Dos semanas antes de morir en el boliche República Cromañón, el adolescente de 14 años David Chaparro nunca había escuchado a Callejeros. Sabía por comentarios de amigos que era la banda de moda de ese 2004, pero ni siquiera había escuchado una canción de ese grupo.
Fue Emanuel, su mejor amigo del humilde barrio Don Manuel de Isidro Casanova, quien lo había intentado convencer de ir juntos a ver el último de los tres recitales que el grupo comandado por Patricio Santos Fontanet daría en el local de entretenimiento República Cromañón, el 30 de diciembre.
Según sus padres, David era un niño muy hogareño, algo aniñado. Y dudaba. No estaba tan convencido de tener que viajar a la Capital Federal sin sus padres, ir a un recital de una banda de la que no conocía ni un tema, tener que manejarse solo por la noche y lejos de su casa de la calle Edison al 2200.
“Él estaba terminando la escuela primaria. Estaba por arrancar el secundario. Había hecho todo el ingreso para entrar a una escuela de mecánica, la Jorge Newbery. Era un pibe muy responsable a pesar de tan corta edad y nos esperaba a la hora que veníamos los dos del trabajo y de repente lo encontrabas en la esquina que te estaba mirando a ver si bajábamos del colectivo para ir a ayudarnos. A mí en especial, que yo salía de mi trabajo y venía comprando cosas”, recordó su mamá, Miriam Araneda, en un diálogo íntimo con Infobae.
A David le gustaba La Renga. Había acudido acompañado por su madre a dos recitales en los estadios de River y Huracán. En una de esas salidas, también había sido acompañado por Emanuel y la madre de su amigo.
Llegado ese 30 de diciembre, Miriam y su marido Leonardo, decidieron permitirle a su hijo mayor ir solo al recital de Callejeros en el boliche del barrio de Once. “Nunca me había pedido de ir a un recital solo (...) Lo dejamos ir porque era una especie de premio. Le había ido re bien en la escuela, fue elegido mejor compañero, había pasado de año. Era como que no había motivo como para decirle que no. No era un chico rebelde”, reflexionó Miriam.
Y agregó: “Además, su amigo Emanuel había ido dos días antes a Cromañón con su mamá y su hermanito. Entonces, yo lo relacioné con que era una sociedad de fomento donde iban a escuchar música en familia”.
El 30 de diciembre de 2004, David no llegó a despedirse en persona de sus papás antes de salir para el barrio de Once. Como cada día de semana, se hizo cargo del cuidado de su hermana menor Lucila. Cerca de las 18 llevó a la hermanita a la casa de su abuela materna, después pasó a buscar a Emanuel por su casa y ambos se fueron acompañados por el tío de “Ema” a Cromañón. Tomaron el colectivo 88 en la Ruta 3.
David y Emanuel llegaron a Once poco antes de las 19. En un primer momento, fueron a un ‘ciber’ a divertirse con los videojuegos, después se comieron unos panchos. En un kiosko cercano al boliche. Fue en ese momento cuando David se sintió un poco abrumado por la cantidad de gente que empezaba a llegar, pidió un teléfono prestado en el ciber y llamó a su mamá a su trabajo.
Miriam estaba apurando los preparativos de las milanesas para comer la noche siguiente: iban a recibir el 2005 en la casa de sus suegros, que también vivían en el barrio. La familia alternaba cada celebración de año nuevo con la rama paterna y la materna. Esta vez, los anfitriones serían los abuelos Chaparro.
“Él me llama por teléfono, me dice, 'Ma, ya llegamos, estamos en Once, vamos a ir a comer, pero afuera es un mundo de gente me dijo, está lleno de gente. Entonces yo agarro y le digo David, le dije, ¿vos querés entrar o no querés entrar? Entonces él agarra y me dijo ‘sí, ma, cómo no voy a entrar, voy a quedar como un boludo, si Emanuel me invitó’. David se había querido pagar su entrada por su cuenta y había conseguido la plata cortándole el pasto al vecino de al lado”, relató Miriam.
David y Emanuel entraron al boliche. Los 32 grados de sensación térmica que había a esas 21 horas se incrementaban dentro del boliche. Por eso, poco tiempo antes de que empezara el show, David decidió subir desde la zona de “Campo” e ir directo a la planta alta de Cromañón, para mojarse la cabeza en uno de los baños.
