-¿Este pan, un poquito más oscuro, lo van a poder comer todos? – preguntó Perón, tomando un pedazo de pan negro.
-Sí, claro, General – le respondió Antonio Cafiero.
El presidente probó el pan y dijo:
-Está bien… Esto debe hacer bien a los intestinos.
Fue apenas un año, pero para buena parte de la sociedad, 1952 está teñido de negro. Una resolución del segundo mandato de Juan Domingo Perón ordenó a los molinos harineros reducir la cantidad de trigo en la molienda y agregar harina de mijo. Eso que hoy, con algunas diferencias, se convirtió en el pan integral que se consigue en supermercados y dietéticas, en aquel año fue una afrenta: cómo podía concebirse que, en el granero del mundo, en la mesa de los argentinos faltara ese pan blanco, esponjoso y, en cambio, tuviera que comerse uno que era más seco, un poco amargo y, encima, oscuro.
“Era un pan barato, de producción masiva, pero la verdad es que provocó mucho rechazo, no lo quería nadie porque no tenía que ver con el gusto argentino”, dice a Infobae el periodista e historiador de la gastronomía argentina Víctor Ego Ducrot.
Es preciso retroceder seis años para entender por qué en la Argentina peronista, de la distribución del ingreso y el crecimiento económico, se llegó a una medida que, llevó a no pocos enemigos de Perón a decir aquello que tenían en su mesa era el “pan cabecita”.
Es difícil saber si fue primero el huevo o la gallina, el peronismo o el antiperonismo, lo cierto es que la política tenía un parteaguas, una grieta que no se superó siquiera en los primeros años de extraordinaria bonanza económica.
Devastados los campos europeos, el precio internacional del trigo y la carne había subido a las nubes. Perón asumió en junio de 1946 con la decisión de aprovechar esas condiciones para crear una serie de organismos que permitían transferir recursos de la producción agropecuaria al impulso de la industria y para fortalecer el mercado interno vía un significativo aumento de los ingresos de los asalariados.
Para eso creó el Instituto Argentino para la Promoción y el Intercambio (IAPI), que dependía del Banco Central y tenía fondos y facultades para comprar y/o financiar todo lo que se exportaba y lo que se importaba. Era un mecanismo potente para la redistribución de los recursos.
El IAPI fue inspirado por Miguel Miranda, primer presidente del Banco Central de Perón con un pasado empresario. Era el hombre que debía lograr que las transferencias del sector primario a la industria dieran paso a un país que no dependiera de los recursos agropecuarios solamente.
¿Ganadores sin perdedores?
Pablo Gerchunoff, quien no puede ser sospechado de peronista pero sí de brillante historiador de la economía argentina, en colaboración con Damián Antúnez escribió De la bonanza peronista a la crisis de desarrollo. Allí los autores formulan una pregunta clave: “¿Quién perdía lo que los sectores populares ganaban?”
Y contestan: “Era una pregunta sencilla, y tenía una respuesta intuitiva que, hasta fines de 1948, resultó también certera: nadie. En la percepción colectiva, la Argentina había recuperado su riqueza de antaño, sólo que ahora estaba mejor distribuida. La economía se expandía a una velocidad similar a la de principios de siglo; los salarios reales crecían sin pausa en un contexto inédito de pleno empleo y de fortaleza institucional de los sindicatos; los beneficios empresarios también crecían, gracias al impresionante volumen de ventas y al crédito barato para financiar las inversiones y el capital de trabajo. Incluso el campo no tenía tantas razones para protestar y, de hecho, sus organizaciones gremiales se comportaban con bastante moderación: si bien el estatuto del peón y la ley de arrendamientos rurales habían sido iniciativas oficiales difíciles de digerir, si bien el IAPI se apropiaba de una buena parte de los extraordinarios precios internacionales de la producción agropecuaria, los ingresos que les quedaban a los hombres de campo eran suficientes para mejorar, entre 1945 y 1948, más de un 30% los términos del intercambio interior”.
Sin embargo, Plan Marshall mediante, la reconstrucción de la economía europea fue rápida. Los precios internacionales bajaron así como el consumo interno argentino creció mucho. No sólo se comía más pan y más carne, también crecieron las importaciones de manera rotunda, en cantidad y con precios más altos.
Pero los beneficios redistributivos tocaban un techo. Además, la sequía de 1949 puso en jaque al sector rural. No solo se perjudicaban los dueños y arrendatarios de los campos sino que sin saldos exportables no había recursos para subsidiar la producción industrial.
