La primera noticia del fraude electoral disfrazado de patriótico la recibí de mi padre. En las elecciones de 1931 él tenía 19 años y votaba en La Tahona, Martínez, provincia de Buenos Aires.
Estaba en la fila. Se le acercó un policía con una fusta en la mano:
–Usted ya votó.
–No, agente. No voté. Estoy esperando…
–¡Usted ya votó! –y le pegó un fustazo en la cara.
Así fueron las cosas durante la Década Infame (1931–1943). Urnas llenas previamente, ciudadanos amenazados, matones a sueldo, tiroteos.
Tanto que Jorge Luis Borges, en una de sus charlas con Adolfo Bioy Casares, abundantes en sátiras, sarcasmos, ironías, le dijo:
–Muchos argentinos hemos muerto en esos terribles comicios.
El plan de la derecha conservadora ultra para perpetuarse en el poder –una tenaz manía argentina– fue bautizado con el hipócrita título de “Concordancia” por Agustín Pedro Justo –su primer presidente, período 1932–1938.
Una alianza política entre el Partido Demócrata Nacional (vulgo “los conservadores”), la Unión Cívica Radical Antipersonalista, y el Partido Socialista Independiente, liderada por tres presidentes hasta 1943: Agustón Pedro Justo, Roberto Marcelino Ortiz y Ramón Castillo; éste, en reemplazo de Ortiz, muerto en 1942, en pleno mandato.
Su génesis: sostener la candidatura a presidente de Justo, su creador, y tumbar a la dictadura del general José Félix Uriburu (llamado Von Pepe por su admiración hacia Alemania y Adolf Hitler; éste, camino ya a la Cancillería), que había derrocado a Hipólito Yrigoyen, proscripto a los candidatos de la Unión Cívica Radical e inaugurado el fraude electoral y la violencia política.
La Concordancia duró hasta el 4 de junio de 1943, fecha del golpe militar que derrocó a Ramón Castillo, inspirado por el GOU (Grupo de Oficiales Unidos): Juan Domingo Perón empezaba su marcha hacia el poder.
Pero mientras duró, repitió el fraude electoral que el país conoció entre 1880 y 1890, vicio que Roque Sáenz Peña intentó eliminar con su Ley de Voto Secreto y Obligatorio: 10 de febrero de 1912. Y que la Concordancia usó a troche y moche con un subterfugio miserable: lo llamó “fraude patriótico”… y lo justificó como una defensa de los intereses del país. Sin duda no leyó la célebre sentencia del doctor Samuel Johnson (1709–1784), gigante de las letras inglesas: “El patriotismo suele ser el último refugio de un canalla”.
Por supuesto, se opuso duramente a la Ley Sáenz Peña, y en la práctica volvió al viejo régimen del voto cantado. ¿Qué era? Veamos.
La primera ley electoral data de 1821. Sufragio universal masculino y voluntario “para todos los hombres libres de la provincia de Buenos Aires”. En la práctica, cero: en el campo, la mayoría ni siquiera se enteraba que había comicios. Tanto, que en las primeras, sobre una población de 60 mil almas, ¡solo votaron 300!
Luego, en 1857 y según la Ley 140, el voto pasó a ser masculino y cantado. El país se dividió en 15 distritos electorales. Cada votante emitía lista completa, de modo que la más votada lograba todas las bancas y los cargos, y la oposición quedaba desnuda.
Además, el voto a viva voz (cantado) le causaba graves daños al ciudadano: si no apoyaba al caudillo de su circuito, podía perder desde el empleo hasta la vida.
Un fraude escandaloso que incluso relató Domingo Faustino Sarmiento en una carta a su amigo Domingo Oro a propósito de las elecciones 1857, en las que fue electo senador: “Nuestra base de operaciones consistió en la audacia y el terror (…) Establecimos varios depósitos de armas y encarcelamos a unos veinte extranjeros complicados en una supuesta conspiración (…) Algunas bandas de soldados armados recorrían de noche las calles de la ciudad, acuchillando y persiguiendo a los mazorqueros (…) Fue tal el terror que sembramos, que el día 29 triunfamos sin oposición”.
Como se advierte, el fraude fue desde el principio una maldita pasión nacional. Y la Concordancia no tardó en abrazarla con argumentos elitistas que erizaban la piel… Por caso, Carlos Ibarguren, intelectual con altos cargos durante los gobiernos autonomistas anteriores al triunfo de Hipólito Yrigoyen (1916), defendió así la necesidad del fraude como sistema: “las mayorías argentinas, por su reciente incorporación al país, no se han consustanciado con la esencia de la nacionalidad. Viven una minoría de edad. Son arrastradas por los demagogos. No analizan los deberes inherentes a ese derecho que se les ha otorgado. Necesitan una tutela”.
Y no menos escandalosos fueron los argumentos de Manuel Fresco, gobernador de la provincia de Buenos Aires entre 1936 y 1940: “El fraude impide el regreso de las masas entregadas a la demagogia y el poderío indiscriminado del número”. Clara alusión a la necesidad del voto calificado. Un verdadero fresco.
