciar las expresiones “peronismo”, “peronista”, “justicialismo”, “justicialista”, “tercera posición”, la abreviatura PP, las fechas exaltadas por el “régimen depuesto”. Por supuesto no se podía cantar “Los Muchachos Peronistas” y “Evita Capitana”, aun fragmentos, y tampoco se podían reproducir discursos de Perón y Evita. El Estado se encargaría de hacer caducar las marcas que se hubieran registrado relacionadas al peronismo.
El periodismo también recibió instrucciones. Debía nombrar a Perón como “ex presidente”, “tirano prófugo” o “dictador depuesto”.
Cataratas de cambios de nombres
La estación “Perón” pasó a llamarse Retiro, Ciudad Evita se la denominó “Ciudad General Belgrano” y así todo; la provincia de La Pampa abandonó la denominación de Eva Perón y lo mismo ocurrió con el Chaco, llamado como el ex presidente. Escuelas, hospitales, caminos, puentes, barcos, asociaciones intermedias corrieron la misma suerte. Y el sacudón barrió en todos los niveles, tanto políticos, culturales, artísticos y periodísticos. Actores, actrices y cantantes que habían hecho carrera durante el gobierno peronista –el de Hugo del Carril fue un caso emblamático- cayeron en desgracia y aquellos que debieron dejar el país entre 1946 y 1955, como Libertad Lamarque o Nini Marshall y tantos otros, retornaron.
El valiente que se atreviese a violar dicha disposición se arriesgaba a ser condenado de 30 días a 6 años de prisión y a una multa que iba de los 500 al millón de pesos moneda nacional. Y si el infractor fuera dueño de un comercio, una clausura de 15 días o para siempre si existiese reincidencia. La norma sería derogada el 18 de noviembre de 1964, durante el gobierno de Arturo Illia.
Y a través del Decreto 4258 se estableció la inhabilitación para ocupar cargos púbicos o políticos a autoridades del Partido Peronista.
En 1958, el gobierno de facto editó el “Libro negro de la segunda tiranía”, en la que publicó las sentencias contra Perón y ex funcionarios de su gobierno, en distintas causas.
La persecución no conoció límites, que alcanzó todos los ámbitos. En febrero de ese año, el club Racing expulsó como socios honorarios a Juan Perón, Juan Atilio Bramuglia (ex ministro de Relaciones Exteriores) y Ramón Antonio Cereijo, (ex Ministro de Hacienda). El entonces mandatario había dado el 3 de septiembre de 1950 el puntapié inicial en el partido de inauguración del estadio que se había bautizado como “Presidente Perón”.
Más sorpresa le causó a Raimundo Steiff, un técnico electromecánico que había compuesto la música de la marcha del club Barracas Juniors -que fue prácticamente plagiada por el peronismo- cuando dos oficiales de la Marina fueron a su casa. Se estaba muriendo de un cáncer de laringe y los militares le preguntaron cuánto le había pagado Perón por la composición de la marcha. En el momento en que los oficiales se dieron cuenta de lo ridículo de su posición, Steiff sólo atinó a sonreír. Porque la cuestión no pasaba por Perón, estaban hablando de la marcha del club, que había sido todo en su vida.
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