En ese pequeño espacio del primer piso, David se habrá cruzado con la pareja de Fabiana Puebla y José Cantale. Dos veinteañeros de Lomas de Zamora, que convivían desde hacía cinco años y que eran la representación más genuina de la “generación Cromañón”.
Fabiana y José formaban parte de esa juventud de clase trabajadora, que entre finales del Siglo XX y el tan mentado 2001 habían sido parte de una clase adolescente olvidada, marginada. Una generación que en ese 2004 todavía estaba agobiada por el fantasma del desempleo y la precarización laboral. Que se asentaba entre el descrédito -y por ende, la oposición acérrima- a la clase política y los estamentos de poder de ese entonces. Una generación que encontraba en el rock barrial y la cultura popular su único refugio de celebración.
Fabiana y José se habían conocido en un boliche que pasaba rock, llamado Museo Rock. Precisamente era el mismo lugar donde ella había conocido a Pato Fontanet y a Cristian “Dios” Torrejón, el bajista de Callejeros, cinco años antes.
“La primera vez que escuché a Callejeros fue en el 99, antes de conocerlo a José. Pato salía en ese momento con una amiga nuestra. Los fuimos a ver durante todo ese año, cuando éramos apenas 15 personas”, le comentó Fabiana Puebla a Infobae.
“Pero en el 2004 fue la explosión de la banda. Ya no éramos los mismos de siempre. Todo había cambiado. Y Pato había cambiado, estaba agrandado. Ya era famoso, se había olvidado de nosotros, ya no nos conocía”, completó.
Precisamente, ese 2004 fue el año de la consagración de la banda de Villa Celina en la escena del rock nacional. La aparición en Cosquín fue la revelación. Un recital en Obras la confirmación y un último recital en la cancha de Excursionistas, apenas 15 días antes del incendio y donde reunieron a casi 15.000 personas, había consagrado a Callejeros como una banda con potencial afluencia masiva a sus shows en el futuro inmediato, tal como ya sucedía entonces con grupos como La Renga o Los Piojos. Los tres recitales de Cromañón, desde el 28 al 30 de diciembre, representaban la celebración del año del salto a la fama.
Y Callejeros también se había convertido en la banda de las bengalas. El paso de los shows y el crecimiento constante de su público permitía observar cómo también crecía el show de la pirotecnia entre los asistentes. Época en la que los seguidores sentían que su rol de acompañamiento era tan importante como los acordes y las estrofas.
Incluso, en esos recitales también se dispararon alarmas que no fueron vistas a tiempo: en Obras, dos jóvenes se tuvieron que retirar en ambulancia porque se ahogaron con el humo de las bengalas y en el show de Excursionistas se labraron ocho actas por contravenciones relacionadas al uso de la pirotecnia.
Eran cerca de las 20 de la noche cuando José Cantale llegó desde su trabajo de reposición de limpiaparabrisas para autos al local del barrio de Once. Él se enojó con Fabiana por cómo había ido ella vestida al show, con una musculosa blanca y un pantalón rojo de batik.
“Minutos antes de que empezara el recital, estaban pasando música. la consola de Chabán estaba justo debajo de donde estábamos nosotros entonces yo veía, me asomaba por este balconcito y lo veía a Chabán. Antes que empiece el show Chabán pone ‘Ji ji ji’, entonces ahí la gente se alborota, empieza a saltar, a cantar, y ahí empiezan los primeros cohetes. Los primeros tres tiros que aparecieron, las explosiones. A lo cual Chabán corta la música y dice que la corten, que no sean pelotudos, que éramos 6.000 personas y que nos iba a pasar lo que pasó en Paraguay. Que si nos prendemos fuego nos iba a pasar lo de Paraguay”.
El empresario hacía referencia al incendio en el supermercado Ycuá Bolaños, en Asunción, donde se registraron 327 muertes.
“Cuando Chabán dice lo que estaba diciendo yo le digo a José ‘Ay, que se calle, está llamando a la desgracia, que se calle este pelotudo’, le dije. Entonces, José me preguntó ‘¿No viste cómo es el techo?’ Yo la verdad que nunca fui a un lugar a ver las instalaciones o la salida de emergencia, nada, ni se me dio por mirar el techo".
“¿Se van a portar bien?”, preguntó Pato Fontanet al público cerca de las 22.50, ya con la banda en el escenario. En el balcón de la planta alta, David Chaparro, Fabiana Puebla y José Cantale deliraban. La fiesta comenzaba.
