Del otro lado del brazo de mar que los separaba en la playa, Paola -la adolescente angelical- le gritaba. Agitaba la mano, hacía gestos. Pero Marcello no la escuchaba. O no podía entenderle. Finalmente, la sonrisa de la muchacha rubia fue la última imagen de la película.
Y se fue desvaneciendo en la pantalla del ArteMultiplex, mientras se encendían las luces de la sala.
Conmovido, con los ojos llenos de lágrimas, sentí la necesidad de contar lo que sentía. A mi lado había una pareja y sin conocerlos me puse a hablar con ellos. Fueron comprensivos y disimularon su sorpresa.
Me costó reaccionar. Y cuando salí caminando por Cabildo, me di cuenta que estaba naciendo esta crónica.
Cuando en marzo de 1961 se estrenó La dolce vita en Buenos Aires (en febrero de 1960 en el mundo), yo escribía en la sección Deportes del diario El Mundo. Estudiaba dibujo de historietas en la Escuela Panamericana de Arte y quería ser locutor. Pero era muy chico.
Ni siquiera tenía la edad reglamentaria que exigían las normas de admisión en los cines de la época: “Prohibida para menores de 18 años” era una objeción insalvable.
Por eso recién la pude ver una tarde de verano, en 1963 ó 1964, cuando la película había salido de los circuitos comerciales y nuestra única posibilidad era el cine Lorraine.
¿Escuchaste hablar del Lorraine?
Era una pequeña sala de la avenida Corrientes, en la que se veían películas de alta calidad artística. Allí se proyectaba el cine que era imposible encontrar en otro lado, desde Bergman hasta el cine ruso, pasando por el neorrealismo italiano, la nouvelle vague o los ciclos de Jacques Tatí. El Lorraine era un sello, una marca. Su creador se llamó Alberto Kipnis y había empezado como boletero en ese mismo lugar, cuando la cartelera era muy distinta y alternaba películas de boxeo con filmes de Isabel Sarli.
Pero Kipnis transformó al Lorraine en un punto de encuentro de los cinéfilos en particular y de los jóvenes intelectuales de los años 60 en general. Fue un gran impulsor del cine arte en la Argentina y con los años fundó los cines Losuar, Loire, Lorange y la cadena Arteplex.
Lo cierto es que las dos veces que vi La dolce vita fue en cines creados por Alberto Kipnis. La segunda, hace pocas noches, en el ArteMultiplex, gracias al reestreno en una copia remasterizada en 4 K. Como contó Guillermo Pintos aquí en Infobae el 21 de diciembre, eso forma parte de los festejos del centenario de Federico Fellini.
Hace casi 60 años, los que estábamos en el cine éramos chicos estudiantes, presumíamos de vanguardistas y en realidad buena parte de nuestro interés en el cine de Fellini era el morbo que despertaba su obra. No olvidemos que un sector político italiano opinó que La dolce vita "arroja una sombra calumniosa sobre el pueblo romano y sobre la dignidad de la capital de Italia y del Catolicismo“. Y monseñor Giuseppe Della Torre, director de L´Osservatore Romano, se despachó con un juicio terminante: “No he visto la película, no necesito ver porquerías para condenarlas”. En esos días, el diario del Vaticano rebautizaba a la película y la llamaba “La sconcia vita” (“La indecente vida”).
Todo eso nos atraía, claro que sí.
Y además Anita Ekberg, cuya exuberante belleza física fue sin dudas uno de los ejes de la película. La inolvidable escena del baño nocturno en la Fontana di Trevi y la frase “Marcello, come here…” están en la antología del cine de todos los tiempos.
Nadie podía imaginar entonces que aquella sensual Sylvia iba a morir en la indigencia el 11 de enero de 2015 (hace cinco años) a los 83, en la clínica San Raffaele en Rocca di Papa, en Italia, luego de que su mansión fuese desvalijada e incendiada.
La otra noche, en el cine de Belgrano, tuve curiosidad por ver qué público iba al cine.
La primera observación la hice cuando estaba en la fila para entrar y veía salir a los asistentes de la función anterior. La mayoría, plus 50. Quizás varios ya habían visto la película. Pero también había gente más joven, cuyas expresiones revelaban el impacto que esta obra de arte sigue provocando a través del tiempo.
Y lo mismo me pasó en mi horario, cuando advertí la emoción de quienes evocaban y el asombro de aquellos que descubrían un tesoro.
Porque ya es hora de decirlo, antes de seguir adelante: La dolce vita es un monumento artístico. La sucesión de relatos, la secuencia de crónicas aparentemente inconexas (¿eran siete?), tienen una fuerza narrativa magistral. Y aunque yo recordaba el hilo del relato -por ejemplo, sabía que Marcello desde el helicóptero le iba a pedir el número de teléfono a las chicas de la terraza- fui de asombro en asombro, como la primera vez.
Como aquella primera vez, en los sesenta. Cuando nuestras ilusiones era flamantes. Aquel tiempo de Juan 23, el “Papa bueno”, cuya sencillez personal hizo que muchos no advirtieran la grandeza evangélica de su encíclica Mater et Magistra, que mantiene tanta vigencia que hoy podría ser el mejor plan de gobierno.
Eran los sesenta, con el primer quinteto de Astor, con Jobim y la bossa nova. Cuando comenzaba el desencanto con la revolución cubana, por la purga stalinista que le costó la vida al comandante William Morgan, fusilado en La Cabaña.
El mundo se conmovía con otro fusilamiento, el de Patrice Lumumba, primer ministro congoleño, y se asombraba con la hazaña de Yuri Gagarin, el primer astronauta que viajó al espacio exterior.