Turbulencias y ajustes
A partir de 1950 se perfiló una nueva etapa en la Argentina: se desaceleró el crecimiento del PBI, la producción agropecuaria estancada, dificultades para importar productos para la industria y una inflación creciente. Perón decidió adelantar las elecciones que debían hacerse en febrero de 1952 y fijó fecha el 11 de noviembre de 1951. Pero un grupo de militares, liderados por el general Benjamín Menéndez, se sublevó el 28 de septiembre y aunque se los doblegó de inmediato, lo que no se detuvo fue la conspiración de sectores de las Fuerzas Armadas como un mal que, cuatro años después, terminaría con la vigencia constitucional en la Argentina.
Sin embargo, el peronismo tenía mucha cuerda. En elecciones limpias, con la incorporación del voto femenino, Perón obtuvo el 63% de los sufragios mientras que el radical Ricardo Balbín lograba apenas el 32%. Los votos fueron un aval para medidas que corrigieran el rumbo. Fue entonces cuando Perón lanzó el “Plan de Emergencia Económica de 1952”. Se trató de un plan de estabilización –o de ajuste- con la particularidad de que el resto fueron al amparo del Fondo Monetario Internacional. Ese fue a instancias de la propia visión de autoridades argentinas.
Cafiero en acción
Corría 1948 cuando el joven contador Antonio Cafiero fue enviado a Washington por Perón como “consejero financiero” de la embajada argentina, con solo 26 años. Podía ver de cerca cómo la inyección de recursos a los países europeos devastados por la guerra permitía recomponer economías industriales pero también la recuperación de la producción rural.
Después de tres años Cafiero fue convocado al país y tras un año en la Cancillería, al asumir Perón su segundo mandato ocupó el cargo de Ministro de Comercio Exterior. Con 30 años y sonrisa permanente era, para muchos, “Cafierito”.
El economista e investigador del Conicet Santiago Chelala fue, quizá, quien mejor pudo retratar las causas que llevaron a Perón a poner el pan negro en las mesas argentinas. Su libro La era de la inflación (Ediciones B, 2014) funciona como un álbum de una familia bastante disfuncional llamada Argentina.
Por el texto deambulan los distintos momentos donde los precios y las crisis de balanzas de pagos dieron golpes de knock out al país.
Antonio Cafiero, el hombre que 25 años después se cargó la renovación peronista, no tuvo empacho en contar que le tocó en suerte ser el arquitecto del pan negro.
En diálogo con él, Chelala, fue al grano: “Y nos quedamos sin trigo”.
Cafiero, sonriente, contestó: “Sí. A mí me tocó afrontar lo del pan negro. La oposición decía que era producto de la política, pero fue por la sequía. Comenzamos a importar una gran cantidad de toneladas sólo para cubrir el consumo interno. Aparecieron grandes titulares en los diarios, ‘Argentina ex granero del mundo, ahora importa trigo’. Decían que eso reflejaba el fracaso del gobierno. Nos reunimos con unos funcionarios y les pregunté si no había una forma de frenar la importación de trigo, porque además del costo, era una mancha. Entonces, a uno de mis funcionarios, no recuerdo a quién, se le ocurrió que se podía mezclar una parte de la molienda de trigo con una parte de la molienda de mijo, que sobraba. Como resultado teníamos la harina necesaria para seguir produciendo sin importar”.
“Por eso se recuerda al pan negro de esa época”, siguió Chelala.
“Claro -contestó Cafiero-, porque el mijo le daba al pan un colorcito medio marrón. Cuando se lo conté a Perón, me dice: ‘Ese pan, un poquito más oscuro ¿lo van a poder comer todos?’. Le dije que sí, que iba a estar en todos lados porque yo controlaba la distribución de la molienda.
‘Bueno -le dijo Perón-, aproveche y hagamos de eso un símbolo de austeridad, pero quiero que esto lo coman todos los argentinos, no quiero que algunos coman pan negro y otros pan blanco”.
Evita cocinera
El pan negro no fue la única herramienta que intentó el gobierno peronista para equilibrar la dieta de los hogares populares en una época en que a la sequía se le sumaba el desabastecimiento y el encarecimiento de productos básicos. En ese contexto, otra jugada fuerte fue la edición de un folleto con recetas de cocina firmado por la propia Eva Perón.
