La historia que se cuenta en este libro ocurrió cuando «fiesta» era una mala palabra. Tan mala como aquellas que se refieren al «amor que no osa decir su nombre». Los diarios de la época evitaban escribir «homosexualidad» y sus derivados. Las noticias donde se aludía a ella eran siempre policiales: crímenes, delitos, hampa. Fiestas negras con finales desgraciados.
Cuando estalló el escándalo, en la primavera porteña de 1942, la prensa se dividió entre los que no se animaron a publicar más que un breve párrafo lleno de eufemismos y notas sensacionalistas ilustradas con fotos ficticias. El tabloide Ahora, controlado por militares nacionalistas que meses después derrocarían el gobierno del presidente Castillo, aprovechó el caso para atacar no solo a los conservadores sino a la democracia en sí. Democracia significaba decadencia, corrupción, contubernio, amancebamiento, prostitución, sodomía y festichola.
«Misas bestiales» llegó a escribir el cronista de aquel tabloide al comentar las reuniones de «invertidos» celebradas en dos o tres departamentos de la ciudad de Buenos Aires. Sus anfitriones eran apellidos sonoros, ilustres, vinculados a un poder gobernante que para el próximo invierno desaparecería del mapa político.
En los cafés, en los despachos y hasta en las casas de familia se hablaba en voz baja de orgías y de quienes asistían. Según se decía, concurrían políticos, ministros de la Corte Suprema, algún obispo, militares, artistas de cine y del teatro de revistas, todo mezclado. Allí había «música calculada» y «baile de libélulas», según deja constancia el sumario judicial. Pero sobre todo, había fotos. Y un culpable por excelencia: Jorge Horacio Ballvé Piñero, joven de rica familia, fotógrafo amateur y, por supuesto, pornógrafo y satanista. Así al menos lo consideró su tiempo, como a un personaje salido de una novela de Joris-Karl Huysmans, uno de sus autores favoritos.
En el departamento de Ballvé Piñero no se celebraron las fiestas que quiere la leyenda. Era un pequeño bulín de soltero y no hubieran sido posibles. Las suyas eran reuniones más o menos improvisadas donde se escuchaba música, se bailaba «la conga» entre muchachos y se discutía sobre la guerra europea.
No había sexo grupal ni mucho menos orgías, como se sigue repitiendo.
Pero aunque Ballvé Piñero no las diera, esas «fiestas negras» de la leyenda parece que existieron —en otro lugar. Cuando la fiscalía presionó a los primeros detenidos para obligarlos a delatar invertidos, salieron a la luz otras «saturnales». Distintos testigos mencionan, por ejemplo, «una fiesta de “Travesty” —o sea un baile de disfraz (todas eran locas)» y otra dada hacia 1937 por un tal Barón Hell (el espía alemán Georg Helmut Lenk) en casa de Pepo Dose, un rico aristócrata porteño que tenía su palacio en la esquina de Avenida Alvear y Ayacucho, donde no faltó quien «se disfrazó de mujer y bailó una rumba». El Barón Hell fue preso, lo mismo el arquitecto Daniel Duggan, en cuyo coqueto departamento decó, en el Bajo porteño, hizo su celebración con marineros vestidos de árabes y un amigo de la casa que cantó y bailó «vestido de mujer con trajes de distintas épocas».
Quizá la más intrigante de estas parrandas sea la de un personaje con nombre improbable y no identificado por la justicia: Horacio Hercourt Zamborain. Se cuenta en el sumario que, por el año 1940, organizaba veladas picantes en su casa de la calle Perú, frente a la Facultad de Ingeniería, cuya sede quedaba entonces en el 222, es decir en el corazón de la vieja ciudad porteña.
Estas veladas son mencionadas por al menos dos testigos. Uno de ellos se explaya: se dice que en su casa hacía «cuadros vivos» famosos, en los que participaban jóvenes de ambos sexos; que por referencias del mismo [Hercourt Zamborain], sabe que los azotaba «sádicamente».
