Apenas pasó los 30 años y la carrera del joven Elian Chali parece la de un artista experimentado. Su ritmo es maratónico: ya conoció 30 ciudades de 25 países en el mundo. Viaja mensualmente con su equipo de trabajo, toma aviones, vive en comunidades extranjeras, se relaciona con artistas internacionales. Hasta hay lugares que lo esperan con técnicos para que trabajen a su cargo. Su agenda del 2020, en efecto, está completa.
Sin embargo, en Argentina -y en buena parte de su provincia, Córdoba- hay quienes no lo conocen. Y, más aun, quienes no creen en su proyección mundial.
-Por esto también empecé a sacar fotos de mis trabajos y a mostrarlas en mis redes sociales. Y por otro lado, armé un mapa de todos los lugares donde tuve la suerte de trabajar como Asia o Europa, es bastante shockeante. Cuando veo todo lo que ya hice, respiro y cierro los ojos. Todo lo que ya hice, uf, es un sacudón que no caigo, un enorme privilegio.
Elian Chali -31 años, nacido y criado en Córdoba, 1.30 metros de estatura, 46 kilos, zurdo- camina por el centro de La Docta hacia su muestra “Manifiesto”, que se expone en el imponente edificio Casa Naranja. Es una tarde de verano y viste de remera, bermudas y zapatillas. Antes de salir de su amplio departamento, emplazado en uno de los mobiliarios arquitectónicos más históricos de la ciudad, se puso una campera de viento. “Ahora va a refrescar, me tengo que cuidar”, dice, con su voz un tanto aniñada, mientras se sube el cierre.
De su barrio -Mercado Norte- cuenta que es una de las pocas zonas del centro donde hay trabajadoras sexuales, después que el gobierno hace años las corriera hacia la periferia. En la puerta del edificio donde vive se encuentra con ellas: charla, las saluda. “Están organizadas, defienden sus derechos. Córdoba es bestial, como toda gran ciudad ha sufrido la gentrificación. Es algo que me interesa estudiar y escribir: la división por clases sociales que hace el poder, la lucha por la supervivencia. Vivo inmerso en esa realidad”, dice, locuaz y expresivo con sus manos.
Sigue su marcha firme, acompasada, y entonces se frena frente a Casa Naranja. “A esta zona la quieren convertir en Puerto Madero”, larga, y hace un análisis minucioso de la especulación inmobiliaria. Dice que allí, frente al edificio, pasó tardes enteras de pie, silencioso y frustrado. Luego de recibir el encargo para hacer una muestra, empezó a ir todos los días. Es algo común en su trabajo como artista: pisar el territorio y estudiarlo para después diagramar hipótesis -confiesa que con encargos internacionales usa el Street View, de Google Maps-. Ninguna idea parecía convincente.
Y cierto día se puso a pensar en el dispositivo del muro: firewalls virtuales, los muros de redes sociales, los muros que generan división geopolíticas como el de Berlín o el de México con Estados Unidos instalado por Trump.
“Casi como si fuera una navaja, un muro de gran longitud se introduce desde la vereda hasta el palier del edificio. Es una pared de altura discreta, pero suficiente para interrumpir el espacio público/privado partiéndolo en dos. Rompe la armonía de un ingreso relajado, obliga a recorridos incómodos, irrumpe la visualidad posible. El muro en sí aborda su propio intercambio con el gigante naranja; lo desafía. Lo atraviesa”, escribió en el programa, que una guía reparte a los visitantes en la entrada, mientras en la planta baja a Elian lo saludan amablemente.
“Manifiesto” es una obra abierta a la interpretación, algo usual en el arte contemporáneo: el tránsito de un espacio a otro, performático, ir de una parte llamada “Horizonte cancelado” -pintura mural sobre un ventanal- a otra nombrada como “Arrastre”, que consiste en obras impresas sobre cartelería de vía pública recuperada.
