“Nosotros somos como abogados del diablo. Pueden venir las monjas a decirnos que tal persona es una santa, pero necesitamos pruebas, y las buscamos”, cuenta la doctora Adriana Mendía, que tiene un oficio muy particular, casi único: exhuma los cadáveres de quienes aspiran a ser santos o beatos, constata si esos cuerpos muestran signos sobrenaturales, o permanecen incorruptos a pesar de años de estar sepultados. Y estudia los milagros que, dicen, realizaron. “No cualquier curación lo es -señala-. Para ser milagro debe cumplir tres condiciones: que no tenga explicación científica; que sea inmediato, que no haya que esperar diez años, por ejemplo, que alguien se sane, y que sea perdurable en el tiempo, que no se cure hoy y mañana enferme de lo mismo”. Una labor que lleva a cabo en el mayor de los secretos, y que hoy revela para Infobae.
“Antes todo lo hacía Roma, y era muy caro, porque cada paso hay que pagarlo -advierte la doctora-. Hasta que Juan Pablo II determinó que los primeros estudios se hicieran en el lugar donde actuó el postulado. Se hizo más barato y cómodo proponer que alguien aspire a la santidad. Pero la decisión final siempre está en el Vaticano, en la Congregación para la Causa de los Santos, una de las nueve de la Curia Romana, donde actúan médicos, filósofos, teólogos y hasta geólogos. A veces piden cosas que aquí no existen. Para Europa, 200 años puede ser una semana, hay archivos. Pero para nosotros, es toda nuestra historia”.
Llegar a la santidad no es sencillo. Quien sea postulado debe someterse a un riguroso análisis. Y los pasos para alcanzar esa gracia son cuatro. El primero es ser considerado Siervo de Dios. Para eso, el postulador de la causa (por lo general son monjas o sacerdotes de la congregación a la que pertenecía) y el obispo Diocesano deben comprobar que su vida haya sido virtuosa y ejemplar. En esa categoría hay 38 argentinos. El segundo escalón los ubica como Venerables. Para eso, se debe decretar que, además, esa vida haya sido heroica. Seis compatriotas ostentan ese privilegio.
Los dos siguientes pasos dependen de un milagro. Y no es un juego de palabras. Para ser Beata, la persona debe haber obrado uno. Son ocho los nacidos en esta tierra que superaron ese umbral. Y por último, se llega a ser Santo sólo si los milagros comprobados son por lo menos dos. Exactamente igual que el número de argentinos que alcanzaron esas alturas.
“Todas los casos de beatificación comienzan por mí -explica Mendía-. Cuando el Vaticano aprueba la causa hay que exhumar el cuerpo y ver si hay algún signo sobrenatural. Se describe cómo estaba conservado y si puede corresponder a la época que vivió esa persona, porque uno no sabe con qué se va a encontrar. Luego quitamos dos reliquias del cadáver: se llaman ex ossibus. Una se envía a Roma y otra se guarda en una ampolla de vidrio que se ubica junto al cuerpo. También se coloca una segunda ampolla de vidrio con algún objeto que demuestre el momento en que se hizo la exhumación. Por ejemplo, el diario del día, o algo contemporáneo: hace 20 años era un casette, hoy será un pen drive”, relata.
El tema de las reliquias no es menor. Cuenta Mendía que hay tres categorías: “Las de primera son las que se sacan del cuerpo, en general huesos o ropa del santo. Las de segunda son los Rosarios y estampitas que tocan el cuerpo, y son las que llevan los invitados que la Iglesia autoriza a presenciar el acto. Y las de tercera, las estampitas o rosarios que, a su vez, toman contacto con las reliquias de segunda. Esto se hace para despertar las devociones hacia esa persona, con la consecuencia lógica de una mayor probabilidad que exista un milagro causado por ella”.
La Argentina tiene dos compatriotas en lo más alto del santoral católico. El 21 de noviembre de 1999, el Papa Juan Pablo II canonizó a Héctor Valdivieso Sáez, que nació en Buenos Aires y a los cuatro años se trasladó a España, donde murió en 1934, a los 23 años, fusilado en Turón junto junto a ocho hermanos de las Escuelas Cristianas en la llamada Revolución de Asturias, previa a la Guerra Civil Española.
Pero más cercano en el afecto popular, sin dudas, está José Gabriel del Rosario Brochero, el Cura Gaucho. El 16 de octubre de 2016, en una ceremonia que se llevó a cabo en la Plaza San Pedro del Vaticano, el Papa Francisco lo proclamó Santo.
Brochero se ordenó sacerdote el 4 de noviembre de 1866, y cumpló su misión pastoral en el valle de Traslasierra, Córdoba, en una época en que esa región sólo contaba con diez mil habitantes dispersos entre la serranía. Para la unción de este verdadero “pastor con olor a oveja”, que murió de lepra el 26 de enero de 1914 a los 73 años, fue clave el rol que desempeñó el Sumo Pontífice.