Agrega este testigo que «el nombrado Hercourt Zamborain se había hecho una depilación eléctrica y era una verdadera mujer». En cuanto a los «cuadros vivos» eran poses grupales más o menos artísticamente producidas, ya por entonces algo pasadas de moda. Se nos cuenta que estas escenas en la casa de la calle Perú fueron inmortalizadas por un artista del Estudio Fotográfico F. de Renoir, en Florida 566. Era un respetable negocio que retrataba niños, familias y artistas. Terminó siendo allanado a raíz de estas denuncias, en septiembre de 1942. No queda claro si estaba comprometido el estudio entero o si uno de sus fotógrafos, de apellido Prado, aprovechaba el prestigio de la firma para hacer unos extras. Prado cobraba precios exorbitantes para desplazarse hasta la casona de la Manzana de las Luces e inmortalizar aquellas escenas salidas de una nueva Arcadia.
Los desnudos fotográficos no eran novedad en Argentina. La postal erótica o abiertamente pornográfica, creada en París a fines de siglo XIX para un consumidor masculino y heterosexual, alcanzó entre 1919 y 1939 los veinte millones de copias, distribuidas desde Francia al mundo. Este enorme mercado fue capitalizado luego por fotógrafos de Buenos Aires. Hay que considerar que hacia el 1900 la zona alrededor de las calles Corrientes y Esmeralda era conocida como el Barrio Francés. Es donde estaba el music-hall Scala, dedicado al público francoparlante (sala que se convirtió luego en el teatro Maipo, tan central en la historia que contamos). Las cigarrerías vecinas eran las encargadas de distribuir aquel material fotográfico prohibido.
Tanto los fotógrafos como sus modelos eran generalmente anónimos. Con todo, hay excepciones. La investigación desencadenada por el caso de los cadetes conduciría a otros fotógrafos dedicados al tráfico de postales para público homosexual. Ya nos referimos a Prado y el Estudio Fotográfico F. de Renoir. Otro de ellos, conocido en el ambiente con el seudónimo de Gil, tenía un local en la muy visible avenida Callao. La policía averiguó que se trataba en realidad de Ítalo Sala Salas, español, quien ya había tenido problemas con la justicia en 1927 y en 1933. Terminaría procesado y condenado en el marco de la Causa Ballvé. Aquel mismo tabloide Ahora, en su número del 15 de diciembre de 1942, caracteriza al personaje de esta manera:
Ítalo Sala Salas, que reside desde hace 20 en el país, y que tiene 49. Lo llaman, por sus actividades, el «Fotógrafo Gil», y ocupa el departamento 29 de la casa de la calle Esmeralda 454 [frente al teatro Maipo]. Acreditó, en la secta, prestigio de distinguido, y es quizá de todos, el más amanerado, extravagante e imprudente. Se deleita si lo confunden con alguna mujer soñada, y se divierte cuando, posando en un balcón, durante la noche, los transeúntes lo confunden y lo creen una dama subyugante.
Ciertos deportistas —algunos tan famosos como el futbolista de River y líder popular José Manuel Moreno, alias el Charro— accedieron a «fotografías artísticas», aparentemente para estimular el cultivo de la salud física. El Charro Moreno posó para un fotógrafo profesional cuyo estudio estaba en el microcentro porteño, en la calle San Martín, si bien el retrato —un desnudo— no se comercializó. Menos de una década más tarde, las fotos de culturistas dieron origen en EE.UU. a un próspero negocio de venta de fotos por correo, más alguna publicación dedicada al cuerpo masculino. Otro motivo para la fotografía del género era el modelaje publicitario, real o encubierto. Un testigo de la causa que investigamos, indagado en relación a unas fotos secuestradas por la policía porteña, dice habérselas tomado en un local de Corrientes y Reconquista con el fotógrafo Gustavo Torlich, aclarando que Torlich necesitaba un muchacho que se prestara para unas fotografías de propaganda de unas camisetas.
Estos pocos nombres rescatados de un proceso judicial —Prado, Sala Salas, Torlich— corresponden a los pioneros de la fotografía de temática homoerótica en Argentina.
