Miguel Raduazzo narra una historia de película en la que él es el protagonista. Si este primer párrafo debiera ser utilizado como sinopsis de la misma, el film podría explicarse de la siguiente manera: año 2017, un ingeniero industrial viaja junto a su familia a Florida, Estados Unidos, para celebrar el cumpleaños de su hija menor. Un día antes de regresar a Buenos Aires visita la sede de la NASA en Cabo Cañaveral. Deja un proyecto suyo en la mesa de entradas. Al día siguiente arma la valija para tomar el vuelo y recibe una llamada de la NASA. El hombre tiene que quedarse, su familia lo celebra, algo anda bien.
En la vida real, Raduazzo, de 55 años, contó detalles de una situación que no se vio en la pantalla grande pero sí existió y ni él se lo cree. Nació en Villa Lugano y se fue para el sur de la provincia de Buenos Aires cuando en 1992, con 28, se quedó sin trabajo y decidió comenzar a estudiar ingeniería industrial en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora.
“Vivo en Temperley, quiero aclarar”, dijo Raduazzo a Infobae. “Mi papá tenía un taller mecánico y yo vivía ahí adentro con él”, recordó. Su formación nació allí, luego potenció el aprendizaje en la secundaria técnica-mecánica que cursó en el barrio porteño de Floresta y más tarde en la Universidad Tecnológica Nacional, en donde cursó algunos años de ingeniería mecánica.
“Cuando me recibí empecé a dar clases en diferentes escuelas que dependían de la facultad. También comencé a involucrarme en trabajos relacionados al medio ambiente. Había hecho un posgrado de Seguridad e Higiene Laboral y mantuve algunas reuniones con Jorge Castillo, empresario de La Salada, a quien le presenté la idea era utilizar el Riachuelo como una autopista fluvial para evitar que les robaran a la gente que venía a comprar desde muy lejos”, indicó.
Y agregó: “Presentamos el proyecto para que la Secretaría de Transporte lo habilitara pero había una gran dificultad: la contaminación del Riachuelo. Entonces diseñé una lancha saneadora, en la que también ofrecí limpiar gratis esa zona del Riachuelo para permitir que desde Puerto Madero, en balsa, pudieran llegar en 20 minutos. Había que poner en marcha un sistema biológico, pero todo se truncó”.
El saneamiento implicaba poner en marcha el biosistema del Riachuelo. Raduazzo leyó, un par de años después, que la NASA (la agencia del gobierno estadounidense responsable del programa espacial civil) trabajaba en un proyecto parecido dentro de un planeta similar a la Tierra. Muchos de los parámetros nombrados en ese artículo coincidían con los trabajados por Raduazzo.
“En febrero de 2017 mi hija más grande cumplía 15 años y organizamos un viaje familiar. Fuimos a Florida y visitamos Disney. Pero uno de mis objetivos era ir hasta el Centro Espacial John F. Kennedy (CEK) y dejar en la mesa de entradas mi propuesta. Lo hice. Al otro día me contactaron y les respondí lo obvio: que la mañana siguiente nos íbamos”, explicó Raduazzo.
Desde la sede de la NASA en Florida le entregaron una oferta superadora: quedarse 15 días más, con todos los gastos incluidos, para él y su familia. “Estuvimos dos semanas más. Nos pellizcábamos y no podíamos creerlo. Mi idea era cautivarlos porque a eso había ido. Y lo hice. Estaba tres horas por día en el edificio, en donde planteé las problemáticas con las que lidiamos en Argentina. Y ellos me mostraban proyectos para adaptar acá, mientras yo hacía los deberes para brindar soluciones a lo que había puesto sobre la mesa”, contó el ingeniero industrial.
En los últimos años, Raduazzo creó el Centro de Investigaciones en Ciencias y Tecnología a través de una serie de laboratorios desarrollados en Temperley, Glew, Guernica y La Matanza. “Todos están conectados con la Estación Internacional Espacial para intercambiar datos”, indicó.