En su caso, el proceso de canonización se inició el 17 de marzo de 1967. Seis años después, sus restos fueron exhumados en la capilla de la Casa de Ejercicios de Cruz del Eje, con la presencia, entre otros, del entonces Arzobispo de Córdoba, Cardenal Raúl Primatesta. Liliana De Denaro, perita médica de la causa de Brochero, recuerda que “los restos estaban en el piso, próximos al altar. Descubrimos una pequeña bóveda de ladrillos cubierta de cal, como se estilaba con los enfermos de lepra. Arriba tenía tierra y una lápida de mármol. En el 94, y para que todos lo pudieran ver, se lo trasladó a la pared norte de la Iglesia Parroquial. Dentro de una urna hay frascos que conservan las reliquias: secciones del cerebro y la espalda que se habían mantenido y eran reconocibles científicamente a través del tiempo”.
En Córdoba capital se tomaron 22 testimonios sobre la actuación de Brochero, y en Cruz del Eje, 39. Sobre el total de 61 testigos, y a pesar del tiempo transcurrido desde su muerte, 53 lo habían conocido directamente. También se estudiaron 340 escritos de su autoría. Juan Pablo II lo proclamó Venerable en 2004. Y ocho años más tarde, Benedicto XVI convalidó su primer milagro y lo consagró Beato. El protagonista del caso fue un chico cordobés, Nicolás Flores. El 28 de septiembre del 2000 en Falda del Cañete, Córdoba, y con un año de edad, se llevó la peor parte en un accidente automovilístico. Tuvo fractura de cráneo y pérdida de masa encefálica. Fue su padre, Osvaldo, quien invocó al Cura Brochero mientras el niño sufrió tres paros cardíacos, a los que sobrevivió.
Sandra Violino, la madre de Nicolás, escribió dos cartas a la Causa para la Canonización: “Había que estudiar la recuperación de mi hijo. Se preguntó al neurocirujano que lo operó si Nicolás evolucionaba de acuerdo a la ciencia, y me dijo que si éramos creyentes y habíamos hecho una promesa, que la cumpliéramos porque era un milagro”.
Para la canonización era necesario un segundo milagro. Una junta de siete médicos y el Tribunal Eclesiástico de Roma sentenció que Camila Brusotti, una niña sanjuanina que sufrió un infarto masivo en el hemisferio cerebral derecho debido a golpes propinados por sus propios padres, sobrevivió milagrosamente por intercesión de Brochero.
El doctor Carlos Alberto Rezzónico estudió ambos casos, y en su momento, a través de una carta, explicó: “En mi carácter de médico pediatra, por solicitud del Arzobispo de Córdoba, Monseñor Carlos José Ñáñez, intervine elaborando dos informes, el segundo dirigido al Cardenal Angelo Amato. Con Vicente Montenegro, neurocirujano que operó a Nicolás, sostuvimos ante el Tribunal médico de la Causa de los Santos que el niño superó un riesgo inminente de muerte por el trauma y la hemorragia. Su recuperación ulterior fue notable, pues su consecuencia del trauma hacía prever que quedaría en estado vegetativo”. En el caso de Camila,señaló: “Estando en estado crítico sus abuelos imploraron al beato para la curación. La niña despertó inesperadamente y obtuvo una recuperación en sus funciones motoras y psicointelectuales rápida y no esperada”.
También el Papa Francisco aceleró un expediente que durmió en el Vaticano durante casi un siglo. El 27 de agosto de 2016, sor María Antonia de la Paz y Figueroa, conocida como Mama Antula, fue consagrada Beata. La fiesta religiosa, en esa oportunidad, tuvo lugar en Santiago del Estero, y la encabezó el propio Cardenal Amato, enviado por el Papa. Nacida hacia 1730 en Silípica, un pueblo de esa provincia, después de la expulsión de los Jesuitas peregrinó, sola y a pie, hacia la Buenos Aires virreinal, donde enfrentó a la curia y fundó la Santa Casa de Ejercicios, que aún existe sobre la avenida Independencia de Buenos Aires, y fue donde Manuel Belgrano recibió la enseñanza de los Jesuitas.
La postulación de la Beata se encaminó en 1996, cuando Hilda Ledesma (madre superiora de la Santa Casa de Ejercicios) y el profesor Gerardo Di Fazio Lorenzo (secretario de Culto del Poder Legislativo de la Nación), convocaron a la postuladora de la causa ante el Vaticano, Silvia Correale. Di Fazio fue autorizado a revisar un sector de la Santa Casa que hasta es momento había estado vedado: el Armario Número 10. Lo que halló fue un cartapacio lleno de polvo, caído detrás de los estantes de ese archivo. Una vez abierto, descubrieron valiosa documentación sobre dos posibles milagros de Mama Antula: el de una religiosa llamada Rosa Vanina, de 1904, y el de un médico, el doctor Copelli, en 1947.