En el año 52, Eva Perón toma la iniciativa de publicar un folleto con un recetario peronista, que se llamó “La Papa” y cuya autoría está adjudicada a ella. Lo editó la gobernación de la provincia de Buenos Aires y se distribuyeron millones. Evita murió en el 52 y el folleto salió recién en el 53, pero con su firma. "Allí se dan una serie de recetas e indicaciones para cocinar la papa, que como la harina de trigo es fuente de hidratos de carbono, y otros elementos para una dieta sana que estaba al alcance de los sectores populares”, dice Ducrot a Infobae.
Salir del laberinto
El historiador Claudio Belini es otra fuente imprescindible para aquel momento argentino. Cifra la crisis entre fines de 1951 y mediados de 1953. Para ponerle magnitud al problema, Belini afirma que la capacidad de importar entre 1948 y 1952 se redujo a la mitad. Con semejante declive, resultaba central aumentar las exportaciones, aún a costa del mercado interno.
Pero, además, la contracción del consumo interno estuvo acompañada de inflación. Según el INDEC, entre 1945 y 1948 rondaba entre el 13 y el 17 por ciento anual mientras que en 1949 saltó al 31 por ciento. En 1950 y 1951 volvió a los valores anteriores y en 1952 volvió a rebotar, llegó al 28,8 por ciento.
Hasta entonces, los salarios se pactaban en la mesa de negociaciones entre sindicatos y entidades patronales. Pero las paritarias, en medio de la crisis no funcionaron. Con el plan de emergencia, el gobierno dispuso aumentos salariales por decreto y los congeló por dos años. Junto a eso, Perón dispuso el control de precios. Esas medidas, anticíclicas o de ajuste, como prefiera llamarse, buscaron atenuar la inflación. El efecto, sin duda, fue logrado. En 1953 la inflación fue 4 por ciento y en 1954 bajó al 2,8 por ciento.
En paralelo, en aquel año de ajuste de 1952, el gobierno se planteó una reducción del gasto público -menos viviendas, menos obras públicas- y un aumento de la tasa de interés para evitar la expansión monetaria.
No solo eso: para mejorar los saldos exportables de granos, Perón estableció que en 1952 el Banco Nación duplicara los créditos al sector agrario, para prefinanciar las cosechas y para mecanizar el campo. A su vez, el IAPI –que se valía de la renta agraria para fortalecer la industria- pagó a los productores precios más altos que los depreciados valores de granos del mercado internacional.
Dado que eso dejaba en rojo al IAPI, Antonio Cafiero logró que algunas exportaciones contaran con un dólar preferencial. Es decir, que al productor se le dieran más pesos por cada dólar. Esto sirvió para colocar más lana, más carnes conservadas y envasadas y más arroz.
En su artículo “Inflación, recesión y desequilibrio interno. La crisis de 1952, el plan de estabilización y los dilemas de la economía peronista”, Belini afirma que la cosecha de 1953, aunque muy buena, fue insuficiente. “En adelante, los problemas del sector externo continuarían empalideciendo el futuro de la economía argentina”, afirma.
Dilemas argentinos
La Argentina de la abundancia de los primeros años peronistas era muy distinta a aquella Argentina de principios del Siglo XX que quedó retratada como la del beneficio de un grupo minoritario. Entre 1946 y 1952, el fuerte incremento de la producción fue acompañado por una notable distribución del ingreso. Lo cierto es que, cuando las condiciones internacionales cambiaron y el esquema distribucionista se recalentó, fue el mismo peronismo el que tomó un rumbo que puso énfasis en la austeridad fiscal, el control de la inflación y el equilibrio de la balanza comercial.
Fue en ese contexto en el cual, por algo más de un año se comió pan con harina de trigo y de mijo en la Argentina.
El segundo plan quinquenal, que logró corregir algunos de los desequilibrios económicos, resultaba insuficiente para que la Argentina se reubicara en un escenario diferente. La hegemonía de Estados Unidos en el resto de América jugó un papel decisivo para que el peronismo perdiera fuerzas y se viera amenazado por múltiples factores.
Sin perder de vista la compleja situación política interna, signada por una grieta que se agrandó cuando el peronismo se enfrentó con la Iglesia Católica, lo cierto es que otro levantamiento militar -esta vez con participación de la oposición política y con consenso social- quebró la vida institucional argentina. Lo que todavía muchos denominan como “la Revolución Libertadora” fue un golpe de Estado. Se quebró el orden constitucional, como tantas veces antes y después tanto en la Argentina como en muchos otros países latinoamericanos.
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