Sofía Tramazaygues era una estudiante universitaria del interior viviendo en La Plata y estaba buscando un trabajo que le permitiera mantenerse. Sin embargo, las posibilidades para una chica de 22 años eran todas de muchas horas y poca plata, “salvo la del trabajo sexual”: “¿Por qué no?”, pensó cuando otra chica le contó cómo era. Ahora tiene 26 y dice orgullosa: “Soy puta”.
Nicole Castillo tenía 7 años la primera vez que pensó que su mamá era prostituta. Creció en conflicto con eso, inventando muchas veces empleos comunes que pudieran responder a la inquisición que se repetía en la escuela y el barrio: “¿De qué trabaja tu mamá?”. Ahora tiene 24 y dice orgullosa: “Soy hija de puta”.
Nicole y Sofía no son amigas pero se cruzaron en algunas reuniones de AMMAR-Putas feministas, el sindicato que nuclea a más de 6.500 trabajadoras sexuales de todo el país. Ahora se reúnen para ponerle cara a un debate histórico del feminismo que, a partir del afiche de Jimena Barón, desbordó a la sociedad. También para posicionarse: “Queremos que el trabajo sexual deje de ser algo clandestino y estigmatizado y que haya derechos para las putas”.
Un abismo
Hasta que se mudó a La Plata y conoció a una trabajadora sexual, a Sofía no se le había ocurrido que esa era una posibilidad para ella. Tenía 22 años, había llegado a La Plata desde Rauch, provincia de Buenos Aires, para ir a la universidad y estaba estudiando Literatura.
Necesitaba un trabajo, como la mayoría de sus compañeras y compañeros de la facultad hijos de trabajadores. “Claro, así como en Rauch no se me ocurría que yo podía ser lesbiana, porque el único camino era el de la heterosexualidad, tampoco se me ocurría que podía trabajar de puta en vez de trabajar de camarera o en un negocio o en una remisería como trabajan mis viejos”, cuenta a Infobae.
Y dice que, cuando lo pensó, dijo: “Claro. ¿Por qué no?”. Después empezó a averiguar un poco más, se puso a leer notas de Georgina Orellano, la secretaria general del sindicato AMMAR-Putas feministas, y otras trabajadoras sexuales como María Riot. “Empecé a ver que eso era una posibilidad. Que yo podía ejercer ese trabajo. Y que si no se me había ocurrido antes era porque está rodeado de ese oscurantismo, de esta nube de clandestinidad que te hace pensar que nunca vos podrías ser eso”.
Entonces, Sofía vivía con amigas y no tuvo problema en plantearlo y debatirlo. Evaluó los riesgos y las contras. Lo pensó. Y se animó. “Había algo del sentido común que me decía: ‘es lo mismo que encontrarte con un pibe en Tinder’. O incluso es hasta más seguro, porque cuando vos trabajás, tenés mucho más explícitos los términos en los que vas a tener el encuentro que en una salida con cualquier pibe”.
La primera vez que fue a encontrarse con un cliente no dijo que era la primera vez. “Eso me hizo sentir más segura. Y ahí arranqué. Por supuesto que cuando ya tenés más experiencia, como en cualquier trabajo, la tenés más clara en un montón de cosas y en las condiciones o los términos”.
A sus padres se los dijo después de un tiempo. Y si bien fue difícil al comienzo, dice que pudieron entenderlo a medida que tuvieron más información: “Al principio mi mamá se preguntaba qué había hecho mal, pero de a poco empezó a leer notas, a saber, y hoy es la primera que viene a Buenos Aires a marchar conmigo y a levantar la bandera”. Al padre le costó un poco más: “Pero hoy también puede ver la cuestión machista que atraviesa la sociedad y dice que no hubiera sido lo mismo si era un hijo varón, que incluso él podría hablarlo, pero que con ella no puede”.
Hoy, cuatro años después de haber empezado a trabajar, dice que sigue eligiéndolo y que se ve haciéndolo por un largo tiempo. También trabaja como actriz en una obra de teatro que se llama Yira Yira, con otras dos trabajadoras sexuales, una de ellas trans. Dice que sabe que es “una privilegiada por ser blanca y cis –cuando la identidad de género se corresponde con la genitalidad biológica-, pero no es mayor que el privilegio para ir a buscar trabajo a una pizzería o a una oficina”.
