“La vida después de la esquina es una vida de posguerra. A los 55 años siento que soy una sobreviviente. Hay cosas que ya no puedo hacer: viajar en subte por ejemplo, porque si estoy en un lugar encerrada es como si alguien desde arriba mío no me dejara respirar. Por supuesto también tengo enfermedades físicas y psiquiátricas crónicas. Pero no solo por haber sido penetrada por miles de tipos, sino por haber visto lo que pasa en la calle. La vida de explotación de las prostitutas nos deteriora y nos deja secuelas hasta el final de nuestros días”.
Quince años después, a Delia Escudilla todavía la atraviesa el desconsuelo cuando comparte su historia con Infobae. Su historia es el drama de una mujer que, después de quedarse sin trabajo como empleada doméstica, mantuvo sola a sus tres hijos con el dinero que les cobraba a entre 12 y 15 hombres por tarde en un hotelucho inmundo de Constitución.
El origen
Nació en Chaco y a los 16 años se vino a Buenos Aires. No sabía leer ni escribir. A los 18 quedó embarazada y se casó. Después nacieron Noelia y Fabricio. Sus días dentro de la casa incluían aguantar las palizas del marido que vuelta y media llegaba borracho y descargaba su furia contra ella.
“Una Navidad casi me mata, delante de nuestros tres chicos. Me salvó un vecino. Y esa noche me prometí que no iba a dejar que me pegara nunca más. Le hice la denuncia, pero en la comisaría no me dieron bola y lo metieron preso por ebriedad. A la mañana siguiente, cuando lo soltaron, me dijo: `Hija de puta, cuidá de mis hijos porque si me entero que les pasa algo te voy a vaciar un cargador en la cabeza´. De alguna manera sus palabras me condenaron, porque fue lo que hice: criar y cuidar a mis hijos a cualquier precio, a pesar de mi propia vida”. Pasaron más de dos décadas de aquella frase, pero Delia se quiebra y llora. Otra vez. Una más. Las que le hagan falta.
Como jefa de familia aprendió el arte del rebusque, y se puso a cocinar churros, bolitas y pan casero que vendía en el barrio mientras sus hijos estaban en la escuela. Hasta que también le dieron ganas de estudiar, y en doce meses de clases aprobó los siete años de primaria con buenas notas y muchas felicitaciones.
“Eso me incentivó y me anoté en la secundaria. Pero en el medio pasó el estallido del 2000. Yo tenía un laburito por horas en Capital pero me dijeron que no me podían pagar más. Para colmo a mi hija se le rompieron las zapatillas y durante tres días no la pude mandar al colegio. En ese ir y venir me crucé a una vecina en la estación. Le conté que no sabía qué hacer. Recuerdo que sacó plata de su morral y contestó: `Yo soy yiro. Cuando quieras te llevo y te indico cómo es el trabajo, no podés seguir así´. A la semana nos subimos juntas al tren. Todo el tiempo las mujeres se prostituyen, pero con las crisis se sobrevalora más eso de salir a las grandes urbes a vender lo único que tenés: tu dignidad. Por el hambre, por la necesidad”.
Pobreza feminizada. Impacto de género de los colapsos económicos. En otras palabras: marginación, derechos vulnerados y la genitalidad de las mujeres como opción desesperada (e histórica) de supervivencia.
Caer en la esquina
De 12 a 18 horas. Los primeros tiempos obligaban a circular. La esquina “se gana”. Avenida Garay, Santiago del Estero, Salta. Las instrucciones fueron pocas: caminar y “poner cara de puta” hasta que aparezca un gil. “Yo pensaba en cómo sería la cara de puta. Muchos años después me di cuenta de que la cara de puta es la cara de una mujer pobre”.
En la jerga se llama “bautismo” al sexo pago del primer cliente, pero también se bautizan las “identidades putas”. “Elegí ser Anita, era mi personaje. Delia estaba como adormecida, asqueada. Pero Anita era fuerte. Después de tres años y pico de prostitución conocí a las chicas del sindicato de trabajadoras sexuales. Empecé a participar en las asambleas, a tomar la palabra, me gustaba que me aplaudieran, que las compañeras me hicieran preguntas. Anita se sentía empoderada”.
Delia va mezclando pronombres durante su relato. A veces habla de Anita en primera persona. Muchas otras parece alejarse y la recuerda como un ser ajeno, la historia de una otra que no tiene nada que ver con ella. “Me costó años sacar a Anita de mi vida. Tenía a la puta incorporada. Por ejemplo una vez, llevaba largo rato cuidando personas enfermas cuando en un viaje a Capital un hombre en el tren me preguntó cómo me llamaba. Le respondí Anita. Aún lejos de la esquina, Anita estaba viva y tenía que matarla”.
Mientras pasaba las tardes en Constitución, por las noches Delia estudiaba. En ocho años, cursó el secundario, se recibió de Acompañante Terapeútica (AT) y terminó Psicología Social en una escuela de Monte Grande. Tres veces a la semana llegaba a su casa a las once, justo para acostar a sus hijos y revisar los cuadernos. Los otros días podían cenar y mirar tele juntos.
