“Lo que más miedo me da es que la historia se repita. Perdí a mi madre y ahora veo a mi mujer como víctima de las mismas fuerzas poderosas”, aseguró Harry en un comunicado de octubre del año pasado, tras demandar a un diario británico por publicar las cartas privadas de su esposa. Fue el anticipo del paso al costado de esta última semana. Y la comparación entre Lady Di y Meghan Markle está más vigente que nunca.
Un peso que no es para todos
“No se puede mirar hacia abajo para leer el discurso; hay que subirlo. De hacerlo, (la corona) rompería el cuello… Y se caería”, explicaba la reina en un documental de la BBC sobre la joya que pesa un kilo y solía usar en cada apertura del Parlamento. “Las coronas tienen algunas desventajas… Aunque, de todas maneras, son bastante importantes”, agregaba con ironía para ahondar en su rol de soberana.
Porque si bien funciona como metáfora, y ni Lady Di ni Meghan Markle tuvieron chances usarla, es claro que ser parte de la Familia Real Británica es un designio –en el caso de Harry– o una elección –en el caso de Meghan o Lady Di– con mucho peso.
Lo había aclarado la actriz en la primera entrevista que concedió junto a su fiancee (o prometido) en el Palacio de Kensington, tras anunciar la fecha de casamiento: “No sabía mucho de Harry antes de conocerlo”. Afroamericana, ya divorciada y económicamente resuelta, Meghan no tenía demasiada idea de quién era su enamorado, ni de dónde se estaba metiendo. O tal vez sí y quería hacer las cosas a su manera…
Lady Di, en cambio, conocía bien las implicancias de ser parte de la Familia Real cuando se casó con el príncipe Carlos. Tenía veinte años recién cumplidos, era virgen y estaba enamorada como una niña, pero sabía los pros y las contras de llegar al altar con el heredero al trono británico. Noble de nacimiento –hija del VIII conde Spencer– se había movido en los ámbitos de Carlos y era la candidata ideal a los ojos de la reina Isabel II.
Sin embargo, su matrimonio estaba maltrecho desde el minuto cero. Lady Di entró a la Catedral de San Pablo sabiendo que Carlos estaba enamorado de Camila Parker-Bowles, su amante de toda la vida. Lo cuenta ella misma en el documental que salió post mortem, Diana, en sus propias palabras. ¿Por qué lo hizo igual? “Tu cara ya está en todos los repasadores. Es muy tarde para dar marcha atrás”, le dijo su hermana mayor. Y entonces, Lady Di pensó que tal vez, podría repararlo.
Así como Diana Spencer se aferró al propósito de enamorar a su marido, criar al heredero y ser parte de la monarquía, Meghan Markle creyó –y todavía parece estar convencida– que se puede ser parte de la Familia Real Británica “a su manera”. Sus orígenes y aquella entrada sola (estaba peleada con su padre), triunfal y feminista, a la Capilla de Windsor para casarse con Harry, ilusionaban con una princesa tan moderna como necesaria. Sólo los más conservadores podían ver “una amenaza” en Meghan Markle. E incluso la reina –con sus perros corgis moviendo la cola al conocerla– había dado el visto bueno a la morocha que había encantado a ese nieto que tanto había sufrido.
¿Qué pasó con Lady Di? Historia archiconocida. No conquistó a su marido –que terminó casándose con el amor de toda la vida– y protagonizó una separación resonante. En lugar de aceptar la infidelidad de Carlos y seguir adelante en la crianza del príncipe Guillermo en una familia constituida, aseguró ante la BBC: “Éramos tres en nuestro matrimonio”. Y cuando se divorció perdió el título de Su Alteza Real.
Pero a esa altura, admirada por más de una generación –sólo repudiada por los británicos más aferrados al dogma–, Lady Di sabía cómo mantener un vínculo tirante pero elegante con la Familia Real Británica. Al fin y al cabo, era la madre del futuro rey. Sin soberbia pero con astucia, la princesa de Gales se convirtió en “reina de los corazones” y murió venerada por el pueblo británico y buena parte del planeta… después de darle una lección de popularidad a la mismísima reina.
Signado por aquella pérdida que recién habló en terapia cuando tenía 22 años (lo cuenta en un documental Diana: nuestra madre), Harry creció como el joven rebelde de la casa de Windsor. Mientras su hermano se casó con su novia inglesa (aunque no aristocrática) tras diez años de relación, Harry lo hizo con una actriz de Los Ángeles, tres años más grande que él y a los pocos meses de haberla conocido.
Cuestión de formas
En este marco, la “decisión de dar un paso al costado como miembros senior de la Familia Real para ser financieramente independientes” no parece ser impulsiva. Lo que enoja es que haya sido sin consultar (“se cortaron solos”, en criollo) y obligando al Palacio de Buckingham (es decir, la mismísima Reina) a responder con un comunicado: “Las charlas con el duque y la duquesa de Sussex están en una etapa temprana. Entendemos que quieren tomar un enfoque distinto, pero son asuntos complicados que trabajaremos con tiempo”.
Entonces tampoco sorprenden los pasos previos: el parto y el bautismo de Archie –primer hijo de la pareja– muy poco comunicados, casi en secreto. La separación de Guillermo y Kate para las actividades benéficas. Y que armaran su propio equipo de colaboradores fuera del Palacio de Kensington, con Sarah Latham, ex jefa de prensa de Hillary Clinton, a la cabeza. Desde entonces, siempre que los medios les estuvieron encima, ellos, en lugar de negociar y pautar, demandaron y exigieron privacidad.
Así, mientras Harry compara a las dos mujeres de su vida en aquel comunicado de octubre, la mayoría de los británicos siente que una cosa es querer modernizar la monarquía –como lo hizo Diana y parecía querer hacerlo Meghan– y otra muy distinta es ignorar a la reina Isabel… Una soberana de 93 años que lleva 67 cumpliendo su deber real sin chistar y con hidalguía.
“La gente que dice que la princesa Diana estaría orgullosa (de Harry) no la conoce”, escribió el cheff Darren McGrady en Twitter. Sabe de lo que habla: cocino para la princesa de Gales durante más de quince años. Y así sintetizó el sentir de los británicos: la corona pesa y es un deber. Para eludirla hay que ser tan perspicaz como elegante.
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