Los sesenta, una década que transformó la estructura de los medios en la Argentina, con la llegada de los canales de televisión 9, 11 y 13, que se agregaron al hasta entonces único canal 7. Y con la aparición de las revistas Primera Plana, Panorama y Gente.
Pero no todo cambió, desde el estreno de La dolce vita en la Argentina, el miércoles 15 de marzo de 1961, hasta que la volví a ver hace unos días.
Dos noticias de aquel año parecen de hace un rato. La primera: el presidente Arturo Frondizi viajó a India y Japón y dijo que “el destino de los pueblos subdesarrollados depende de que el mundo les abra sus mercados”. La segunda: Irak intentó anexarse a Kuwait, una de las zonas petroleras más ricas del planeta.
Es cierto, hay noticias que se reiteran a través del tiempo. Pero más aún, hay algunas que ocurren tal como alguna vez fueron planteadas en la ficción.
Debe ser cierta la frase: “La naturaleza imita al arte.” Al menos, eso pensé cuando supe que la semana pasada, en Puerto Gaboto, Santa Fe, un grupo de pescadores sacó del río Paraná una gigantesca raya de 153 kilos. Exactamente igual al monstruo marino que se ve en el final de La dolce vita y cuyo ojo parece observar acusadoramente a los pecadores (en este caso, sin “s”) integrantes del grupo de trasnochados burgueses aristócratas.
Marcello intenta una broma (“me está mirando…”) pero apenas llega a ser patético: había querido convertirse en un cronista testigo de aquella vida frívola y vacía, y terminó siendo un protagonista más de esa decadencia. Finalmente, él también formó parte de la farandulización de las noticias, de los escándalos, de la vulgar superficialidad y de la corrupción.
Filmada hace 60 años, La dolce vita se convirtió en una profecía que increíblemente anticipó hechos y personajes de hoy.
Ese mérito no sólo es del propio Fellini, sino también de sus guionistas Tullio Pinelli y Ennio Flaiano. De este último -que lo acompañó en Luces de varieté, El jeque blanco, Los inútiles, La strada y Las noches de Cabiria -Fellini dijo una vez: “Es el autor de los guiones de mis grandes películas, el mejor guionista que he conocido y un novelista absolutamente extraordinario”.
Los vínculos sentimentales también consolidaron el grupo: la esposa de Flaiano se llamaba Rosetta Rota y era la hermana de Nino Rota, el creador de la música de La dolce vita.
Eran los jóvenes que en la Italia de la posguerra compartieron su rechazo al fascismo. Y que a partir del neorrealismo de Vittorio De Sica, con una cuota de fantasía hasta ese momento inédita, crearon un estilo narrativo original, en el que los límites entre lo real y lo ficticio se borronearon premeditadamente.
A 60 años de su estreno, La dolce vita sigue siendo una obra conmovedora.
Y al mismo tiempo, un documento insuperable para evocar los usos y costumbres de la época, cuando los reporteros gráficos aún usaban las cámaras Speed Graphic y el flash con lamparita, que debían cambiar luego de cada disparo. Algunos pocos se atrevían a utilizar la Rollei Flex; entre ellos Paparazzo, el amigo de Marcello, interpretado por el actor Walter Santeso e inspirado en Tazio Secchiaroli, un fotógrafo de existencia real de las noches de Roma. Aquel apellido ficticio se hizo plural en italiano, con la “i” final, y se convirtió finalmente en un sustantivo utilizado universalmente: paparazzi
No faltan elementos dramáticos en la historia íntima de la película. Uno de ellos tiene que ver con Paola, la mesera rubia que tendía los manteles en la playa cuando Marcello intentaba vanamente escribir su novela. La misma Paola del final, la del inútil gesto que el protagonista no puede o no quiere entender. Fellini la encontró a la salida de un colegio, a los 14 años, y la contrató inmediatamente, encantado por su aspecto angelical. Llamada Valeria Ciangottini, hizo una respetada carrera como actriz de teatro. Hoy tiene 74 años, reside en Italia y es muy difícil que hable de un hecho que sacudió su vida: el suicidio del cantor Luigi Tenco, en 1967, con quien se la había vinculado sentimentalmente.
La dolce vita está considerada una de las más grandes películas de la historia. Los críticos más afamados, los especialistas más respetados, han coincidido en una consagración que resiste el desgaste del tiempo. Indiscutiblemente, el genio de Fellini alcanzó aquí su altura máxima.
Pero este cronista, desprovisto de la capacidad de los entendidos, arriesga una modesta opinión: sin Marcello Mastroianni esta película jamás habría llegado a ser la maravilla que es.
Cuentan que el papel estaba reservado para Paul Newman, pero que Fellini prefirió a Mastroianni porque quería “una cara menos conocida”. Eso provocó el alejamiento del productor Dino de Laurentis, quien estaba empeñado en que el actor norteamericano fuese el protagonista.
En realidad, Mastroianni ya tenía una buena carrera. Había filmado 50 películas, con directores importantes: De Sica, Monicelli, Dino Risi y Visconti, entre otros. Pero La dolce vita fue un punto de inflexión, una consagración que creció a lo largo de 70 películas más.
El gesto, el tono, la mirada, la voz de Marcello Mastroianni son el símbolo de La dolce vita.
A través de él, Marcelo Rubini sigue siendo creíble, en sus ilusiones y en sus fracasos. En su fe y en su desencanto.
Y uno, simple espectador, conserva intacto aquel asombro del Lorraine de los años sesenta.
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