“Transitando el pasillo interno como si fuera un laberinto minero, se descubren carteles de la vía pública que han sido utilizadas para comunicar este proyecto -reza otro fragmento del programa-. Se han arrastrado hasta adentro, reclaman su lugar por su participación, demandan la reconciliación callejera, se emancipan de su patrón y se refugian del frío metropolitano”.
Elian Chali sube una escalera. Entra a una sala que pasa desaparecida en la muestra, denominada como “Archivo”, donde hay cuadros con fotos de sus murales en el mundo: Taiwán, Brasil, Italia, Uruguay, Alemania, Ucrania, Australia. En una foto de su obra “Fluid”, en República Dominicana, realizada en 2014, el artista aparece asomando su cabeza por sobre un tacho de metal, al lado de una fachada, a la vez que pasa una moto por la calle. La imagen parece sintetizar el carácter de Elian: su sentido voyeurista, su praxis urbana, su instalarse desde su cuerpo pequeño en la vorágine callejera.
Cientos de paredes y fachadas con manchas de colores primarios; plazas, patios, esquinas y hasta canchas de fútbol intervenidas. Los cuadros de sus obras son el testimonio vivo de una labor prolífica, que resulta impactante por su huella global, por su persistencia nómade, por su pensamiento teórico y conceptual anclado siempre sobre la práctica, por su despliegue físico y creativo.
“Manifiesto”, en rigor, es el tipo de obra que a Elian Chali le gusta situar en el espacio urbano: una instalación dinámica, polisémica. “Este es un proyecto destinado a desaparecer, es decir que su fugacidad es un dispositivo clave para no transformarse en tótem -dice el artista-. Como ejercicio aeróbico: de afuera hacia adentro y de adentro hacia fuera. El cuerpo como nodo de toda experiencia planetaria. Interpelado por las condiciones dadas, acercando la pólvora al fuego de la corrección política, desafiando el arquetipo de confort que ofrece este juego, una identidad dinámica ansiosa por alcanzar sus deseos”.
Sin estudios académicos ni formación ortodoxa, Elian Chali dice que se formó de manera autogestiva en el circuito under y contracultural argentino. Con 4 muestras individuales y más de 10 grupales, su trabajo se encuentra en más de 30 ciudades distintas de países como Argentina, Australia, Bélgica, Brasil, Canadá, Chile, España, Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, México, Polonia, Perú y Rusia, entre otros.
Entre sus distintas experiencias, además, fundó y co-dirigió Kosovo Gallery, coordinó PUENTE Arte/Espacio Público y fue curador en jefe del Mercado de Arte Contemporáneo (MAC). En 2016 publicó su primer libro, titulado Hábitat. Hoy, su obra se encuentra documentada en numerosas publicaciones y proyectos editoriales sobre arte, diseño y arquitectura.
De regreso a su casa, Elian convida un café y un alfajor de chocolate. El aire entra fresco por el ventanal; el living es espacioso, moderno, donde luce una biblioteca mayormente nutrida de libros sobre género y ensayos sobre lo urbano, con una escalera a un costado. Dice que pasa bastante tiempo tirado en el sillón, cavilando. En la pared hay un póster que dice “El horrible mundo de Dios”. En breve estará participando de una exposición colectiva en el Centro Cultural Recoleta, luego con una obra de gran escala en Tandil y más adelante comienza con un tour de sus habituales viajes por el mundo: a fines de marzo en Ibiza, Casablanca en abril, un proyecto en Rouen, Francia, en mayo, y luego en Viena, Austria, a mediados de agosto.
Su relación con el arte empezó a los 15 haciendo grafitis en la calle, sin mucha pretensión. “Escuchaba punk, tenía amigos que andaban en skate. Establecí una relación territorial con el under, una marca que sigue vigente. Agradezco a mi familia que ha sido muy atenta en la libertad que me han otorgado para hacer lo que siempre quise. Y, sumado a eso, se defendía un criterio político agudo, mis viejos estaban marcados por el golpe militar. Soy el más chico y el que me sigue me lleva muchos años, la discusión política estaba presente”, dice, reflexivo, sentado alrededor de una mesa larga.