Pero un minuto después de iniciada la canción “Distinto” ocurrió lo que parecía inevitable pero que nadie previó. Fontanet cantaba la línea “A hablar mal del qué dirán, a ver temblar la seguridad”, cuando se escuchó el primero de los tres tiros. Veinte segundos después, la media sombra se prendería fuego al completo, comenzaría a llenarse el lugar de un humo tóxico y venenoso, la banda dejaría de tocar, se escucharía el murmullo y se cortaría la luz. El desastre.
"Cuando empieza el incendio nosotros lo vimos al toque porque ya encima vimos cuando pegó la bolita y enseguida se hizo, o sea, se abrió toda la media sombra y empezó ahí el fuego. A lo que José me dice ‘bueno, quedate tranquila, quedate tranquila, dame la mano’.
(...)
Cuando estamos encarando para las escaleras se corta de nuevo la luz, ahí empieza el pánico. Todos corriendo para todos lados, todos los cuerpos transpirados, mojados. Y José que me quería llevar al baño y yo le decía que no, que al baño no porque tenía miedo de quedar encerrada y después no poder salir. Y él me agarra de las manos, me tironea como para ir al baño y yo me quedo parada. Y entre el tumulto de la gente, que nos empujaban para que caminemos y qué sé yo, lo pierdo. Así que ahí lo perdí y lo último que recuerdo de él es su espalda. Que lo vi con el reflejo del fuego. No lo vi más", afirmó Fabiana entre llantos.
Fabiana ya estaba con una remera con el dibujo del sandwich del disco Especial de Viejas Locas en su cara. José se la había dado para que intentara evitar el ingreso del humo tóxico a sus vías respiratorias. “Recuerdo un chico que golpeaba la pared y, como queriendo romper la pared, pedía auxilio, pedía por su mamá. Había algunos que se tiraban, de la desesperación se tiraban de la planta alta (...) En una de esas que estoy tratando de buscar la pared me choco con un chico alto, grandote, me saca la remera de la cara y se la lleva, yo me lo quedo mirando. Pero bueno, era parte de la supervivencia”.
“Me acuerdo que en un momento me quedé al lado de una pareja que se estaba despidiendo. Él le decía a ella que la amaba y que se quede tranquila que si se morían se iban a morir juntos pero que no la iba a dejar. Y nada, yo los escuchaba y ahí me puse a llorar, porque dije yo me voy a morir y José no me va a ver”.
“Cuando me senté, dije yo no me puedo quedar acá sentada, yo me tengo que levantar. José me debe estar buscando, ya debe estar afuera y debe estar desesperado, yo me tengo que levantar y me tengo que ir (...) Cuando llego al final de la escalera me desmayo, me caigo. Lo único que recuerdo es que vi la luz como de una puerta y que dos personas me agarraron de las piernas y me arrastraron. Me llevaron hasta la puerta. Y cuando vi esa luz me desmayé y después me desperté en la esquina de Jean Jaures y Bartolomé Mitre toda mojada, me habían tirado un balde de agua”.
El plan de Miriam y David Chaparro era esperar que cerca de las doce de la noche, el padre de Emanuel los pasaría a buscar con el auto para ir a buscar a los hijos a Once y regresar todos juntos a Isidro Casanova.
“El papá de otro chico vino antes de tiempo. Cuando vino antes a mí ahí me agarró algo, algo adentro mío como, no sé, como una alerta, como que algo mío no estaba tranquilo (...) Estaba con la mamá de Emanuel que es mi amiga, y yo la veo también a ella medio intranquila, con lágrimas en los ojos, y él, Julio, el papá de Emanuel, me dice ‘Mirá Miriam -me dice- me llamó Emanuel’, supuestamente él llamó del hotel de al lado, le pidió al de vigilancia poder llamar, porque en ese momento no había tantos celulares ni WhatsApp ni nada de esas cosas, ‘entonces llamó por teléfono a casa y dijo que Cromañón se estaba prendiendo fuego y no lo encuentran a David’”.
“Pasábamos lo que era la autopista y nada, sacamos un pañuelo y creo que la policía nos seguía, porque no llegábamos. Era como que nosotros no teníamos tiempo para explicar por qué íbamos tan rápido. Llorábamos. Íbamos discutiendo cómo iban vestidos y qué trayecto habían hecho para llegar ahí”.