Ni siquiera la fotografía de cadetes fue invento de Ballvé Piñero. Poco antes del escándalo se exhibían algunas de ellas «en una vidriera de un negocio del ramo sito en la calle Corrientes al 1700 casi esquina Callao». No eran desnudos, sino modelos en uniforme, pero es curioso que se vendieran al público. Un álbum con varias de estas fotos se encontró en poder de uno de los detenidos en la gran redada, Ernesto Brilla, amigote de Ballvé Piñero y su introductor en el suburbio porteño y en el arte de «levantar cadetes». Adolfo Goodwin, otro amigo y compañero de la noche, testimonió que Eduardo Parada, contador del diario La Razón, tenía en su departamento el retrato de un cadete, no sabe si naval o militar, de nombre Marcelo, con una dedicatoria para él.
Constan militares de grados más altos expuestos en las vidrieras cordobesas: una foto «muy sugestiva» de un teniente coronel Villaverde estuvo en exhibición en un estudio fotográfico del centro de la ciudad de Córdoba, según el mismo Goodwin.
Si Ballvé Piñero no fue el primero en fotografiar cadetes desnudos, mucho menos fue un pornógrafo. Lo obsceno está más en los expedientes judiciales que en las fotos de Ballvé Piñero, tan satanizadas primero y tan fantaseadas después. A los ojos modernos no tienen nada de pornográficas: no hay escenas de sexo, ni siquiera hay erecciones. Son simples desnudos (y algunos ni siquiera eso), siempre masculinos. Su gran pecado fue fotografiar cadetes del Colegio Militar de la Nación.
Aunque las fotos de los cadetes fueron destruidas, uno de los legajos adjuntos a la causa conserva más de doscientas de civiles, la mayoría proletarios. Son retratos individuales, aunque hay alguna foto de dos o más personajes, siempre en actitudes inocentes. Los retratos son descarnados, frontales muchos de ellos, en poses espontáneas otros. No hay una intención «artística»: en eso recuerda al alemán August Sander (1876-1964), cuyos retratos dan la impresión de un registro etnográfico más que estético. Es la corriente conocida como fotografía directa. La diferencia principal es que mientras la obra de Sander documenta la sociedad alemana de su tiempo, la de Ballvé Piñero es un testimonio clandestino, de interiores. Su tema es el hombre joven, el cuerpo natural, apenas esculpido por el trabajo cotidiano. No hay pretexto para mostrarlos: ni salud o cultura física, al estilo de la beefcake magazine, ni la evocación histórica o bucólica a la Von Gloeden. Si se quiere, las fotos crudas de Ballvé Piñero —con sus muchachos de barrio, orgullosos de sus físicos de trabajadores, con sonrisas desafiantes— anticipan ese movimiento de masas que consolidó el peronismo, apenas tres años después.
Este libro es tanto una biografía de Ballvé Piñero como una crónica del llamado «escándalo de los cadetes», los modelos prohibidos que causaron su detención. También es la reivindicación de una obra fotográfica, si se nos permite llamar así lo que hasta ayer fueron las pruebas materiales de un delito. Reivindicación de lo poco que queda: el propio Ballvé Piñero quemó el material más comprometedor (las fotos de los cadetes) en vísperas de su detención por la policía. El fiscal Fernández Speroni pidió en su alegato de marzo de 1944 que «se proceda a la destrucción de las fotografías y libros pornográficos secuestrados». Todavía en 1952 se insistirá en la peligrosidad de aquel material: «Remítase al Arsenal de Guerra de la Nación los envases de rollos fotográficos que se encuentran reservados en secretaría».
Por fortuna, el Archivo Judicial de la Nación conserva aquel legajo casi exclusivamente compuesto de fotos, adjunto a la causa principal. Todas o casi todas ellas fueron maltratadas con números escritos con marcador sobre la imagen. Pero quizá esto sea una marca conveniente, porque nos recuerda la dolorosa historia de estas fotos.