Pero si fue una década sucia, una ciénaga política, no fue menos castigada en la vida cotidiana. Porque la Argentina, en el umbral de los 30, con apenas 12 millones de habitantes y en el sexto lugar de los países más ricos, empieza su tobogán el 29 de octubre de 1929 a las 10 de la mañana, hora de Wall Street, la vía regia del dinero.
Se derrumba la Bolsa, arrastra y sumerge la economía de muchos países, en pocos meses la producción global del mundo capitalista cae ¡un 42 por ciento!
Entre 30 y 50 millones de desocupados se lanzan a la calle en busca de un dólar, una libra, una corona, un florín o un mango criollo (2,40 por dólar en ese momento).
La penuria hace escribir a Raúl Scalabrini Ortiz: “El porteño es un marino. Buenos Aires es un enorme barco inmóvil que está varado en la vida”.
Y en esta Tierra Prometida empieza a cabalgar la mishiadura, pero sin perder del todo el humor.
Tita Merello canta “Dónde hay un mango, viejo Gómez / los han limpiao con piedra pómez”. Un cronista del diario Crítica teclea este réquiem: “Entre el mangazo y las mínimas tramoyas mensuales, el argentino medio repta por el ardid, el prestamista, la exasperación, el cinismo imaginativo y la pobreza humillante”. Y por la radio suena –y se pone de moda– este himno atorrante del bolsillo agotado: “Rosalía, Rosalía / hay que hacer economía. / El dinero se termina / suspendé la permanente / el esmalte de las uñas / y olvidate de la gente”.
Lentamente, el país salió de la brutal crisis. Pero la restauración económica no dictó mejores prácticas electorales. Y cuando no hubo fraude y el voto popular sostuvo a Hipólito Yrigoyen y al radicalismo entre 1916 y 1928, en los sectores ultra conservadores se encendió la alarma.
Como bien escribió Borges en un poema, “El corralón ya opinaba: Yrigoyen”. Y la voz del corralón era un peligro para sus altos intereses.
Más que suficiente motor para propiciar el primer golpe militar (6 de septiembre de 1930, Uriburu), y para reinagurar el fraude.
El 8 de noviembre de 1931, en un grosero simulacro de elecciones, con la oposición en la cárcel y la Ley Sáenz Peña convertida en un cadáver, Agustín Pedro Justo fue elegido presidente venciendo a la fórmula Lisandro de la Torre–Nicolás Repetto.
Y esto publicó el diario socialista La Vanguardia: “En su afán de ‘superarse’ y ‘robar’ la elección, los presidentes de mesa sumaron en algunos casos todos los sobres enviados por la Junta Electoral, poniendo dentro otras tantas boletas oficiales. Ha sido tan grande la torpeza de esos presidentes sin escrúpulos, que luego de meter 300 votos en la urna, recién leyeron que en la mesa sólo votaban 260 o 280”.
Fin de la dictadura de Uriburu, principio del gobierno fraudulento de Justo, y generales aplaudiendo: admitieron que hubo fraude, "pero patriótico, para salvar al país de la chusma radical".
Vicio que se prolongó y duplicó sus artes: amenazas a los votantes, secuestro de las libretas de enrolamiento, falsificación de las actas comiciales, cambio de urnas entre gallos y medianoche. Un récord de escándalo que llevó al sillón de gobernador de la provincia de Buenos Aires a Manuel Fresco, y que el embajador de los Estados Unidos calificó como "la más burlesca y fraudulenta contienda electoral jamás realizada en la Argentina".
El panorama, en adelante y hasta el golpe militar del 4 de junio de 1943, fue desolador.
Trampas de todo tipo. Votaron hasta los muertos. Se quemaron urnas. Se falsificaron padrones. Se duplicaron o triplicaron boletas a vista y paciencia de los ciudadanos. En el campo, coto de caza de algunos estancieros que imaginaban al país como su propiedad privada, como una extensión invisible de sus alambradas, la mayoría de los peones veían confiscadas sus libretas: eran retenidas por sus patrones y usadas a dedo: se repartían entre gente de confianza.
Federico Pinedo: “Fue tal la violación del sufragio en 1932, que más que de fraude corresponde calificarlo como denegación del sufragio. No hubo, en las elecciones de ese año y en otras posteriores, engaño ni ocultación de la verdad, sino ostensible cambio de los resultados electorales por otros”.
Las últimas elecciones históricamente limpias fueron las que llevaron a la presidencia a Bartolomé Mitre (1862–1868), Domingo Faustino Sarmiento (1868–1874) y Nicolás Avellaneda (1874–1880).
Desde ese punto, casi sin error, la luz volvió el 24 de febrero de 1946: día de las elecciones que llevaron a la Casa Rosada a Juan Domingo Perón.
El fraude tuvo su apogeo en la Década Infame, es cierto. Pero la tentación, la puesta en marcha y la concreción vienen desde mucho antes.
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