Habían pasado poco más de las 23, cuando en un punto de la capital, el fotógrafo Marcelo Bartolomé cenaba en su casa con su esposa. Durante todo el 2004 había sido colaborador freelance de la revista Pronto. Su pasar económico no tan holgado lo obligaba a tomar cada oportunidad de trabajo como algo único para progresar y mostrarse.
“A mí me llaman para ir a cubrir un incendio en una bailanta. Me dicen ‘Mirá, andá, hacé una foto del frente y listo, con eso estábamos bien’. Le dije a mi mujer ‘acompañame, son cinco minutos, hago la foto y volvemos’. Y me acompañó”, aseguró el reportero gráfico a Infobae.
Una situación similar se vivió en simultáneo en un hogar del barrio Villa Pueyrredón, donde Carlos Russo, el entonces director de emergencias médicas de la Ciudad de Buenos Aires, disfrutaba de unas vacaciones.
“Estaba en mi casa, estaba jugando al ajedrez. No me acuerdo el horario exacto. Estaba escuchando música, no estaba enterado de nada. Yo estaba de vacaciones esa noche. Me llamaron por teléfono desde el SAME para que acudiera porque había ocurrido un incidente masivo donde se superaba la normal tarea del SAME habitualmente y necesitaban de toda la gente”, le explicó a Infobae.
Russo era quizás el representante de asistencia médica más experimentado del país en grandes tragedias. A lo largo de su carrera había trabajado en los atentados a la Embajada de Israel y la AMIA y en el accidente del avión de LAPA.
Una vez recibido el llamado, se dirigió de inmediato al centro de operaciones para coordinar toda la atención médica del incendio en Cromañón.
Mientras tanto, el fotografó Bartolomé y la familia Chaparro ya habían llegado a la esquina de Bartolomé Mitre y Jean Jaures. Y el sentimiento de caos, tragedia y desesperación fue colectivo.
“Antes de llegar empezamos a ver movimiento no habitual por la zona. No habitual en cuanto a bomberos, ambulancias. Bueno, al bajar me encuentro, o viene a mi encuentro en realidad, un amigo fotógrafo, donde me dice que el ambiente era un poco áspero, que le habían querido quitar la cámara para que no hiciera más fotos”, explicó Bartolomé.
“Eran gritos desesperados. Chiquitos corriendo buscando a sus padres, papá, mamá, chicos chicos, 5, 8, 10. Mismo familiares, gente grande, buscando a sus parejas, a sus amigos. Una situación la verdad que nunca la había vivido”, completó el reportero.
“La verdad que en ese momento en lo único en que pensaba era en hacer fotos. En tratar de retratar lo mejor posible dentro del clima adverso que había, porque constantemente nos decían que no hagamos fotos, nos venían a agarrar las cámaras. Situaciones tensas. No podíamos usar el flash porque veían la luz y te venían a sacar la cámara (...) Mi misión, mi deber en ese momento era retratar, hacer fotos. Retratar lo que estaba pasando. Había gente que estaba para cuidar, la policía, había bomberos, que estaban para apagar el incendio, y había médicos para… Cada cual tiene su cometido ¿no? Lo mío era, yo tenía que retratar, hacer fotos, no estaba para otra cosa”.
“Era como una guerra que detonó todo un barrio y uno se quedó sin nada”, completó la madre de David Chaparro, que a los pocos minutos de llegar al lugar encontró al tío de Emanuel tirado en el suelo cerca de una boca del subte. “Estaba en posición fetal y totalmente descompuesto. A Emanuel lo encontramos en la Plaza de Once, también estaba mal. Le preguntamos por David y él no nos podía contestar. No nos decía nada, como que lloraba".
El desorden era total. El trabajo de la Policía, los bomberos y los enfermeros se mezclaba con la desesperación de los sobrevivientes y los familiares que llegaban al lugar y buscaban entrar a Cromañón para buscar a una hermana, una novia, un amigo o un hijo.
“Cromañón en sí tuvo una altísima valencia emocional. Probablemente porque se trataba de una enorme mayoría de gente joven y ligados entre sí”, analizó Russo.
Y completó: “Entonces, esa valencia emocional hacía que fuera muy difícil en el lugar manejar la situación de la manera que uno sabe que tiene que manejarla: resguardando la escena, evitando que la gente entre y salga de la zona de impacto. Es decir, esto es lo ideal: tratar de circunscribir esa escena, que nadie más entre al lugar, porque hay que evitar agregar futuras víctimas, que se pueda asegurar el área, para que después el Sistema de Salud empiece a trabajar trasladando a la gente que tenga que trasladar”.