Dice que sus amigos y familiares no entienden demasiado de su obra, pero que si su personalidad adquirió una tenacidad a prueba de balas fue en gran parte por ese apoyo incondicional. Le interesa subrayar, en efecto, que tuvo suerte: si hubiera puesto una fábrica de vidrio en vez de crear murales por el mundo, su familia también lo habría bancado con recursos afectivos y económicos. “Ojo, hace muchos años que mi recorrido es autónomo a su línea de pensamiento y acción. Me comprendo como una persona bastante solitaria. En mis decisiones, en mi militancia, en la singularidad de mi cuerpo, soy solo y eso me ha permitido relacionarme sin depender, recorrer los caminos que decido, hacerme cargo de mis demonios yo mismo”.
En la escuela fue un mal alumno: lo expulsaban con regularidad y cuando al final del secundario pensó en una carrera universitaria, descartó cualquier opción. No hubo ningún mandato al cual obedecer. “Me pareció que mi perfil iba por otro lado. Leo y me informo de manera autodidacta y con gente cercana. Es otra forma de aprendizaje, pero pude hacerlo desde un lugar de privilegio, con un apoyo detrás, con herramientas para sortear las circunstancias sociales”.
En ciertos circuitos se sorprenden cómo hizo un nombre de la nada, cómo llegó a las plataformas internacionales sin una carrera artística convencional ni con becas ni con subvenciones. “Aunque Buenos Aires sea la capital de todo, pienso que desde otros márgenes se proponen cosas de lo más potente -dice, sin extravagancia-. Desde Córdoba, Tucumán, Rosario, Mendoza, en el sur se producen hechos alucinantes, con escasez de recursos, por lo bajo. Sólo hay que aprender a observarlo”. Y desalienta cualquier lectura excepcional sobre su cuerpo. “Si bien existe una normatividad corporal que disciplina a los cuerpos desviados, es casi imposible cumplir con la misma. Es decir, todos en algún punto estamos en desventaja según el prototipo de ser humano útil para el capitalismo. Mi diferencia me cuida, me enseña, me alienta”.
De joven empezó a pintar, después creó una galería de arte y gestionó residencias artísticas. Hasta que se dedicó más de lleno a su obra. “Y se me armó esta cosa global -dice, con cierto asombro al escucharse-. Todo de forma imprevista, porque en 2012 fui a Perú y conocí a un curadora, le gustó mi obra, me invitó a Estados Unidos y allí empecé a armar redes internacionales. Nunca antes lo había pensado. Estuve cerca de gente capa, que me aconsejó increíblemente. No tengo ningún maestro, hice un montón de clínicas, pero nunca tuve un referente. Te puedo decir 10 personas que me han cambiado la vida. Pero nadie en particular, intento matar lo mas rápido posible al héroe".
En Lima construyó su primera obra a gran escala. Trabajar con lo gigantesco, desde ese momento, dice que le activa la dopamina, “sumado a la pulsión de muerte que te genera la adrenalina del peligro”. Le gusta planificar a lo grande: siente algo así como una especie de “revancha poética” con sus murales contra “el espanto de hábitat que son las urbes contemporáneas”.
Elian describe lo que denomina como su “diversidad funcional” con las siguientes palabras: “Desde que nací tengo un impacto genético que influye en la cadena ósea: es una displasia ósea severa representada en una escoliosis, lo que hace que tenga toda la cadena de huesos cruzada. Eso me genera hipoacusia, me produjo mi baja estatura, mis problemas respiratorios. Y además tengo extremidades más largas, la columna toda torcida”.
