Blas Eduardo Lobos Díaz la vio escapar sonrojada y despeinada. El timbre la había sorprendido. Cuando se abrió la puerta, entrecerró los ojos y distinguió una atmósfera extraña: vio una situación que ya no estaba, las huellas de la imprevisibilidad de su llegada.
“Algo raro pasaba porque miré la sala donde había un sillón grande de terciopelo y la tele estaba prendida”. Percibió el despertar de una epifanía, la suposición de haber comprendido la dinámica de la casa. Le quedó lo que él dice “una espinita”. Hasta que un día, tiempo después, se lo preguntó: “Antonio, ¿por qué no salen con Lupita para tener un poquito de intimidad en vez de estar ahí con la señora dando vueltas?”.
No era la primera vez que los visitaba ni la primera vez que los encontraba acurrucados en el sillón mirando la televisión. Blas creía que su recomendación iba a mitigar el líbido de dos adolescentes. Estaba equivocado. No había comprendido la dinámica de la casa: la había interrumpido.
“No hay problema -le respondió Antonio-. Ahí es donde mejor estoy con mi chica porque a la noche, cuando la señora se mete a la cocina a preparar la cena, yo me aprovecho”. La cocina estaba en el fondo y se conectaba con el living a través de un largo pasillo. El sillón ofrecía una vista preferencial y anticipada del corredor. Su posición era estratégica. Otorgaba la capacidad de controlar las pulsiones.
Antonio y Lupita tenían alrededor de 20 años. Blas no lo recuerda con exactitud. Sí sabe que él es cinco años mayor que ellos y que había recalado en México cuando tenía 25. Cargaba a cuestas sus sueños de ser cantante. Chileno, nacido en Valparaíso y criado en Viña del Mar, aprendió a tocar la guitarra en su juventud. Por carisma, tenacidad y desfachatez, fue construyendo su perfil artístico. Se convirtió en músico.
“Empecé a viajar por mi país hasta que di el salto a Perú y desde ahí me fui a Ecuador, Colombia, Panamá. Me llegó a ir muy bien, llegué a tener un nombre, fundamentalmente en Perú y en Colombia, en otros países pasé desapercibido. Hasta que llegué a Centroamérica. En Panamá trabajé en hoteles de primera categoría: me había convertido en un buen showman. Mi sueño era llegar a México porque entendí que ahí estaba la capital del espectáculo de habla hispana”.
En México conoció la adversidad. Recaló el 1 de septiembre de 1973, tras haber recorrido Sudamérica durante 5 años. Le asignó contexto histórico a su relato: “Once días después de mi llegada cayó el presidente Salvador Allende en Chile por el gobierno militar de Augusto Pinochet”.
Era un inmigrante ilegal, sin papeles, desamparado a la suerte de su vocación. “Fueron años de sufrimiento -dijo-. Costaba mucho trabajar en México como artista porque tenías que tener permisos especiales muy difíciles de conseguir. Trabajé a pirata en provincias, en barcitos, en lugares donde no había mucha vigilancia”.
Su rumbo empezó a torcerse tres años después, cuando conoció a un funcionario de la gobernación. Le ofreció protección a cambio de amenizar veladas, bailes, shows. Obtuvo, finalmente, una residencia oficial que repercutió en su estilo de vida: mejores trabajos, mejores lugares para vivir. Su economía era precaria. Dormía en hoteles baratos o en habitaciones de alquiler, y comía lo que podía y cuando podía. El hambre lo dominaba. Por eso, cuando se reencontró con Antonio, no dudó.
Antonio era el hijo de Carmen, la secretaria de Amparito Jiménez, una cantante de cumbia colombiana muy popular. “Carmen era, en verdad, la que la acompañaba y la vestía. Vivíamos en el hotel residencial de la hermana del dueño del Club El Tumi, el más famoso de Perú”, recordó, con un nítido sesgo de nostalgia.
En Colombia conoció a su familia y entabló un vínculo muy cercano con su hijo, al punto de adoptarlo como una suerte de asistente personal. Blas, que alquilaba un cuartito, continuó rumbo norte persiguiendo su sueño de triunfar en México. “En ese tiempo de transición de pobre a poder comer con manteca, como dicen acá, me encontré con él. Me contó que se habían mudado a México y que estaban viviendo en la mismo colonia, en el mismo barrio. Me llevó a ver a Carmen y reanudados la amistad”, narró.
“Un día Antonio me contó que tenía una novia y que un día me iba a llevar a la casa de ella porque vivía sola con su madre, que era viuda. Le dije que sí porque una comida extra en esa época no me venía nada mal. Me llevó a la casa de esta señora, la mamá de Lupita, y empecé a ser un invitado asiduo porque ella cocinaba muy rico y yo le había caído muy bien, la hacía reír”.
En una de esas visitas, Blas vio escapar sonrojada y despeinada a Lupita.
Esa indiscreción concibió una canción transgeneracional, un hit sin indiferentes. El sillón añejo y de terciopelo enfrente de la televisión tenía los almohadones tibios cuando Blas intervino inoportuno. Se preocupó por una aparente falta de privacidad. Antonio le dijo que no, que no era necesario irse de la casa para eso. La revelación lo guió. Idealizó el vínculo y lo convirtió en versos pegadizos. “La empecé a escribir por ocio, porque tenía mucho tiempo libre. Me acuerdo que me preguntaba ‘¿cómo empiezo esta canción?’. Tiene que ser jocosa, tener ritmo, tiene que ser para reírse”.