Mendía, que participó de este caso, explica que “la curación de la monja Rosa Vanina no tuvo explicación científica. Hizo una colecistitis, una inflamación de la vesícula que se infectó. Aún hoy, que hay antibióticos, es un cuadro de mucha gravedad. El doctor Sobre Casas, que la atendió, esperaba que su muerte se produjera en horas. Las monjitas que rodeaban su lecho se pusieron a rezar con una reliquia de Mama Antula -un pedacito de hueso- y le pidieron que intercediera. Al día siguiente, la monja estaba recuperada. El doctor Copelli, por su parte, tenía un pie totalmente torcido a causa de un accidente. Le rezó a la Beata y el pie se enderezó, pero la documentación era una perigrafía: una especie de radiografía que se hace con papel carbónico, pero no es tan exacta como para acreditar el milagro. No era prudente hacerlo”.
La exhumación se hizo en 1999 en la Iglesia de la Piedad, donde está sepultada. Allí, junto a Mendía, participó el doctor Néstor Botas “Cuando la Beata murió, la enterraron en el camposanto junto a la Iglesia, sin ataúd y vestida. Pensemos que era por el 1700. Para poder identificar el cuerpo le pusieron un tronco de ñandubay, que no se pudre, a modo de almohada. Las monjas sabían que había hecho milagros en vida, y que en algún momento la iban a tener que exhumar -asegura la doctora-. La nuestra fue la tercera exhumación y logró destrabar la causa de beatificación. Encontramos una urnita de madera de guindo, adentro había restos óseos, tierra, ropa, un lienzo, un pedacito de suela de zapato, y una tela blanca como de brocato, con pasamanería, de la anterior exhumación, ochenta años antes. No estaba bien conservado. Como habían trabajado sobre el cuerpo, el esqueleto no estaba completo, faltaban un montón de piezas. Pero ocurrieron dos cosas sobrenaturales: se inundó toda la Iglesia de un olor a madera verde, como si uno entrara a un aserradero, y los huesitos tenían unas incrustaciones brillosas, como si fueran figuritas con brillantina. Llamaba la atención. Se mandaron a hacer estudios por si eran de la tierra, algún mineral como mica, pero no se pudo identificar. Definitivamente hubo algo sobrenatural, sin explicación científica. Fue una señal. Después se tomaron dos reliquias, huesitos que estaban sueltos, y dejamos un diario y un cassette”.
Por estos días, Mendía estudia un milagro que puede convertir en Beata a la Madre Isabel Fernández, actualmente Sierva de Dios, a quien veneran todos los 28 de cada mes en la Iglesia del Instituto de las Misioneras de San Francisco Javier, que ella fundó en Villa Raffo, partido de Tres de Febrero. Nació en Málaga, España, el 26 de noviembre de 1881, pero pronto llegó a nuestro país, donde hizo su obra.
El estudio del fenómeno se enmarca en el más absoluto secreto. Apenas se sabe que se trata de una mujer de poco más de 60 años, que ingresó a un hospital de ciudad con fiebre prolongada y lumbalgia, que derivó en un cuadro de cáncer ginecológico. Se la intervino quirúrgicamente y se le practicó quimioterapia. La habían deshauciado y, aparentemente, se curó. Mendía es cautelosa: “Supongamos que le hicieron quimioterapia y se salvó; no es un milagro. Ahora, si me traen un centellograma en el que se observa que la quimio no la va a salvar, y luego muestran otro dentro de tres o cuatro años, y está limpio, podríamos hablar de milagro, porque no hay quimioterapia que salve cuando hay metástasis por todos lados”.
La exhumación, por pedido de las monjas de la Congregación, se hizo en el año 2006. “No hubo nada sobrenatural -admite Mendía-. Nos encontramos con que ese cajón ya había sido abierto. Tenía dos manijas diferentes al resto, y lo habían sellado con membrana de techo. El cuerpo no estaba entero. Había sido movido, yo me doy cuenta de eso. Restos blandos casi no quedaban. Encontramos ropas, huesos, y su pectoral, la cadenita con la cruz, que la tomamos como reliquia junto con la mandíbula, que estaba suelta".
El otro caso relativamente reciente donde trabajó la doctora fue el de la Madre Mercedes del Carmen Pacheco, también Sierva de Dios. Nacida el 10 de octubre de 1867 en Ciudacita, un pueblo de Tucumán. fundó la Congregación de las Misioneras Catequistas de Cristo Rey, que tiene misiones en nuestro país, Uruguay y Paraguay. Murió en Buenos Aires el 30 de junio de 1943. Su exhumación, a comienzos de este siglo, fue asombrosa.
“A pesar que no apareció ningún milagro, sucedió que cuando abrimos el cajón, que era para bóveda, de zinc y sellado, tenía las manos y la cara incorruptas. El cuerpo, si uno metía la mano entre las ropas para buscar, era puro líquido cadavérico. Como si la ropa hubiera hecho un envase. Con el correr de los minutos, la piel se le empezó a poner oscura, porque se empezó a oxidar por el contacto con el aire. Podíamos suponer que esa apariencia se debiera a la transformación que conocemos como saponificación, en la que el cuerpo, por las grasas, se convierte en una especie de jabón. Pero enterrado así no debería ocurrir, deberían existir otras condiciones de calor y humedad. Fue algo sobrenatural, y estamos a la espera de un milagro”.
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