No tiene obra social. Dice que de salud se siente “bárbaro” y aclara que nunca pudo conseguir una atención diferencial de algún servicio del Estado -“el macrismo terminó devastando todo lo que no funcionó en su cadena productiva”-. Se operó el año pasado: tuvo un reemplazo de pierna “bastante bravo”, que costeó con ahorros familiares en una clínica privada. “Frente a ciertas ausencias, siempre aparecen otras redes”, dice, con simpatía.
Se cuida de no caer en el discurso extraordinario de la imposibilidad física ni de la ponderación de la voluntad. Sin embargo, es consciente de los límites de su cuerpo: el propio quehacer artístico le ha hecho trabajar el cuerpo de otra manera. Aunque tenga recaudos físicos, trabaja con un equipo grande a su alrededor -entre cinco y diez personas-, y a veces, cuando viaja, se encuentra con gente que colabora. Dice que hace cuatro años no trabaja más solo. Que come poca carne, que anda en bicicleta, que va al gimnasio todos los días. Aún así, se siente cansado, admite que su ritmo es febril, intenso.
“El arte es una producción de sentido y de subjetivación, la mente y el cuerpo trabajan juntos”, aclara, y dice que en 2017 llegó a su récord: tomó 60 aviones en el año. “El cuerpo se te revienta. Por el viaje, por el no dormir en tu cama, por el no comer en tu cocina. Es un desgaste enorme, aunque esté sentado dirigiendo a mi equipo con un walkie-talkie. Estoy cuidado por un grupo de gente, que entiende que si un día quiero romperme una noche bailando o que hay un mes que no quiero laburar, lo voy a hacer, es de esas libertades -y privilegios- que otorga el arte".
La disfuncionalidad corporal, dice, lo lleva a una autoconciencia del cuidado del cuerpo: las dolencias aparecen en el momento menos pensado. “Soy como una especie de vector, de nodo, y mi cuerpo está ahí. Y la cabeza es lo más frágil de todo”, dice sonriendo, mientras se sirve un vaso de agua y adopta un tono grave. “Hoy siento mi carrera como si estuviera arrancando. La curiosidad está latente, y lo identifico en el miedo: en cualquier viaje se me estruja la panza. La incertidumbre de conocer gente nueva, de pisar nuevos espacios. Todavía no me aburrí, sigue operando una emoción, un compromiso. No me interesan los lugares cómodos”.
Cuenta que el año pasado fue a pintar a Taiwán en un edificio de viviendas sociales. Un señor mayor se acercaba todos los días. Lo veía quieto, silencioso. El día que terminó el mural, y con el traductor al lado, el señor le dijo: “No me gusta lo que hiciste”. A Elian le pareció alucinante. “Me respetó todo el tiempo, no se quejó con la jefa comunal aunque le parecía una cagada lo que hacía, y luego me dijo sinceramente eso. Le agradecí. Era un muro que había pintado con un rojo furioso. Sé que mi trabajo, a pesar que se considere lúdico y didáctico, puede ser bastante agresivo con el soporte. Ahí reside la tensión”.
Hace poco fue curador en jefe del MAC, que es una de las ferias comerciales de arte más prestigiosas del país. Eso, dice, lo sacó de un estado de confort. “Siendo yo del palo autogestivo fue un desafío bravo, porque entré en un espacio que es recontra comercial, incluso académico. Y después vino la propuesta de Casa Naranja para que haga una exposición. No tengo un particular interés en los museos, mi campo es la ciudad, ni siquiera la calle. Problematizar la praxis es lo que más me gusta. Mi obra me supera y yo soy obediente con el camino que me marca".
En 2017 Elian Chali le ganó una demanda judicial a una aerolínea británica. En un caso con pocos precedentes, la instancia comenzó cuando la empresa usó, sin respetar los derechos de autor y para una publicidad propia, una serie de imágenes de murales del barrio londinense de Shoreditch, entre los que figuraba uno que Chali realizó con su colega puertorriqueño Alexis Díaz.
