“Era una mujer baja y de cuerpo bien formado. Una cara agradable; ojos grandes, claros, sombreados y bordeados por largas pestañas. Una nariz ligeramente respingada y boca grande, pero bien dibujada. Se expresaba con acento centroamericano. Su palabra era armónica; usaba términos precisos; ante cada pregunta hacía una breve pausa, como pensando el tiempo en que iba a pronunciar un ¡Oh!”. A la hora de dejar sus memorias escritas -quizá redactadas por alguna pluma amiga-, el comisario Evaristo Meneses no escatimó adjetivos cuando describió a Nelly Herrera Thompson.
No es que Meneses estuviera fascinado por la belleza de la mujer –antigua azafata devenida en una rara flor del hampa– sino por su papel protagónico en una de los robos más limpios y espectaculares de la historia argentina: el asalto a la Aduana de Ezeiza del tórrido domingo 15 de enero de 1961, cuando un grupo de ladrones, sin disparar un solo tiro, se alzó con un botín increíble de lingotes de oro y billetes que, al cambio de la época, se calculó en un millón de dólares.
El robo ocupó las primeras planas de los diarios y durante meses tuvo desconcertados a los investigadores. No se trató de un atraco improvisado: fue ideado y planeado por la ex azafata y su pareja, Saúl Lipsitz, hasta entonces dos ciudadanos comunes y corrientes de cuya existencia los expedientes policiales no tenían registro.
Sin embargo, ese robo fue una bisagra en la vida de Nelly y Saúl: casi 10 años después, en la mañana del 15 de septiembre de 1970, trataron de abrirse paso a tiros y escapar de una casa en el norte del Gran Buenos Aires donde la policía los tenía rodeados. Las crónicas de la época calculan en 200 las balas disparadas por los uniformados que, durante toda una noche, los habían instado a rendirse sin resultado. Thompson y Lipsitz se habían juramentado no volver nunca a la cárcel.
Para entonces, entre los cronistas de temas policiales, ya los habían bautizado como “los Bonnie and Clyde argentinos”.
Romance en “La Feliz”
Nelly Herrera Thompson tenía 26 años en el verano de 1959, cuando conoció a Saúl Lipsitz en Mar del Plata, en una noche de casino. Ella contaría después que fue un flechazo, que no pudieron despegarse desde el primer momento.
Pero la situación no era sencilla. A Nelly la habían despedido hacía muy poco de la aerolínea Pan Air de Brasil, estaba sin ocupación fija y se iba fumando la indemnización que había cobrado mientras pasaba los días entre el casino y la playa. Cargaba con un divorcio y una viudez: en su pasado estaban el brasileño Walter Montanha, de quién se había separado, y el norteamericano Jules Hensen, con quien se había casado después para quedar viuda a los cuatro días, cuando el hombre murió en un accidente aéreo.
Por su parte, Lipsitz tenía actividades en Buenos Aires, donde también tenía una esposa.
Entre 1959 y 1960, Nelly y Saúl tuvieron sus idas y vueltas. Se distanciaron más de una vez, pero la atracción los llevaba a reencontrarse siempre. En ese tiempo, Nelly conoció a José María Quevedo, un empleado de la Aduana de Ezeiza. Algunos creen que se trató de una relación por despecho con Saúl. Sin embargo, fue un vínculo que los dos utilizaron para poder maquinar el robo.
Es decir, en paralelo tenía la relación con Saúl y con el empleado de Aduana Quevedo. Si Saúl tenía esposa, ella también tenía derecho a hacer su vida. Es difícil saber si Nelly quería poner celoso a Saúl, o si ya tenían en mente el atraco, pero algo era seguro: el novio aduanero ya empezaba a hablar de casamiento.
No faltan motivos para pensar que la cabeza de Nelly comenzaba a vislumbrar en su futuro los lingotes de oro: Quevedo no solo le hablaba de amor, también le contaba infidencias de su trabajo, de los movimientos de la Aduana de Ezeiza. Quizá para darse importancia ante ella, le mencionó varias veces de la cantidad de moneda extranjera y de oro que llegaba en aviones para abastecer a algunos bancos y casas de cambio de Buenos Aires.
Tal vez el dinero –mucho dinero– fuera la solución para que el amor de Nelly y Saúl ya no atravesara turbulencias. O, al menos, eso pensaron.
