En la vida de Fernando Araujo aparecieron dos holandeses que le enseñaron a producir cannabis de forma casera. Fue entonces que comprendió que había una diferencia abismal entre fumar un porro comprado a un dealer de la villa con el que podía cultivar en su casa.
Si bien hacía casi 15 años que fumaba, ese año supo que podía fabricar sus flores con diversos efectos: unas mas sedativas, mas físicas, predominantemente índicas, y otras más pilas, más mentales, casi lisérgicas: las satívicas. Estaba fascinado con la cultura cannábica y pensó en escribir un libro o tratado para mostrar lo que se podía hacer con el cannabis. Por ese tiempo fue el señor de las flores.
– ¡Tenemos que despertar a la juventud! Los están envenenando con las basuras de porros que consiguen. Voy a escribir un libro que enseñe a cultivar, que hable de los intereses farmacopeas, textiles y petroleros que prohíben y demonizan a la marihuana – le dijo a su amigo en el galpón.
–El concepto es más global: es como tomar un buen vino, uno disfruta del aroma, del gusto y tiene un coloque especial. Así como hay vinos tintos, blancos y rosados que se eligen según la ocasión, con el cannabis tenemos una variedad de sabores, aromas y fundamentalmente pegadas diferentes. Con el autocultivo, se acaba el narcotráfico. Hay que legalizar la marihuana – razonaba con la certeza de alguien que habla con conocimiento de causa.
En esa época, en 2003, no había surgido la difusión de la cultura cannábica. No existía la revista THC y en Internet había pocos sitios que hablaban del tema. Para la mayoría era un tema tabú. Araujo pensaba: “Políticamente se evitaba el debate. La sociedad no estaba preparada para una despenalización, y mucho menos para una legalización. Había un pensamiento pacato. De otro modo no se explica cómo a Calamaro lo llevaron a juicio por decir que era una linda noche para fumar un porrito. Una locura”.
Estaba obsesionado con el tema, como cada vez que se interesaba por algo.
Fue un año revelador para él: estaba relajado, en su mundo, ya no le interesaba robar. Tenía unos pesos ahorrados. Iba a tomarse un año sabático. Quería experimentar con el arte, el deporte y la marihuana, sin mirar el mañana: vivir el presente. Luego el futuro se encargaría de decirle cómo seguir: si por su camino trashumante, azaroso, o por uno más estable y firme. Después de todo, para seguir y desarrollar esa vida artística, deportiva (ganaba torneos de artes marciales fumado y sentía que en cada pelea el tiempo se ralentizaba) y lúdica que tanta felicidad le daba, no necesitaba mucho dinero.
Después de vivir seis meses con su amigo, decidió irse a vivir a su camioneta, necesitaba estar solo. Frenaba donde le daba sueño, bajaba los respaldos delanteros y traseros y el habitáculo se convertía en una cómoda cama doble. Los vidrios estaban polarizados. Tenía un equipo de sonido HI-fi y una pantalla de LCD que colgaba de una bisagra en el techo. Tenía una heladerita portátil, una bolsa de dormir y un extractor con filtro de carbón activado que eliminaba el smog canábico en segundos.
Pasaba varias noches frente al río y aún recuerda la sensación de amanecer mirando ese paisaje de quietud y aislamiento. Otras noches despertaba en los acantilados de Chapadmalal, frente al intenso azul del mar. Otras aterrizaba en la casa de alguna que otra amiga. Algunas noches lo encontraron en lo alto, escudriñando el cielo estrellado con su telescopio Meade. Así paso dos meses. Seguía practicando artes marciales pero no podía pintar por esa vida nómade. Necesitaba más espacio o un lugar donde montar su atelier.
–Me cansé de la gitaneada.
Con el dinero que tenía, alquiló un local en la galería “Victoria”, frente a la estación de Olivos del ferrocarril Mitre. Al lugar se accedía subiendo una pequeña escalera que llevaba a un primero y segundo piso. Después de atravesar dos puertas, se entraba a un amplio ambiente con un techo en dos aguas y una pequeña terraza. Era muy luminoso. Una de sus vistas daba al Río de la Plata, la otra a la estación de Olivos. Tenía un gran futón donde dormía, un amplio baño y Kitchenet completo.
En la entrada de la galería, detrás de un vidrio, había una cartelera con el número de los locales y sus rubros: local 1 “Óptica Shalom”, local 2 “Softwarton, soluciones informáticas”, local 3 “Telecentro Olivos” y así sucesivamente. El último local, el número 25, decía “Atelier de Investigaciones Artísticas One step beyond” (“Un paso más allá”). Era su lugar en el mundo. Lo había llamado así por una canción del grupo Madness.