En cuanto a su proyecto, ahondó: “Surgieron un montón de cuestionamientos y había muchos procesos que yo planteaba, pero todo estaba basado en las lanchas saneadoras. Ellos me comentaron que el desafío era convertir lo mismo en algo autónomo. Entonces saqué la lancha y me volví pensando en cómo lo haría. A los seis meses me contacté y les dije que tenía la solución. Que si querían se la mandaba por correo electrónico. Me respondieron que no. Que volviera a viajar, junto a mi familia, como lo habíamos hecho en febrero. Esto ocurrió en septiembre de 2017”.
Los viajes se multiplicaron: en 2018 regresó y lo hizo nuevamente en 2019. Todos dentro de un plan que fusionó lo experimental con lo familiar. “Llevé una inquietud que me acercaron desde la Universidad de Quilmes, en donde en conjunto buscábamos incorporar a nuestro país un plan para luchar contra la desnutrición infantil”, dijo Raduazzo, quien recibió -desde la NASA- un pedido: “Me dijeron de desarrollara un trabajo propio de ellos, el cual trata de una serie de microalgas comestibles, microorganismos que se reproducen en cuestión de horas”, reveló.
“Son las famosas pastillas de los astronautas para que no se les atrofien los músculos, con todos los nutrientes necesarios para cuando encaraban los viajes espaciales. Nutricionalmente, estas algas comestibles, llamadas chlorella y espirulina, superan a cualquier alimento tradicional: un gramo de microalga tiene 200 veces más de calcio que la leche", continuó.
“Muchos alimentos como la leche la calcifican con hierro. Las microalgas las podés adicionar a las comidas diarias e incorporan los nutrientes que faltan. Por otro lado, ordena y alinea el funcionamiento de todos los órganos. Si vos me decís que tengo que comer cuatro pastillas por día, es terrible. Yo no planteo eso. Sí que las algas tienen una velocidad de reproducción que se multiplican en pocas horas. Es uno de los alimentos más completos sobre la faz de la tierra. Estimula los órganos vitales para eliminar las toxinas, las impurezas y contaminantes, que por incapacidad de los propios órganos no podemos eliminar”, indicó Raduazzo.
La NASA le entregó el puntapié inicial. Le explicó cómo se trabajan, cuáles son las cepas y cómo diseñar los reactores para generar este tipo de alimentos, vitales para liberar el oxígeno de las plantas y acaparar únicamente el carbono.
En septiembre de 2019, la Segunda Encuesta Nacional de Nutrición y Salud, realizada por la Secretaría de Gobierno de Salud de la Nación, brindó un dato alarmante: en Argentina, el 41% de los niños y adolescentes de entre 5 y 17 años presenta exceso de peso; mientras que esta problemática afecta al 67,9% de las personas mayores de 18 años. Entre los menores de 5 años, el 1,6% padece desnutrición aguda.
“Yo quiero reunirme con los municipios y que vean el proyecto. Podemos hacer que de Lomas se expanda por la provincia de Buenos Aires y desde allí a todo el país. Se puede incorporar a programas contra el hambre, se puede hacer”, contó el ingeniero.
“Se necesita una inversión millonaria para armar un reactor. Entonces me pregunté: ¿cómo podemos suplantar este proceso? Lo que observé es que a diario se entierran 60 toneladas de ramas, hojas y plantas que se producen de forma urbana. Yo puedo diseñar un bio reactor lomense para poner las ramas y generar un calor que quemen los residuos”, relató.
Y completó: “Cuando quemás cualquier elemento se genera dióxido de cárbono. Lo que necesitan las algas es contener el carbono y liberar el oxígeno. Los nutrientes quedan en la semilla. Actualmente la tonelada de soja se vende a USD 350 y se necesitan seis meses para producirla. El proceso que planteo es una fábrica de dólares: una tonelada de algas en un día, a un valor de USD 8.000 para exportar. Es trabajo, es producción. Son divisas. Creo que podría ser una solución para un futuro inmediato”.
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