“A veces un trabajo opera en un espacio pequeño, para que observen cinco, seis personas. Otras veces se activa en el barro, en la calle, u otras en una galería de arte. No me cierro a una forma y no soy quién para decirle a nadie lo que tiene que hacer, eso sería reaccionario. Córdoba me parece menos hostil que muchos lugares, como el miedo que hay en el terrorismo en Francia. O en Estados Unidos, donde hay un control extremo del espacio público. En Brasil el consumo de crack es totalmente agresivo y eso diseña una forma de ciudad, con el hambre en los tobillos, como también hay espacios comunitarios de resistencia desde lo minúsculo que tienen la fuerza de cambiar un territorio. Mi arte está en el medio de todo ese quilombo”.
Hace unos años, en Polonia, una vecina le llevaba una taza de café y un vaso de vodka a las diez de la mañana, cuando arrancaba su rutina de trabajo en un mural. “No lo podía rechazar, me subía chupadazo a la grúa”, dice, y recuerda que en otras ocasiones los vecinos también lo han insultado, disconformes con su obra. “Me expongo para eso, las malas experiencias son las que suelen cultivar más.
Escribe poesía y ensayos, le interesa la fotografía. “La obra, para mí, reside en la idea, no tanto en su forma. La inspiración no existe. Ser artista tiene que ver con mi persona, no es una profesión. Es un martirio que se padece muchísimo, la cabeza no para, pasé tiempo sin poder dormir, el estrés me quemó varias veces. Pero estoy agradecido de padecerlo y no que el mundo me resbale y lo ignore. Con el arte lo que hacés es abrirte el pecho, clavarte un cuchillo y exponerte al mundo. Es tan vulnerable, un ejercicio durísimo. No es un camino feliz el del arte, y eso que tengo el privilegio de vivir bien de esto”.
Ahora prefiere no subirse a elevadores de 40 metros para crear sus gigantescas obras: "Hoy por las dimensiones de mi trabajo planifico otra estrategia, pero nunca lo vivo como una desconexión. Pienso la idea y estoy al tanto de todos los detalles. Siempre hay un trabajo fino de planificación previa tomando lo digital como herramienta. La ciudad ya te lo da todo, sólo hay que observar y después proponer en base a ese contexto donde va a estar la obra”.
-¿Y cuál es el lugar del arte y de vos como artista en la sociedad actual?
-Trato de ir a la grieta, y entender que uno opera sobre una realidad de desigualdad brutal. No me gusta la idea de la coherencia en el arte. La exigencia de coherencia para con el otro termina siendo una moralina. Me pienso como un trabajador que vive de lo que hace. A mí si me dan libertad y respetan mis condiciones, voy para adelante. Siempre y cuando el proyecto se encuentre en los márgenes éticos que me muevo. No podría pensar un arte para abstraerme, como dice el cineasta Cesar González “yo hago arte para enterrarme en la realidad”.
Dice que nunca trabajó de otra cosa que como artista. Sus proyectos en el exterior surgen de invitaciones: desde una organización social a un grupo de arquitectos. Consciente de sus contradicciones aclara que elige no trabajar con grandes corporaciones, salvo que el proyecto lo merezca por alguna característica en particular.
Vive cuatro meses al año en Córdoba, el resto se la pasa viajando. Elian Chali se ríe de sus enredos mentales, de sus tintes verborrágicos. Dice que a veces no se soporta. Luego revisa su celular, no para de contactarse con nuevos espacios. “Creo en la solidaridad, en la construcción de redes con colegas. En un espacio urbano podés trabajar con una cooperativa, con un ayuntamiento, con un grupo artístico. Soy inquieto. Apenas siento que pertenezco a algo, quiero saltar a otra cosa. Me gusta aquel que surfea hacia otros espacios en vez de hermetizarse en un contexto congelado. Considero que no soy un artista talentoso, pero sí un empecinado. Esa fuerza de la convicción me ha traído hasta acá y no lo considero poco”.
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