También tiene claras las “contras” de su trabajo: la precarización, que la hay más que en otros rubros porque al no considerarse un trabajo todo sucede en la clandestinidad, y el estigma que hace que tenga que ocultarlo:
“Preguntas tan simples como ‘¿a qué te dedicás?’, que te las pueden hacer en cualquier lado, se convierten en un tema enorme. Y si bien yo milito esto y lo digo, a veces no tengo ganas de estar todo el tiempo militando la causa, porque sabés que, si lo decís, la conversación, el ambiente, toda la situación va a virar 180 grados”, cuenta. Aunque enseguida dice que eso, en todo caso, es lo de menos: “Después, la inseguridad que da no tener ningún amparo estatal. Y creo que esto es peor cuando sos puta y militante. Porque capaz si sos puta y no se lo decís a nadie, hay una cantidad de agresiones que no te pasan”.
Habla de una agresión que sufrió en el Encuentro Nacional de Mujeres de Chacho, donde le pegaron en la cara al grito de “Por tu culpa se llevan a las pibas”:
“A mí nunca me habían pegado y que eso me pasara ahí fue terrible. Hay mucha violencia desde adentro del feminismo con nosotras y no se entiende. Sí se entiende que haya mujeres que no lo eligieron y a las que les pasaron cosas terribles. Pero es muy difícil defender el trabajo sexual cuando del otro lado hay una mujer que dice que fue violada, torturada y secuestrada. Para algunas, yo no soy lo suficientemente puta como para hablar, porque no me cagué de hambre ni de frío en una esquina, ni fui tan pobre. Y a la vez me falta el doctorado en Harvard para discutir con las feministas teóricas abolicionistas. Ese debate anula mi experiencia, porque no soy víctima, y entonces yo no merezco derechos. Pero a la vez yo sí reconozco que vos deberías tener alternativas y el Estado tendría que hacerse cargo de eso”.
También sabe que no todas las mujeres en prostitución tienen las mismas condiciones de trabajo y por eso milita en AMMAR. "Yo tengo una vida de una chica de 26 años: juego, salgo, voy, vengo, hago videos, agarro el teléfono, arreglo una cita, voy a un telo, trabajo, vuelvo a mi casa. Si necesito más plata, trabajo más. Si estoy una noche sola y tengo ganas de trabajar, trabajo. Si tengo una fiesta, no trabajo”, resume. Y agrega: “En un punto es como cualquier trabajadora autogestiva. Tengo clientes habituales, algunos con los que me llevo mejor, otros no tanto. Tengo parejas con las que me llevo muy bien. Lo único es que no puedo tener una vida monogámica, pero sí parejas que acepten mi trabajo”.
Su militancia, dice, no es por sus necesidades, sino por las del colectivo al que pertenece. “Nosotras no militamos por nuestras urgencias sino por las de las compañeras de calle o las que están más desamparadas por esta falta de derechos laborales. Hay urgencias que no son las mías, lo sé, y en el sindicato militamos por esas urgencias, como en cualquier otro sindicato que se precie de ser piola”.
El feminismo y su mamá
No fue fácil para Nicole asumir que su mamá era una trabajadora sexual, como lo ve ahora. Creció sabiendo que era prostituta y, sobre todo, creció en conflicto con eso. “Para mí fue muy difícil, porque yo no tenía cómo entender el trabajo de mi mamá, porque mi mamá no podía hablarlo conmigo. Porque había todo un silencio alrededor de eso y yo lo único que sabía es que mi mamá hacía algo que estaba ‘mal’”, dice y resalta el “mal”.
Hace muy poco se animó a contar su historia por primera vez en Las Raras Podcast y en la Revista Anfibia. Ahí contó ese día crucial en el que, a los 10 años, su mamá le confirmó la sospecha y le explicó: “Armando (la pareja), es el hombre con el que yo estoy por amor, pero después estoy con otros hombres por plata”.
El enojo de Nicole en el momento se extendió con vaivenes durante toda la adolescencia y hasta le llevó un tiempo hablarlo en terapia. A sus amigas no se los pudo contar hasta mucho después. Incluso en 2015 fue sola a un taller de “Mujeres en situación de prostitución” en el Encuentro Nacional de Mujeres y tampoco pudo decirlo ahí.
En 2017, ya con 21 años, militancia feminista y siendo presidenta del Centro de Estudiantes de la Facultad de Psicología de la UBA decidió hacer lo que ella llama “la salida del closet de una hija de puta”: “Lo hice con un posteo en Facebook que decía ‘Mi mamá es trabajadora sexual’. Y lo hice ya con una posición tomada del lado de las putas”.
“Tanto las putas como quienes estamos en el círculo cercano, la familia y en especial las hijas, les hijes, vivimos todo en la clandestinidad: el estigma cultural que pesa sobre la prostitución, con todas las contradicciones de que por un lado se lo naturaliza como ‘el oficio más viejo del mundo’ pero, a la vez, se lo considera indigno, se lo criminaliza y se censura como un tabú. Yo viví inventando trabajos cada vez que me preguntaban de qué trabajaba mi mamá. Y creo que hay un desconocimiento y un desprecio de cómo esta clandestinidad destruye las vidas y los vínculos de muchas personas, de las familias, y por supuesto la subjetividad de les hijes”, dice Nicole, que sigue estudiando Psicología y ahora es secretaria general de la Federación Universitaria de Buenos Aires (FUBA).