“A medida que avancé en mis estudios empecé a mirar, a entender lo que pasaba en la esquina. Dejé de considerar que lo que hacíamos era un trabajo y me harté de las capacitaciones del sindicato para aprender a darle placer a los penes de diferentes tamaños. Porque no solo vivía mi vida, también veía la vida de las otras mujeres. La de una niña en situación de calle dejándose coger parada por plata. Y nadie hacía nada. Yo tampoco hacía nada, estaba inmersa en ese submundo donde vale todo. O la mujer sordomuda con otra nena esperando un putero. O la vieja que se prostituía para darle de comer a cinco nietos, porque sus hijos y nueras estaban presos por drogas. O mi amiga Érika, que a los 36 años murió porque le explotó la cabeza después de que un cliente la hiciera sangrar por todos lados”. Delia repasa los días como Anita y llora. Otra vez llora.
“Me expuse a situaciones muy peligrosas, porque nos volvemos animales. Una vez, me buscaron cinco muchachos que estaban trabajando en una obra en construcción. Fui sola y los atendí a los cinco, parada, agarrada de una pared, con el cuerpo temblando y ellos penetrándome por atrás, uno por uno. Me pagaron 20 pesos cada uno. Ese día hice buena plata, pero llegué destruida a mi casa: me dolían las piernas, los brazos, la cintura, los puños los tenía cerrados de haber hecho tanta fuerza. Después pensé en que me podían haber matado. ¿De cuántas cosas tremendas me salvé?”.
El tiempo en una esquina se soporta con otro nombre y muchas drogas. De las legales, como mínimo: ibuprofeno, diclofenac, diclogesic, corticoides, tramadol, morfina. Por boca, pero también inyectables. Y existe un circuito rojo armado alrededor de esas esquinas: hoteles, tres o cuatro farmacias juntas, el santero que vende productos truchos para atraer hombres, la abortera. Todo un entramado a disposición de la enorme industria del sexo.
“Con los años por la gastritis ya no podía tomar nada, entonces me compraba y colocaba sola las inyecciones. De hecho tengo un montón de nudos en la cola por ponerlas mal. Nos drogábamos para apaciguar el dolor físico y de alguna manera el dolor emocional. El dolor que no se ve pero que está presente todo el tiempo”.
Colgar la cartera
Un fin de año de mucho calor, esperando “clientes”, Delia sintió que se moría. La angustia la paralizó. Sus piernas temblaron y no lograban sostenerla parada. Pánico. Una tristeza profunda le tomó el cuerpo. No recuerda cómo pero sabe que apareció en el Hospital Argerich pidiendo que por favor la atendieran porque sino se iba a matar.
“Lo que me acuerdo bien es que hablé durante horas y horas con una doctora. No sé qué le conté pero nunca me olvidé de lo que me dijo: `Veo en usted una buena cepa y va a salir de esto como salió de un montón de otras cosas. La voy a atender siempre yo y va a tener que hacer lo que le digo. Si decidió salir de ese lugar, no vuelva más'. Desde ese día no pisé otra vez la esquina”.
Las primeras semanas Delia necesitó ayuda para el suministro de la batería de remedios que le recetaron en el hospital. Después ya pudo cuidarse sola. Empezó a coser muñecos y ositos para vender en la iglesia de su barrio. Y fue mejorando. Consiguió trabajo como acompañante terapéutica. Arregló su casa. Los hijos crecieron. Hasta se animó a invertir dinero en mercadería para revender como mantera en Tristán Suárez.
Una posición tomada
La semana pasada la artista Jimena Barón promocionó su nueva canción “Puta” con afiches que simulaban los papelitos de oferta sexual pegoteados por toda Buenos Aires. Le siguió además el posteo de una foto en sus redes sociales junto con Georgina Orellano, Secretaria General de la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (AMMAR), que se posiciona desde el trabajo sexual (no la prostitución). Y la polémica estalló. El tema genera revuelo acá y en el mundo, y hace que posiciones distintas se vuelvan irreconciliables.
Desde 1936 Argentina se declara explícitamente abolicionista a partir de los tratados internacionales firmados y ratificados. Esto supone respetar el ejercicio de la prostitución de manera individual, por considerarla víctima de un sistema prostituyente, pero reprimir y sancionar penalmente al proxenetismo, es decir a quien promueva, facilite o comercialice la prostitución ajena.
Delia, que el año pasado publicó el libro “Violación consentida: La prostitución sin maquillaje, una autobiografía”, defiende los argumentos abolicionistas con su propia vida:
“Cuando dejé la prostitución me sentía más entera, pero a cada rato lloraba. Con los años, cuando encontré el feminismo y el abolicionismo, pude matar a Anita. Con el feminismo y el abolicionismo como bandera recuperé mi personalidad, pude volver a llamarme con mi nombre y apellido, escribir, sacar todo para afuera. Pude ‘romper mi caja negra’, como dicen algunas autoras. Empecé a luchar, y mi lucha es por las mujeres analfabetas, por las mujeres pobres, por las que no tienen acceso a vivienda, a educación, a salud, al trabajo. Pero también por las compañeras muertas”.
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