Al capitán Miguel Angel Paiva lo mataron a balazos mientras esperaba el 15, en la parada de Scalabrini Ortiz y Córdoba, en Buenos Aires. Al teniente Juan Carlos Gambandé, cuando sacaba su Fiat 600 del garaje, en Rosario. El teniente coronel médico José Gardón fue muerto con cinco tiros cuando llegaba a su trabajo en el Hospital Municipal de San Miguel. Al teniente primero Roberto Carbajo lo asesinaron en el centro de San Nicolás, al llegar a la casa de sus suegros para buscar a su esposa y a su hijo.
Estos son sólo algunos de los asesinatos a sangre fría de oficiales del Ejército que el grupo guerrillero Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) cometió entre el 25 de septiembre y el 1º de diciembre de 1974. A todos los apuntados se los buscó, mediante trabajos previos de inteligencia, fuera de los cuarteles y en situaciones de indefensión. En total fueron nueve crímenes.
Así, en poco más de dos meses, y bajo el gobierno constitucional de Isabel Perón, cayeron más militares de los que habían caído desde el comienzo de la lucha armada en la Argentina, a fines de los años 60.
La campaña de “terror rojo” de la organización marxista galvanizó a las Fuerzas Armadas y puso en estado de shock al gobierno de Isabel y su ministro José López Rega. Su única respuesta un giro a la derecha extrema y un impulso aun mayor a la actividad de la Triple A, que desde hacía meses sembraba el terror entre la izquierda, con asesinatos y amenazas que obligaban a exiliarse a artistas e intelectuales, pero no intimidaba al ERP.
La masacre de Capilla del Rosario
¿Por qué tomó este camino el ERP, que aspiraba a atraer el apoyo de la clase obrera urbana y de las poblaciones rurales pobres? Los asesinatos indiscriminados de oficiales del Ejército fueron una represalia luego de los sucesos de Catamarca en agosto de 1974.
Unos 50 guerrilleros habían viajado desde Tucumán, en un micro alquilado, con la excusa de que eran un grupo de estudiantes universitarios invitados a comer un asado en la provincia vecina. En realidad, iban a atacar el Regimiento de Infantería Aerotransportada 17.
Pararon el micro en un camino vecinal cerca de la capital catamarqueña, donde los esperaba un camión con armas y uniformes. Allí aguardarían la orden para ingresar al Regimiento. Pero la orden nunca llegaría porque dos pobladores los vieron y llamaron a la Policía. Todo terminó en un tiroteo, donde dos guerrilleros murieron y el resto huyó.
En distintos grupos caminaron durante varios días, hasta que, luego de la detención de dos combatientes que se mostraron en un pueblo al comprar pan y fiambre, se localizó a otros 16 que estaban escondidos en una quebrada, cerca de la capilla Nuestra Señora del Rosario.
Fueron rodeados por más de 100 soldados y policías, apoyados por un helicóptero del Ejército, que por primera vez salía de los cuarteles a combatir a la guerrilla. El resultado -según se informó- fue un combate en el que fueron muertos los 16 guerrilleros y no hubo ni un herido entre las fuerzas estatales.
“Esto no fue Trelew”, se atajó el gobernador peronista catamarqueño, Hugo Mott, en referencia a la masacre de 1972 en la base Almirante Zar. Pero la versión oficial era difícil de creer. A través de su revista Estrella Roja el ERP denunció que “nuestros compañeros fueron detenidos y fríamente asesinados por el enemigo”. El hecho se conoció como la Masacre de Capilla del Rosario.
“Interpretando el sentimiento unánime del pueblo”
El comando guerrillero se reunió pocos días después en una quinta en Del Viso, al norte del Gran Buenos Aires, y tomó una determinación que hizo pública el 23 de septiembre de 1974, en una conferencia de prensa clandestina a la que asistieron unos pocos periodistas:
“La oficialidad de las Fuerzas Armadas contrarrevolucionarias argentinas, perro guardián de los intereses imperialistas, oligarcas y burgueses, ciega en su cínica prepotencia, se considera con derecho a cualquier tropelía”.
“El Comité Central del Partido Revolucionario de los Trabajadores, dirección político-militar del ERP, interpretando el sentimiento unánime del pueblo trabajador argentino, tomó una grave determinación. Ante el asesinato indiscriminado de nuestros compañeros ha decidido emplear la represalia”.
“Es la única forma de obligar a una oficialidad cebada en el asesinato y la tortura a respetar las leyes de la guerra”.
El único que se opuso a la decisión -según contó en sus Memorias Enrique Gorriarán Merlo- fue un ex militar boliviano que se había sumado a la guerrilla de izquierda en su país y participaba como invitado en la reunión de Del Viso. El visitante dijo que el ERP cometería un error, ya que la represalia daría justificativos a los militares que querían combatir a la guerrilla sin reglas de ningún tipo y dejaría sin argumentos a los legalistas. No lo escucharon.
Dos días después comenzaron los asesinatos en distintos lugares del país.