Hoy, a casi ochenta años de tomadas y siendo bien probable que todos los modelos hayan muerto, es hora de que se las libere de su prisión. Las fotos de Ballvé Piñero no son criminales ni humillantes, no fueron obtenidas con engaño sino con la voluntad de sus modelos, todos adultos para la ley actual. Lejos del delito, esas fotografías constituyen una obra: son el testimonio de una época y una sociedad, además de una labor pionera —en el mundo— del retrato homoerótico. Ballvé Piñero no lo inventó, pero fue su mártir. Criado en París, regresó a la Argentina en su adolescencia para descubrir aquel universo que documentó para su propia ruina: el de la noche homosexual porteña, con sus circuitos de yiro, sus bares y sus cabarets (donde los «invertidos» asistían acompañados de sus «maridos»), los suburbios del hoy llamado Conurbano, con sus «chongos» y sus «locas». Son todas palabras que aparecen en los expedientes. Lo hizo de la mano de amigos mayores y otros de su misma edad, considerados luego por la justicia como una asociación ilícita. En cuanto al cargo de corrupción de menores, Ballvé Piñero fotografió a sus «levantes» —y se acostó con varios de ellos— siendo él mismo menor de edad. Pero alguien tenía que pagar la fiesta conservadora.
Sobre todo, este libro es la historia ignorada de una gran cacería homosexual ocurrida en la Argentina. La razia se llevó a cabo durante un período sumamente complejo: la transición entre el fin de la llamada Década Infame y el nacimiento del peronismo.
El contexto internacional aportó lo suyo, con una cruenta Segunda Guerra Mundial en curso y una Argentina aferrada a una neutralidad imposible. Su ejército —y la sociedad toda— estaba dividido entre aliadófilos (admiradores de Inglaterra y de EE.UU.) y germanófilos, cuando no nazis. La Revolución de 1943 impuso a estos últimos, y la dictadura del presidente Ramírez —formado en Alemania y simpatizante de Hitler— persiguió a judíos y a homosexuales. No fue ni remotamente en la escala masiva del Tercer Reich, porque no estaban dadas las condiciones para eso. Pero la persecución existió y esta investigación lo prueba.
Mi adolescencia coincidió exactamente con la vuelta de la democracia. En 1983 era electo presidente Raúl Alfonsín y yo ingresaba en el colegio secundario, el ILSE, viejo desprendimiento del Colegio Nacional de Buenos Aires. Claro que la dictadura militar no se evaporó de un día para otro. Su influencia se dejó sentir un rato todavía. En mi colegio —entonces de varones solamente— se nos sometía a una inspección física para verificar el largo del pelo (se pretendían nucas rapadas) y el uniforme (blazer azul marino, pantalón gris, corbata y mocasines). No se nos permitía ingresar con zapatillas o sin corbata: más aún, el botón superior de la camisa no podía estar desprendido. Quien se encargaba de estas verificaciones era el rector en persona, el doctor Osvaldo Loudet.
Loudet tenía entonces 93 años. Era un hombre del siglo XIX y hoy me impresiona pensar que, aunque yo no lo supiera entonces, nos conectaba directamente con su maestro, José Ingenieros (muerto en 1925) y, a través suyo, directamente con Lombroso y los higienistas, esa rara mezcla de médicos y policías. Loudet murió en octubre de ese mismo año, dos meses antes de que Alfonsín asumiera la presidencia.
Lo poco que recuerdo del doctor Loudet son sus gritos. Una voz aguda, chillona, que resonaba en el patio o en el salón de actos. No sé por qué nos gritaría, pero le teníamos miedo a ese viejito casi centenario. Quizá adivináramos que era uno de los pilares de la criminología en el país. En el apogeo de su carrera, allá por 1938, Loudet presidió el Primer Congreso Latinoamericano de Criminología. Ese mismo año, un jovencito de apenas 18 era internado en el Sanatorio Loudet, que el médico había abierto en la localidad bonaerense de Temperley. El enfermo era un «niño bien» que había salido mal. El Sanatorio Loudet ofrecía una cura para la homosexualidad a base de inyecciones en los testículos. El muchacho no se curó, pero salió de allí con un proyecto personal. Por una de esas ironías de la historia, su martirizador era nieto del pionero de la fotografía en el país, Bartolomé Loudet. El joven se dedicó a la fotografía de desnudos masculinos. Era Jorge Horacio Ballvé Piñero.
Este texto es la introducción de “Cacería”, de Gonzalo Demaría, publicado por Planeta este mes
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