Eran tiempos en que los presidentes caminaban por la calle tranquilamente, o en sus carruajes generalmente sin custodia. Tan confiado estaba Julio Argentino Roca que a veces, desde su flamante casa de San Martín 577 -la había comprado el año anterior al estanciero Carlos Escalada-, solía ir a la Casa Rosada caminando.
Por eso, resultó normal que para la apertura del período legislativo de 1886 el Presidente sólo debió ponerse en sombrero, salir a la calle en Balcarce y caminar menos de una cuadra hasta Victoria -la actual Hipólito Yrigoyen- donde entonces funcionaba el Congreso de la Nación.
El lunes 10 de mayo de ese año debía dejar inaugurado el 24° período de sesiones ordinarias, las últimas, ya que a fin de año entregaría el mando a su cuñado Miguel Juárez Celman.
Unos minutos antes de las tres de la tarde partió de la Casa de Gobierno, acompañado por su gabinete. En la puerta del Congreso, el Regimiento 1 de línea lo esperaba a puro sones de la Marcha de Ituzaingó.
Imprevistamente, del grupo de curiosos y entusiastas que estaban en el lugar, voló un cascote que impactó en el parietal izquierdo del primer mandatario. Lo hizo tambalear, porque el golpe fue importante.
La situación se descontroló. Los oficiales ordenaron a los soldados formarse en batalla, la gente corría en todas direcciones, mientras Carlos Pellegrini –que venía detrás de Roca- reaccionó e inmovilizó al agresor, un hombre vestido de negro, pasándole su brazo alrededor del cuello, mientras el senador David Argüello lo tomaba de sus largas barbas.
Se llamaba Ignacio Monges, un correntino de 36 años, simpatizante de Dardo Rocha. Comenzaron a golpearlo y a escupirlo. Hasta a algún oficial propuso atravesarlo con el sable. El detenido clamaba: “¡Mátenme!”. Pero el asunto terminó cuando el comisario Baldomero Cernadas se lo llevó a la comisaría segunda.
Rápidamente, en la oficina de la secretaría del Congreso, se asistió a Roca. El portero del edificio colaboró con una palangana y se le pusieron paños fríos. Mientras tanto, Eduardo Wilde, ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública y prestigioso médico, le revisó la herida. Era profunda, había llegado casi hasta el hueso. Luego de limpiarla, con un pañuelo que le acercó el ministro Wenceslao Pacheco, le improvisó una venda.
Ya repuesto, fue al estrado a iniciar la ceremonia, con la frente vendada y con la banda presidencial manchada de sangre. Lo esperaban los 41 diputados y los 16 senadores. Aclaró que no daría el discurso completo. "Un incidente imprevisto me priva de la satisfacción de leer mi último mensaje que como Presidente dirijo al Congreso de mi país. Hace un momento sin duda un loco, al entrar yo al Congreso, me ha herido en la frente no sé con qué arma”, dijo.
“Me retiro sin odios ni rencores para nadie, ni aún para el asesino que me ha herido”, cerró su breve discurso.
Un correntino opositor
Monges, el agresor, era un veterano de la guerra del Paraguay y se había involucrado en las luchas intestinas que tanto desangraron a nuestro país. Con el grado de sargento mayor, había dejado la milicia y probado fortuna, sin suerte, en Uruguayana, y así terminaría radicándose en la ciudad de Buenos Aires.
Ocupaba una habitación en la casa de Manuel Mantilla, un co-provinciano que era director del Archivo General de la Nación y que en 1880 había perdido su banca de diputado al negarse a sesionar en Belgrano, en medio de las convulsionadas luchas por la capitalización.
Luego de trabajar en la empresa de tranvías, Monges se ocupó en una fábrica de ladrillos. Se manifestó simpatizante del partido Liberal, y cuando le preguntaron el por qué de su agresión, contestó que buscaba un cambio de gobierno. Consideraba a Roca “responsable de la situación política, la que era insoportable desde hacía un año y medio y con la intención de salvar a la Patria, cuya libertad ambicionaba”.
Cuando allanaron la habitación que ocupaba, encontraron libros sobre espiritismo, y llamó la atención un papel que guardaba en el bolsillo de sus pantalones: “El árbol de la libertad se riega con sangre”, tenía escrito.
Mitin de la indignación y condena
Cinco días después, los partidarios de Roca organizaron el “mitin de indignación”, una suerte de marcha que comenzó en la Plaza de Mayo y finalizó en la casa de Roca. Los diarios informaron que fueron 20.000 los participantes. “La vida nada vale –dijo Roca desde el balcón de su casa a la gente- cualquiera sea; ante los grandes intereses de la Patria, sino por la honra y el crédito de la Nación”.
El 11 de abril de ese año, elecciones amañadas habían dado el triunfo a Miguel Juárez Celman, dejando en el camino al gobernador bonaerense Dardo Rocha. Aún no lo sabía, pero con él comenzaría la extraña maldición que impide que un gobernador de Buenos Aires alcance la presidencia de la Nación.
En 1887, el juez Carlos Miguel Pérez condenó a Monges a 10 años de presidio por tentativa de homicidio, con premeditación y alevosía, con el agravante que lo hizo contra el presidente de la Nación. Sería otro presidente, José Evaristo Uriburu quien el 9 de julio de 1896 lo indultaría a pedido del propio Roca.
El general lo recibió en su casa y hasta le había conseguido trabajo. Pero parece que Monges ya había tenido demasiado y regresó a su Corrientes natal. Moriría en 1905.
El pintor uruguayo Juan Manuel Blanes inmortalizó el momento en el que Roca, vendado, leía el discurso ante la asamblea legislativa, en un monumental cuadro que puede contemplarse en el Salón de los Pasos Perdidos. La piedra y la banda presidencial con las manchas de sangre fueron a parar al Museo Histórico Nacional.
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