En el atelier se propuso tres objetivos: dedicarse a sus obras plásticas, escribir el libro sobre la marihuana y, por sobre todas las cosas, construir un Indoor que le permitiese cruzar diferentes especies. Al cabo de un mes había construido posiblemente uno de los Indoor más excéntricos en la historia del autocultivo argentino. Compró un ropero que luego refaccionó. Quedaba oculto tras otro armario y tenía sensores de todo tipo, termostatos que cuando llegaba la temperatura a 24 grados encendían un aire acondicionado, cuatro estaciones independientes, riego automático, medidores de ph, de electroconductividad, y un filtro de carbón activado para los olores. Había invertido dos mil dólares.
Lo más gracioso era una leyenda que escribió en uno de los estantes con fibrón indeleble que decía:
SR JUEZ
El producto del cannabis aquí extraído es para mí exclusivo consumo. Apañadas mis palabras están en los derechos y libertades individuales que reza los artículos 14 y 19 de la Constitución Nacional.
SERA JUSTICIA
Por entonces ya era afecto a los mensajes. Faltaba para que escribiera uno que iba a convertirse en leyenda.
El aparato le permitía cosechar 250 gramos cada tres meses, o lo que equivalía a casi 3 gramos por día. Cuando cosechaba, llenaba tres carameleras de vidrio, de esas que estaban en los kioscos antiguos, con tres variedades diferentes.
–Bueno, por acá tenemos una Black widow, índica, aroma dulce, para rélax físico preferentemente. Por este lado, una Haze, satívica, de gusto más amargo, casi lisérgica, para diversión. Esta otra es la cruza de las dos anteriores: mitad indica, mitad satívica. La denominé “Seven” – les decía a las visitas, cuando les ofrecía para catar alguna de sus variedades de efectos cannábicos.
Mientras ofrecía sus creaciones, decía:
–Por acá tenemos las plantas madres, al otro costado la zona de esquejes con temperatura y humedad constantes, ¡importantísimo en esta etapa! El “Seven” es mi caballito diario de batalla. Tiene un efecto que me permite fumarla a cualquier hora y desenvolverme “normal” en la vida diaria.
Cualquier comerciante de la galería que se hubiese cruzado con Araujo allá por septiembre de 2003, habría visto a un joven despreocupado, que era visitado por varias mujeres, y bajaba a veces al kiosco con un delantal lleno de coloridas manchas de pintura. Era el mismo que por las tardes escuchaba a todo volumen a Chopin, Strauss y Vivaldi. Una persona de buen humor, que charlaba con todos y les contaba de su técnica “reversetime”.
Dos comerciantes que subieron al atelier, al ver su obra exclamaron:
– ¡No! No puede ser. ¿Qué me pusiste en el trago? ¿Cómo hacés eso?
Se asombraban por lo que veían.
–Experimento con una pintura especial – bromeaba Araujo.
Su arte plástico lo absorbía. Podía estar horas midiendo con una regla o un compás, tratando de ver cómo incidía la luz en sus colores. Subía y bajaba las persianas durante el día. Por las noches, encendía o apagaba los varios spot que tenia dirigidos a su atril, constantemente comparaba los tonos.
Por otro lado, comenzó a escribir su libro cannábico. Lo llamó “Tratado cannábico” y pretendía que tuviera 1500 páginas con muchas fotos. Quería abarcar estos temas:
Cultivo exterior, cultivo Indoor, y cultivo de guerrilla. Historia, historia de la prohibición, intereses religiosos, intereses petroleros, intereses farmacéuticos, intereses textiles. Cáñamo medicinal. Cáñamo industrial.
Al mes tenía escritas unas 30 páginas. A los seis, casi 200. Escribía unas tres páginas diarias. Por ese entonces, por las ventanas del atelier solía escucharse a todo volumen la música de Gabriel O Pensador, Cachimbo da paz.
Maresia, sente a maresia maresia .../apaga a fumaça do revólver, da pistola/anda a fumaça do cachimbo pra cachola/acende, puxa, prende passa/índio quer cachimbo, /indio quer fazer fumaça/Todo mundo experimenta o cachimbo da floresta/dizem que é do bom/dizem que não presta/querem proibir, querem liberar/e a polêmica chegou até o congresso.
A mediados de 2004 se topó con una pregunta y un experimento:
–Si Andre Bretón, conducido por lo que él llamó el automatismo psíquico, escribió poesía, me pregunté qué pasaría si yo también expresara mi pintura y mi accionar sin prejuicios sociales ni pudores. Empecé a experimentar en esos estados y dejé de preocuparme por todo lo que implicara orden, ya que el orden era una regla social. Si se rompía algo, no lo levantaba; si se me caía otra cosa, tampoco. Dejaba que todo fluyera. Era una locura. Fue muy cómico porque al mes, el atelier era un desastre de mugre, botellas rotas y CDs amontonados como fichas de casino.