La serie empezó el 25 de septiembre, con el coronel Jorge Grassi y el teniente Luis Brzic. El primero fue baleado cuando salía de su casa en el Barrio Parque Vélez Sarsfield, de Córdoba, y Brzic, mientras estacionaba su Peugeot 404 en pleno centro de Rosario.
En esos primeros crímenes Isabel Perón interpretó que el ERP estaba tratando de crear las condiciones para un golpe militar que acelerara la dinámica revolucionaria y acusó a los guerrilleros de ser “mercenarios que asesinan hombres del Ejército Argentino, buscando provocar una reacción que pudiera obligar a sus camaradas a romper el estado constitucional”.
Desbordada, la presidenta se defendía con una derechización extrema de su gobierno, que obligaba a renunciar a gobernadores vinculados a la izquierda peronista como Jorge Cepernic (Santa Cruz), Aldo Martínez Baca (Mendoza) y Miguel Ragone (Salta).
Mientras, las bandas parapoliciales de la Triple A se movían con comodidad. El 26 de septiembre secuestraron en su departamento de Parque Centenario al abogado e intelectual Silvio Frondizi, vinculado al ERP y hermano del ex presidente. Un día más tarde dejaron su cadáver en un descampado de Ezeiza, muy cerca de donde había aparecido muerto un par de semanas antes Alfredo Curuchet, abogado que también había defendido a guerrilleros del ERP.
Lejos de retroceder, el ERP se mostraba dispuesto a devolver golpe por golpe. El 2 de octubre fue asesinado Paiva en la parada del colectivo y cinco días después se produjo el atentado más dramático.
El mayor bioquímico Jaime Gimeno salía en su Ford Falcon de su edificio, en Banfield, cuando le cortó el paso una camioneta de la que bajaron tres guerrilleros con armas largas. Gimeno, quien llevaba una pistola 45, bajó del auto, disparó, llegó a matar a uno de los atacantes y luego cayó muerto. El hijo de 19 años del militar escuchó los tiros y salió al balcón del primer piso a defender a su padre con una carabina calibre 22. Mató a uno de los guerrilleros e hirió a otro, que cayó y fue rodeado por algunas personas, a las que les contó que la operación formaba parte de la “represalia por la masacre de Capilla del Rosario”. Enseguida fue detenido por la Policía. Sólo tenía un balazo en una pierna, pero más tarde se informó que había muerto.
A esta altura el ánimo de venganza en el Ejército crecía. Según escribió Rosendo Fraga en su libro Ejército: del escarnio al poder, algunos oficiales subalternos jóvenes se reunieron durante ese mes y discutieron la posibilidad de tomar un penal donde había presos del ERP y fusilarlos a todos.
Un mes más tarde, el 6 de noviembre, ocurrió en Santa Fe el asesinato con más sofisticada organización por parte del ERP. El día anterior cuatro guerrilleros ocuparon por la fuerza un departamento en un segundo piso y pasaron la noche con los dueños como rehenes. A la mañana siguiente, desde una ventana, mataron de ocho balazos al teniente coronel Néstor López, quien salía de su casa, justo enfrente.
Como si fuera poco, durante ese mismo mes, fuera del plan de represalias, el ERP mató al teniente coronel Jorge Ibarzábal, a quien tenía secuestrado desde el copamiento del Regimiento Militar de Azul, en enero. A Ibarzábal lo estaban trasladando cuando el furgón fue interceptado por la Policía y se dio un enfrentamiento “que obligó a ajusticiar al detenido”, según informó la organización.
Cuando ya había asesinado a ocho oficiales como parte del plan de represalias, el ERP eligió como su novena víctima al capitán Humberto Viola.
Su caso es el más conocido. Fue asesinado el domingo 1º de diciembre, cuando llegaba con su familia almorzar en la casa de sus suegros, en San Miguel de Tucumán. En el episodio los guerrilleros también mataron a su hija María Cristina, de 3 años, e hirieron gravemente a María Fernanda, de 5. La única ilesa de la familia, y espectadora de la tragedia, fue la esposa de Viola, Maby Picón.
Con el país conmocionado, el ERP calificó el hecho como “un exceso injustificable” y frenó la serie de asesinatos indiscriminados. La organización dio por cumplida su campaña de represalias “en homenaje a la sangre inocente de esas criaturas, en previsión de que no se repita un hecho semejante”, según se leyó en la publicación El Combatiente.
Los nueve asesinatos, de todas maneras, dejaron una huella profunda en el escenario político de la época. Según escribió Fraga, “la ofensiva del ERP había logrado en cuatro meses cambiar radicalmente la opinión del militar medio, hasta mediados de dicho año (1974) renuente a participar en forma activa en la lucha contra las organizaciones subversivas”.
Poco después, efectivamente, el gobierno de Isabel Perón habilitaría la participación de las Fuerzas Armadas en el combate contra “los elementos subversivos”, lo que favorecería el recrudecimiento de la represión ilegal antes del golpe de Estado.