Los preparativos del golpe
La idea de dar un golpe que los enriqueciera para siempre fue tomando cuerpo en las conversaciones de la pareja. La información que sin querer le iba dando Quevedo a Nelly -sumada a la que la ex azafata obtenía haciéndole preguntas “inocentes” a su novio aduanero- les permitió hacerse una idea muy precisa de los movimientos en los depósitos de Ezeiza. También de las fechas en que llegaba el dinero.
Solos no podrían dar el golpe, tenían que armar una banda. Esa fue la tarea de Lipsitz. Primero sumó a su primo Gabriel Kreda, a quién le encargó que dibujara los planos de Ezeiza con la información que Nelly le daba. También le encargó que una ruta de escape. Luego sumó a otros cinco cómplices: Ramón Toscano, Francisco Muraciole, Antonio González, Luciano Spataro y Javier Lorenzo. Algunos de ellos tenían experiencia en asaltos, aunque ninguno de la magnitud que tenía el que estaban proyectando.
Planificaron todo hasta el último detalle. Y todo tenía que ser sin disparar una sola bala. Sólo les faltaba saber cuándo dar el golpe. El dato lo obtuvo Nelly de Quevedo: el domingo 15 de enero habría en el depósito un importante cargamento de oro y billetes.
Cuando faltaba apenas una semana, ya tenían todo casi listo: habían alquilado un local en Ciudadela donde llevar el dinero después del robo; también habían comprado overoles en Copa & Chego, a los que Nelly les cosió el logo de Panagra, una subsidiaria de Pan American, para engañar a los serenos. Para entrar y salir sin problemas al aeropuerto, el 10 de enero robaron una camioneta a la que también le pintaron el logo de Panagra. Allí cargarían el botín.
Para evitar que la conectaran con el robo, el viernes 13 de enero Nelly Thompson se subió a un aliscafo que la llevó a Colonia y desde allí viajó hasta el balneario Atlántida, donde para quienes reparaban en ella era una mujer llamativa con ganas de tomarse unos días de vacaciones en soledad. Iba a la playa y al pequeño casino de Atlántida, donde deliberadamente se hacía notar.
Elemental: ella era la única pista que podrían seguir los investigadores en caso de que Quevedo fuera interrogado. Nelly tuvo la precaución de tomar sol en la playa Mansa de ese pequeño balneario el día en el que Saúl liderara el golpe.
El gran golpe
La noche del sábado 14 de enero encontró a Saúl Lipsitz tomando un trago en el bar del Aeropuerto Internacional de Ezeiza. Cuando supo por el altavoz que el vuelo señalado había aterrizado pagó la cuenta, salió con paso cansino y subió a su auto. Una hora después estaba en Ciudadela.
Allí lo esperaban sus cómplices con los falsos uniformes de Panagra y la camioneta lista. Se calzó su overol y condujo nuevamente a Ezeiza, con Toscano en el asiento del acompañante y los demás hombres en la caja. Por precaución, todos portaban pistolas calibre 45.
Pasaron sin inconvenientes el puesto de guardia y estacionaron la camioneta en la zona interna del espigón que daba a la pista. Sólo les quedaba esperar.
Entraron a la zona de depósitos a las cuatro y media de la madrugada del domingo y el plan funcionó con la precisión de un reloj suizo: sus uniformes engañaron a los serenos, que fueron reducidos uno por uno; sólo el último se resistió, pero lo pusieron a dormir de un culatazo.
En poco más de 15 minutos habían saqueado la caja de caudales y armado 15 bultos con los lingotes y los billetes. Los cargaron en carretillas y los subieron a la caja de la camioneta. Salieron del aeropuerto pasando por el puesto de guardia sin que nadie los molestara.
Al día siguiente, los diarios hablaron de “robo del siglo” y detallaron el botín, hasta entonces el mayor registrado en un asalto en la Argentina: 360 kilos de oro en barras Johnson & Mathey, 400.000 pesos, 200 cruceiros, 300 libras Elizabeth, 500 libras Elizabeth de oro, 90 monedas de oro (acuñadas con las imágenes de Ana Frank, Ben Gurion, Theodor Felds y Juan XXIII), 200 francos antiguos (destinados a coleccionistas), 20.000 marcos alemanes, 3.000 mexicanos de oro de un peso y 1.600 de dos pesos.
Después de dar el detalle, los cronistas simplificaban: era el equivalente a un millón de dólares.
Dos meses después, la caída
Al principio la policía no supo hacia dónde apuntar. Los investigadores no tenían una sola pista pero, para no quedar tan mal parados, inventaron algunas para exclusivo consumo de la prensa: señalaron a los ladrones y asaltantes más famosos de la época, pero sin ninguna prueba para detenerlos.