Y empezó a elucubrar. “'Yo tengo una prima que se llama Lupita'. Eso era bueno para empezar, era un bonito comienzo. Salió la historia escrita como canción. Era un tema que no significaba nada, una cosa íntima, familiar. Cuando la terminé, se las mostré y se murieron de la risa. Y ahí quedó”.
Hasta que un día se encontró con un editor musical. Él era, en verdad, un compositor de baladas. Una de sus invenciones funcionó con el grupo venezolano llamado Los Terrícolas. El tema “Deja de llorar chiquilla”, dedicado a una novia colombiana, lo introdujo en el ambiente. Sus letras hablaban del amor desde el romanticismo. Blas le enseñó sus baladas. El hombre le preguntó si no tenía “algo más entretenido, más movidito, más agradable, más bailable”.
“Se ve que encontró medio aburridas a mis canciones y se me ocurrió sacar del baúl de los recuerdos este tema. Se lo canté. Me miraba con una cara de extrañeza. Yo pensaba que me iba a mandar al carajo. En un momento me levantó la mano y me señaló con el dedo índice. Yo pensé que me iba a decir ‘¿qué estás cantando?’. Pero abrió los ojos y me dijo: ‘¡Eso es un hit!’. Paré de cantar y le pregunté, ‘¿pero cómo va a ser un hit ésto si es una canción de broma?’. ‘Eso es lo justamente que le gusta a la gente’", me dijo. Blas se convirtió, de un segundo al otro, en un tropicalista.
La canción pegó. Blas Eduardo, su nombre artístico, hizo giras por el sureste de México, en Guatemala, en El Salvador, en Honduras. Hasta que a su vida llegó Richard Mochulske, un cantante y productor argentino que quería crear un grupo de mujeres. “Me preguntó si no me importaba que usaran mi tema. Por el comienzo de la canción, el grupo se iba a llamar Las Primas de Antonio. Después quedó solo en Las Primas. Fue un éxito grandioso. Me morí de risa durante años viendo cómo la usaban los chicos de la escuela haciendo parodias”, recordó el autor del tema.
En febrero de 1986, Las Primas lanzaron su primer álbum con un nombre homónimo. Ganaron disco de oro y disco de platino, vendieron más de un millón y medio de copias. El grupo había surgido a mediados del año pasado. Fue una idea del productor Oscar Beis. ¿La idea? Un quinteto de mujeres pensado para hacer bailar a gente adulta. Josephina Stella y Mariana Colombatti le pusieron su voz y su imagen al boceto del producto. La propuesta llegó a manos de Carlos Gallego, responsable de traer al país a Topo Gigio y Rafaela Carrá. El concepto le encantó, los temas no.
En la búsqueda de canciones, intervino Richard Mochulske, quien acercó una canción de ritmo pegadizo compuesta por un chileno que vivía en México. “Estábamos en una confitería al lado de los estudios de la CBS. Ahí recibimos la letra de ‘Saca la mano Antonio’ y ‘Los nenes con los nenes’. Se empezaron a remodelar las letras y de ahí surgió el nombre del grupo”, convalidó Josephina Stella en diálogo con Infobae: Las Primas -como dijo Blas- se iban a llamar Las Primas de Antonio.
“La letra era diferente, tenía connotaciones pintorescas. Para la época estaba bien, era simpática, decía pero no decía”, dijo una de las fundadoras del grupo. “Apuntábamos a otro público con temas en doble sentido. Nunca nos imaginamos que iba a pegar tanto en los chicos, ni que la canción se convertiría en un hit. Recuerdo que nos presentamos en Finalísima con Leonardo Simons y que hicimos spots para Canal 9 de Alejandro Romay”, recordó. Con Blas tienen diálogo permanente a través de las redes sociales y mediante un grupo de Facebook que comparten el compositor, las integrantes del grupo y fanáticos.
“Saca la mano, Antonio” es una canción inspirada en una historia real: “No fue algo inventado en la cabeza de un compositor medio loco. Es algo verdadero. Existe. Son personas reales”.
Blas asegura, entre risas, que en ese sillón concibieron a su primer hijo, a quien bautizaron Antonio y le decían Toni. “De ahí salió una historia que quise contar pero solo a nivel familiar, en alguna fiesta que estuviéramos juntos cuando ya hubieran legalizado su situación”.
Cuando a Lupita empezó a crecerle la panza de embarazada, se casaron -tal como anticipa el último verso del tema-. El sillón ya era catalogado como nupcial.
La canción nació en 1975. El disco salió cuatro años después con el tema como principal corte de difusión. Recién a mediados de la década del 80, recaló en Argentina con el grupo Las Primas y en España con el grupo Las Viudas.
Antonio y Lupita estaban encantados: su historia sonando en cada rincón de Latinoamérica era algo que les parecía simpático. Blas hasta fue designado padrino de Rodrigo, el segundo hijo de la pareja. Sus vidas, tiempo después, se distanciaron porque el compositor deseaba escapar de la contaminación de la capital mexicana.
El artista chileno de 73 años y su esposa Renata Seydel, cantante y actriz mexicana, se fueron a vivir a las afueras de la Ciudad de México, en Atizapán, gracias a las regalías que llegaban fundamentalmente desde Argentina.
Actualmente vive en San Luis de la Paz, del estado de Guanajuato, y su relación con su viejo amigo Antonio y su prima en la ficción Lupita se disolvió. Desconoce su paradero. En su memoria conserva la gratitud de un situación que se volvió himno en las fiestas argentinas.
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