Y recuerda lo claro que fue para ella, incluso antes de asumirse “hija de puta”, saber que el abolicionismo –que sostiene que la prostitución no es un trabajo y debe abolirse- no era una opción. “Nunca fui abolicionista, pero me parecía imposible en ese momento decir ‘soy feminista y mi mamá es puta’. Buscando afrontar eso llegué a ese taller abolicionista en el Encuentro de Mujeres porque aún no existían los talleres de las trabajadoras sexuales. Y fue lo peor que podría haber hecho: el abolicionismo es todo lo que no quiero ser como feminista”.
Lo recuerda como traumático, tanto que ni siquiera se animó a decir que era hija de una puta. “Lo que más recuerdo es que decían que las hijas de trabajadoras sexuales indefectiblemente iban a ser trabajadoras sexuales”.
Le llevó dos años más decirlo abiertamente. Y ahí se acercó a AMMAR y a las trabajadoras sexuales. “Pude entender el trabajo sexual desde una perspectiva feminista. Y hoy entiendo que este es un debate que es urgente que nos demos dentro del feminismo. Desde mi lugar de ser hija de, no de ejercerlo sino de mirarlo desde afuera, es la vida de cualquier otra trabajadora. Y en todo caso va a depender de cómo lo ejerza: o sea, una madre en cualquier trabajo puede estar, no sé, por decir algo, muchas más horas fuera de su casa que una trabajadora sexual. Ponele. Mi mamá maneja sus horarios… Puedo decir un montón de cosas, pero no es esa la discusión. Primero porque enseguida me van a decir que romantizo el trabajo sexual y después porque no se trata de decir si es mejor o peor que otro. Mi mamá lo eligió. Quiere derechos y yo la apoyo”.
Dice Nicole que nunca pensó en ejercer el trabajo sexual como su mamá. Y que su mamá le dijo que ella tampoco quisiera que fuera puta. “Yo lo sufrí y tuve que crecer para entenderlo. No se me ocurre para mí, pero entiendo a las que lo eligen”.
Una batalla legal y cultural
Nicole escucha con atención a Sofía y confirma lo que dice. Sofía agrega definiciones a lo que dice Nicole. Tienen historias diferentes pero coinciden en ponerse de uno de los lados del debate: creen que el abolicionismo no ayuda a nadie salvo a la clandestinidad y la clandestinidad es lo que condena a las putas y a las hijas –e hijos- de putas a vivir también bajo ese estigma.
“Las trayectorias de vida, edades, formas de trabajo de las putas que están en AMMAR son totalmente diversas pero todas tenemos algo en común: el estigma”, dice Sofía, y explica que son dos los frentes de lucha de AMMAR: los derechos laborales y la batalla cultural para desarmar esta idea de “lo terrible que es ser puta y, en nombre de eso, el silenciamiento de las vidas de las putas”.
Nicole coincide. Y dice que apoya la lucha por los derechos, pero dice que ella está poniendo su historia y su cuerpo desde su lugar de hija porque cree que hay una batalla cultural que es todavía más dura que la legal: “Lo peor es el estigma, es el imaginario social sobre las putas, y sobre las hijas y las familias de las putas también”. Y desarma el que considera un pilar de esa construcción: “Se apela mucho a la idea del ‘trabajo digno’ y parece que el único trabajo indigno es el trabajo sexual. Ponen los problemas del capitalismo en el trabajo sexual y no ven el resto. Eso es absurdo y está cargado de moralidad”.
“También se construye una imagen ridícula de los clientes: como si fuera un homúnculo que vive en la isla de ‘clientelandia’ y que llega con un látigo, y no tu hermano, tu papá, tu amigo, tu vecino -agrega Sofía-. Otra imagen es que siempre son varones heterosexuales y viejos que van a violar pibas. La pregunta que nos tenemos que hacer es ‘¿por qué una persona contrataría servicios sexuales?’. Y ahí tenés desde varones heterosexuales que tienen un mandato de rol en la sexualidad pero que tienen otro deseo, sea que le laman el pie o cambio de roles. Y tenés de todo. No es un tipo que te viene a coger”.
Nicole agrega: “Hay mucho de ese falso progresismo de apoyar a las putas pero creer que tu hermana o tu mamá, tu compañera de facultad o la mamá de tu compañera de facultad no puede serlo, porque no lo necesita, porque cómo lo va a elegir. Esa es la batalla cultural que hay que dar junto con la legal. Los derechos son necesarios pero no son suficientes”.
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