Pero también se dio cuenta de que la experiencia surrealista tenía mucho del “aquí y ahora” marcial. Era estar suspendido, sin interferencias del pasado ni del futuro. Era llegar a un estado totalmente diáfano, donde uno actuaba, pero por sobre todas las cosas “pensaba”, sin estructura social anterior. Así se despojaba del pasado. También al no tener horarios laborales, ni responsabilidades sociales, se despojaba del futuro. Hubo días de sol de verano que con sus persianas bajas, cortinas blackout y aire acondicionado, los convertía en noches de invierno.
Con el control de la luz, eliminó el día y la noche. Con el de la temperatura, el verano y el invierno. Si comía era porque tenía hambre, no porque “un mediodía se lo imponía”. Había prescindido de una de las primeras reglas sociales que desarrolló la evolución de la humanidad: Muévete de día, descansa de noche.
Para él, en ese atelier cerrado, él era el dios del sol. Como en el Indoor. La noche y el día no existían, su fluir sería más claro, más visceral, más reptil.
–Lo que quedaba era creatividad pura –recuerda Araujo–, como un niño, donde todavía tiene esa pureza de la mente. En ese momento de mi vida entendí de una vez por todas que debía calcular los hechos no solamente por ser fácticamente posibles, sino que si no estaban acompañados de un equilibrio moral, en algún momento se derrumbarían y se vendrían en contra.
Era como si al equilibrio moral lo abasteciera de una garantía hacia el éxito. Consideraba que robar tenía que ser como lanzar un misil, tenía que ir al lugar justo. Pero como todo misil, tiene efectos secundarios. Para él, ahí estaba lo importante, lo fundamental, la clave del éxito.
–Mientras más pensemos en los efectos secundarios, mientras más los disminuyamos, mientras con más empatía los calculemos, el “equilibrio natural” que viene después, menos nos afectará.
Araujo pensaba que si uno en la vida comete una inconducta, un acto inmoral, indefectiblemente se genera un desequilibrio. El “equilibrio natural”, luego, con el paso del tiempo, se encargaría de equilibrarlo, cobrándote esa deuda.
–Como una regla de tres simple: grandes inconductas, grandes “equilibrios naturales “–repetía.
Pero lo más importante para él era saber de qué estaba hecho ese equilibrio natural. “¿Cuál era el motor que lo comprendía y lo disparaba?” –se preguntaba.
Su respuesta era: la ética.
–La moral son las conductas que juzga la sociedad y la ética las que juzga tu propia conciencia. Las primeras siempre las ignoro, después de todo son reglas sociales. En cambio, las segundas, las éticas, son sustanciales, ya que la consciencia no perdona.
Eso decía Araujo.
Por eso elegía damnificados que no sufrieran tanto sus robos. Trataba de disminuir los efectos de sus actos. No podía dejar de pensar en todas las vidas truncas que habían sido mutiladas por la maquinaria voraz de la delincuencia: no sólo alcanzaba a las víctimas, sino a los victimarios.
–Pero más allá de todo eso, no me dedico a hacer obras de caridad. Está claro.
Eso decía el líder. Por entonces leía los conceptos de Kierkegaard, quien decía que el bien más alto para el ser humano era encontrar la vocación. “Debo encontrar una verdad que sea verdadera para mí. La idea por la que pueda vivir o morir”. La verdad del líder era cometer un robo inolvidable.
Así transitó el año sabático en su atelier. Ya no robaba, estaba inmerso en sus cuadros y humos cannábicos.
En el fondo, más allá de su alejamiento del delito, soñaba con hacer algo grande, pero a su manera: sin causar daño y que sea un hecho pensado como si se tratase de un juego de lógica. Los ahorros disminuían. Tenía pensado pasar un año sabático y ya habían pasado dos. Sabía, interiormente, que no daba para más hacer lo que estaba haciendo: eso de robar cada tanto. No había futuro y eso no lo llenaba. Después de las satisfacciones que le dieron el arte, el deporte y la marihuana en este periplo, no quería retroceder diez casilleros y volver a las cosas de antes. Pero por otro lado tendría que hacer algo.
No sabía qué era eso que iba hacer, pero sabía que era grande. Muy grande. También sabía que tendría que ser artístico. Muy artístico. Pensaba que no en vano el arte se había cruzado por su camino. Inconscientemente, un pensamiento empezó a correr por su cabeza. Un pensamiento que crecía cada vez más, hasta obsesionarlo.
Ese pensamiento, que se apoderó de él en septiembre de 2004, en el Atelier de Investigaciones Artísticas One step beyond, era concreto, le bajó como una epifanía y tenía cinco palabras:
–Voy a robar un banco.
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