Durante dos meses, los ladrones se dieron la gran vida sin que nadie reparara en ellos. Nelly, ya de vuelta de Uruguay, se fue con Saúl al lugar donde habían iniciado su romance. En Mar del Plata pasaron unos días felices y, al regreso, ella hizo un viaje a Brasil, mientras que Saúl tenía en mente hacer algún negocio vinculado a la joyería. Muraciole se compró una casa y el resto también hizo algunos gastos.
El dinero en efectivo no conducía a los sabuesos a ninguna parte. Lo que perdió a los ladrones fue la necesidad de reducir los lingotes de oro, imposibles de vender tal como estaban.
La Policía Federal puso al frente de la investigación al temible comisario Meneses, quien tenía informantes por todos lados. Las joyerías del centro porteño, especialmente las de la calle Libertad, siempre tenían algún colaborador de la Federal. Era un lugar donde muchos pistoleros reducían relojes, anillos o pulseras que robaban. Esto era algo mayor: pero en esos comercios había en venta balanzas de precisión y alguna que otra laminadora para oro.
Meneses no demoró en obtener dos pistas. La primera fue que un comerciante de la calle Libertad llamado Isaac Vigelfager estaba vendiendo oro a 5 pesos por debajo de la cotización. La segunda fue, justamente, la venta de una laminadora de oro y una balanza de precisión. Meneses encontró la laminadora en los fondos de un local de Corrientes al 3000, donde los ladrones la habían instalado para reducir los lingotes.
Para mediados de marzo de ese 1961, a menos de tres meses del espectacular atraco, estaban todos presos. Por sus propios errores, encandilados por el oro.
Las memorias de Meneses
En sus memorias, Meneses cuenta que cuando detuvo e interrogó a Thompson, la mujer confesó rápidamente. Y que le preguntaba una y otra vez:
-¿Cuánto tiempo voy a estar presa?
Y prometía:
-Cuando salga, va a ver que me voy a rehabilitar por completo.
A Lipsitz, Meneses le preguntó qué lo había llevado a planear el golpe. La respuesta desconcertó al comisario:
-Fue por necesidad.
Acribillados como Bonnie and Clyde
El robo había sido limpio, no habían matado a nadie y las condenas no fueron grandes. Meneses hizo saber algo venenoso: incriminó a Saúl y Nelly en haber brindado información para detener al resto de la banda. El recurso de acusar de traición por parte de los sabuesos resulta muy útil para las investigaciones y muy dañoso para quienes son señalados como delatores.
Para mediados de 1963, Nelly Herrera Thompson y Saúl Lipsitz estaban en libertad condicional.
La policía decía haber recuperado todo el botín. Nelly y Saúl no tenían dinero. Ahí empezó otra historia. Decidieron dar nuevos golpes.
Pusieron la mira en los bancos y en los años siguientes asaltaron, según la policía, por lo menos cinco: dos en Buenos Aires, uno en el Conurbano, otro en Santa Fe y uno más en Córdoba. Ya no hacían gala de la prolijidad con que habían perpetrado el robo de los depósitos de Ezeiza.
Nelly y Saúl entraban a los bancos pistola en mano. En una oportunidad, en el tiroteo, murieron dos policías. Ahí fue cuando algún titulador de matutinos habló de “los Bonnie and Clyde argentinos”.
A pesar de estar entre las personas más buscadas del país, pudieron evadir a la policía durante 7 años. Pero el cerco se iba cerrando.
Una denuncia anónima puso sobre aviso a la Bonaerense que posiblemente estuvieran escondidos en una casa de la localidad de Martínez, en la zona norte del Conurbano.
La noche del lunes 14 de septiembre de 1970, la policía rodeó la casa -donde estaban ambos junto a José Carrizo– y los conminó a rendirse. Se armó una balacera. Con las primeras luces del día intentaron salir, pero no llegaron ni a atravesar el jardín: Lipsitz y Carrizo cayeron junto a la puerta; Nelly Herrera Thomson murió acribillada bajo un limonero.
Dos días después, la revista Así –que dirigía Héctor Ricardo García– publicó la noticia en su portada, con una foto de la mujer en formato gigante:
“Las pistoleras también mueren”, tituló.
Debajo, el semanario dirigido por García explicaba por qué esa mujer acababa de entrar los anales de la historia criminal del país:
“La primera mujer del hampa abatida a balazos”.
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