De acuerdo al testimonio de los testigos, mucho tiempo después se pudo comprobar que el 30% de las víctimas mortales de Cromañón fueron personas que habían salido del boliche y regresaron al lugar para buscar a un ser querido.
“Para poder haber asegurado esa escena, como correspondería según los libros, habría que haber hecho un cuadro casi de represión por parte de las fuerzas de seguridad. Y hubiera sido otro lío dentro del lío. No es tan sencillo manejar esto en algunas o en otras situaciones. El protocolo es la parte filosófica de esto, nos indica el por qué tenemos que hacer esto. Respecto al ‘cómo’, a veces es cada lugar el que nos indica que hay algunas cosas del protocolo que hay que ir modificando para que puedan funcionar mejor”.
Mientras Fabiana Puebla era trasladada a una clínica geriátrica, Leonardo Chaparro, el padre de David, era uno de los tantos padres que se metió dentro de Cromañón para buscar a su hijo. Sacó a decenas de jóvenes desmayados. Pero no lo encontró a David.
El terror fue el clima que reinaba en el lugar. El periodista Pablo Plotnik graficó la escena de la manera más precisa en un artículo publicado en febrero de 2005: esa hermana o ese amigo están igualitos a como estaban hace unos minutos, cuando saltaban y cantaban el primer tema del recital. No había quemaduras ni traumatismos graves, sólo algunas manchas negras en la cara y el cuerpo. La facción era la misma, pero algunos de ellos ya no respiraban.
Al cabo de unas horas y durante los, al menos 10 días siguientes, se produjo otra de las fases críticas de la tragedia: el reconocimiento de los heridos y de las víctimas mortales. Los centenares de afectados estuvieron desparramados en diferentes centros de salud de la Ciudad y el Gran Buenos Aires y algunos padres debieron pasar hasta 9 o 10 días para poder confirmar si su hijo murió en Cromañón.
“En Cromañón, uno de los inconvenientes graves que tuvimos fue la identificación de las víctimas. Sean vivos o fallecidos. Muchos familiares han tenido que recorrer durante una semana, diez días siguientes a Cromañón, recorrer hospitales o recorrer morgues. Ponéte en el lugar, estás buscando a alguien, que no sabés si está vivo, muerto, no sabés los nombres. Esa identificación correcta tardó entre una semana y diez días”, reconoció Russo, en el que fue el punto más crítico de la gestión sanitaria de la catástrofe de Cromañón.
De hecho, a raíz de ese episodio, el SAME implementaría luego el llamado ECUES, que se trata de un equipo dedicado de manera exclusiva a la recolección de datos personales y de identificación de víctimas en una situación de catástrofe masiva.
La tragedia de Cromañón tuvo un saldo de 194 muertos y el reflejo de “muerte joven” que dejó a lo largo del tiempo fue refrendado por los datos. El promedio de edad de las víctimas mortales fue de apenas 22 años. Hubo hasta un bebé de 10 meses entre los muertos. Además, solo 27 de los 194 fallecidos superaban los 30 años.
Una vez que pasaron más de seis horas, tanto Leonardo como Miriam Chaparro empezaron a resignarse ante la ilusión de poder ver a su hijo con vida. “Transcurridas tantas horas, es como que ahí se me vuelve esto de que en mi cuerpo siento que, como que él mismo me dice ‘Ya está, ma. Ya está. No me busquen más, ya como que ya estoy. Ya no estoy más en esta vida’. No sé, sentí una cosa rara. Como que adentro mío empezó a amanecer y yo dije ya vamos a estar de día y mi hijo no aparece”.
Finalmente, Leonardo Chaparro fue quien recibió la noticia a la que tanto le temía y buscaba evitar. Fue durante la tarde del viernes 31 de diciembre, a horas del año nuevo, en boca de uno de sus hermanos. Habían encontrado a David. Su cuerpo descansaba en la morgue de Chacarita.
Por su parte, Fabiana Puebla recibió la noticia de que su pareja había muerto durante el mediodía de esa misma jornada, en la clínica donde estaba internada.
“Me senté en la cama, me arranqué las vías que tenía y me fui, me fui a mi casa. Fui a la casa de mi mamá primero, estuve ahí, me bañé, ya te digo, mi mamá me lavó la ropa, y volví a mi casa, donde vivía con José, y nada, fue volver a mi casa, ver y estar sola”.
