Mediados del siglo veinte. El jet set argentino veraneaba en Mar del Plata. Punta del Este no era un aspiracional y José Ignacio, el hoy famoso pueblo de pescadores top, apenas era un conjunto de ranchos dispersos por la costa.
Estaba sí su faro, emblema con casi 150 años de historia que ya por entonces marcaba el rumbo (se inauguró en 1877), pero las calles hoy asfaltadas, los restaurantes top y las mega mansiones de los argentinos que hoy veranean allí todavía no existían. Vivían, según estudios demográficos de la zona, apenas 26 personas.
Era sin embargo ya un destino turístico. Llegaban allí uruguayos de San Carlos principalmente para dedicarse a la pesca deportiva. Por eso se lo llamaba “pueblo de pescadores”
“Nuestra familia viene de una familia de agricultores y pescadores”, dice Diego Machado Acosta, uno de los dueños y responsable de Popei, restaurante emblemático del José Ignacio de hoy cuya historia es la del pueblo. “Nuestro padre, Nivio Machado, entraba gente al pueblo en carretas con sus padres”, cuenta.
Lo que relata son los primeros pasos del pueblo. Así como hoy Cabo Polonio es un reducto hippie al que se llega luego de atravesar kilómetros de médanos, lo mismo era José Ignacio. La gente de la zona llegaba hasta un lugar llamado “la zona de las portuguesas” (donde había justamente un asentamiento de portugueses, y era además puerto de entrada de esclavos), dejaba ahí sus transportes y pagaba un servicio para que le entraran sus valijas hasta José Ignacio.
Los padres de Nivio -abuelos de Diego- ofrecían ese servicio con carretas tiradas por bueyes. Eran varios kilómetros hasta que se veía la costa. Así creció Nivio, así y saliendo a pescar artesanalmente desde chico.
Con los años, el pueblo se fue desarrollando. Los ocho hermanos de Nivio se fueron de la zona y él se quedó solo pescando. No era pesca deportiva sino artesanal, un tipo de actividad que requiere muchas horas de contacto con el mar o las lagunas.
Conforme el poblado cambió, cambió también su cabeza. En los primeros años era proveedor de pescado de los restaurantes de la zona. “Nuestro padre formó parte de la evolución. Primero le vendía pescado Santa Teresita (el primer restaurante del pueblo), y La Posada del Mar (el segundo, donde se instala Francis Mallmann siendo muy joven). Después se dio cuenta de que el crecimiento no iba por ahí para él porque veía que esto se iba desarrollando hacia un lugar determinado y no quería que sus hijos pasaran el sacrificio de la pesca artesanal. Él quería que sus hijos, nosotros, pudiéramos disfrutar del lugar”, recuerda Diego.
Fue así que en 1989 compró un terreno y comenzó a construir de a poco, ladrillo a ladrillo al regresar de la pesca y con ayuda de los vecinos. En 1991 logró su sueño: abrir un restaurante propio. Le puso Popeye, como el marino, como él mismo, porque así le decían. No era un lugar exclusivo o top, era el restaurante de un trabajador.
Poco a poco, las familias lo fueron eligiendo por su sencillez, porque el pescado lo traía él mismo de sus jornadas de pesca y porque se respiraba un ambiente de cariño. Mientras cada año los famosos son fotografiados en La Huella o en La Caracola o distintos lugares top, muchos otros llegaban perfil bajo a Popeye. “Es que acá uno de los encantos, y creo que también en todos los históricos de José Ignacio, es que al famoso se lo trata de igual a igual. No cambia que alguien sea conocido o no, acá no se endiosa a nadie. Nuestro mandato es tratar siempre al cliente como si fuera un pariente, atenderlo con ese cariño, y eso es lo que hacemos”, explica Diego.
A pesar de todo, el lugar tiene sus historias, como la vez en que Charly García pidió cerrarlo para festejar su cumpleaños junto a Fito Páez y Calamaro. Pero son historias que se saben pero los dueños no ventilan.
Hoy -hace unos años- ya no se llama Popeye sino Popei. Una disputa legal con los dueños de los derechos de la caricatura los inclinó a cambiar el nombre. Como todo en sus mesas, ya es parte de su historia. Esa misma que revive con cada temporada.
Cuando termina el verano, cuando se va el último turista, las puertas de los restaurantes de José Ignacio se cierran. Durante todo el año descansarán, se dedicarán a disfrutar ese encanto de pescadores. Antes vivían 26 y se llegaba en carreta. Hoy se trata del lugar más exclusivo de América del Sur pero el número de habitantes sigue siendo discreto. Apenas poco más de 250 personas. Los verdaderos dueños de José Ignacio. Los verdaderos habitantes del encantamiento.
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