Así como la mayoría de los argentinos recuerda dónde estaba y qué hacía en el momento preciso del incendio de Cromañón, también quedó instalado el sentimiento general de que la celebración del año nuevo de 2005 fue la más “triste” y apagada que se recuerde en las últimas décadas.
“Volví a mi casa a la noche para tener la cena de fin de año que obviamente fue horrible, no era lo que uno quería. No había un festejo de fin de año. Creo que le pasó a toda la sociedad porque esto impacta, pega. Fue una macana. Una situación que de alguna u otra manera te pega. Los que nos tocó vivirlo de cerca, más todavía. Quedás involucrado y quedás involucrado afectivamente. No te librás de la situación, de decir me fui y ya está”, reflexionó el médico Carlos Russo.
Y a partir de entonces comenzó la lucha de los sobrevivientes y los familiares por encontrar la Justicia ante una seguidilla de irresponsabilidades tan graves como claras. Desde la venta para una cantidad de visitantes tres veces superior a la permitida, los problemas de control de habilitaciones desde el Gobierno porteño, hasta las salidas de emergencia cerradas con candado, las canchas de fútbol 5 en la azotea y el permiso de ingreso de bengalas y pirotecnia al establecimiento.
Además de la destitución del entonces Jefe de Gobierno Aníbal Ibarra, la Justicia logró condenar a Omar Chabán (dueño de Cromañón), el manager de Callejeros Diego Argañaraz, el subcomisario Carlos Díaz, Raúl Villarreal, mano derecha de Chabán, las funcionarias públicas Fabiana Fiszbin y Ana María Fernández y a los músicos de Callejeros.
Pero para poder alcanzar ese punto se precisó de la organización de más de un centenar de padres, hermanos, hijos, tíos y primos, que enarbolaron la lucha por la Justicia y convirtieron la Causa Cromañón en un ejemplo de lucha.
Así y todo las víctimas indirectas no hicieron más que engrosar la lista de desgracias. Se estima que en los 15 años desde que ocurrió la tragedia, al menos 17 sobrevivientes cometieron suicidio. En tanto, unos 48 padres de víctimas mortales perdieron la vida en ese mismo período debido a un estado de salud deteriorado.
Fabiana Puebla logró retomar el camino de su vida. Tuvo dos hijos y se casó y formó familia con Eduardo, otro sobreviviente, a quien conoció en las marchas.
"Al principio no lo aguantaba porque era muy peleador. Luego de 10 años en la lucha nos pusimos en pareja y hasta tuvimos un hijo, Luca, que tiene un año. Hoy, me aferro mucho a mis hijos. A mis hijos, mi familia, mis hermanas, mis amigos. Fueron fundamentales para que yo salga adelante, me dieron la fuerza. Siento que ellos me dan fuerza y me levantan. Me puedo caer pero me vuelvo a levantar y sigo. No me permito caer. Necesito estar fuerte para mis hijos, para mi familia, para mi pareja y para mí.
Por su parte, Miriam y Leonardo Chaparro encontraron la luz en Nehuén, quien nació unos 20 años después del nacimiento de David y el parecido entre ambos es ineludible.
“Es como que gracias a Dios lo tenemos a él, que es nuestro cable a tierra. Es como un motivo más para seguir esta lucha y creemos que tiene mucha validez seguir por él más que nada. Porque queremos que esto no quede solamente en los papás que nos pasó, sino que también después el día que no estemos más nosotros en este mundo que ellos puedan seguir luchando por esto, que no tiene que volver a pasar nunca más”, analizó Miriam Araneda.
Y completó: “Esto es un ida y vuelta, hoy yo puedo estar hablándote acá y quizás, ojalá que no, pero siempre siguen pasando cosas y una nota tapa a la otra. Y lo que siempre decimos nosotros es que ningún padre más tenga que llorar a su hijo y llevando la foto colgada en el pecho ¿no? Y sigue pasando. Entonces es como que algo pasa en la sociedad y tenemos que preguntarnos cómo nos ayudamos. Porque solamente al que le que pasa sabe, cuando realmente le pasó, sabe de qué lado tiene que estar parado. Y si no estás apuntalado con tu pareja, o con la familia, o con un buen terapeuta o con la misma sociedad es como que te morís, te morís en el intento y te morís sentado esperando que te llegue la muerte, porque la muerte de un hijo no se compara con nada”.
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