¿Cianuro o un balazo?¿Dos ladrones o la concubina y su amante?
En septiembre de 1926, en pleno gobierno del radical Marcelo Torcuato de Alvear, el misterio de la muerte del concejal de Vicente López Carlos Ray tenía en vilo a la opinión pública. Se hablaba del tema en las casas, en los cafés, en las oficinas y, por supuesto, en los comités de la Unión Cívica Radical, ya que no sólo la víctima pertenecía a ese partido sino también uno de los sospechosos.
Había dos hipótesis sobre el asesinato, que no sólo dividían al público sino también al periodismo. La Razón y Última Hora apuntaban a la concubina de Ray, María Poey, y a su supuesto amante, el también concejal radical José Pereyra; Crítica se inclinaba por la versión que señalaba a dos ladrones como los autores del hecho.
A las cinco y media de la mañana del 10 de septiembre, la concubina de Ray salió al balcón de la casona de la calle Victoria 4085 y pidió auxilio a los gritos. Para reforzar su pedido hizo tres disparos al aire. Un vecino llamó a la policía, que demoró dos horas en llegar.
La escena del crimen
Los policías encontraron el cuerpo de Ray en el suelo del dormitorio, ubicado en el primer piso de la casa, entre la cama y la puerta del balcón. El muerto estaba en camisa y calzoncillos, con el detalle de una bufanda rodeando su cuello. A las 7.30 de la mañana, el cadáver estaba frío y presentaba signos de rigidez cadavérica.
En el piso había manchas que en un primer momento se tomaron como de sangre pero que posteriormente se comprobó que eran de suero o líquido cadavérico. Ray tenía un balazo de una Browning 9 milímetros que le había entrado por el hombro izquierdo y que, en un primer momento, se tomó como la causa de la muerte.
Sin embargo, no había sangre ni en las sábanas ni en la ropa de Ray. No había sangre por ningún lado. Como si el balazo se lo hubieran pegado a alguien que ya llevaba tiempo muerto. Además, la entrada de la bala no concordaba con la posición que Ray tenía en el piso, salvo que después de recibir el disparo se hubiera levantado y caído al suelo.
Las declaraciones de María Poey
En su declaración, María Poey relató que en la noche anterior se habían reunido a jugar a las cartas –más precisamente a la escoba de quince– el matrimonio Pérez (tíos de Ray), el concejal Pereyra y los dueños de casa. Habían cenado alrededor de las 9 de la noche y luego jugaron hasta la una de la mañana, hora en que los tíos de Ray se habían ido. Pereyra se quedó unos momentos más y después se fue. “Cuando todos se fueron, nos fuimos a dormir”, declaró.
Relató que la despertaron unos ruidos en el dormitorio y que Ray encendió el velador que tenía en su mesa de luz. Según sus palabras, en la habitación había dos hombres enmascarados con pañuelos marrones y Ray intentó sacar alguno de los dos revólveres que guardaba en el cajón de la mesa de luz. Dijo que entonces uno de los intrusos disparó dos veces y que ella se tiró al suelo del lado de la cama que estaba su marido. Que los ladrones huyeron y que poco después ella salió al balcón, pidió auxilio y disparó tres veces al aire con una de las armas de Ray para llamar la atención.
En un primer momento, la versión de Poey conformó a los investigadores. De la casa faltaban joyas, 20.000 pesos y pieles. La policía encontró también huellas de barro en la pared lateral de la casona y en la verja que daba a la calle.
Sin embargo, las declaraciones de otros testigos eran contradictorias y había cosas que no cerraban. Sólo uno de los vecinos dijo haber escuchado cinco disparos (dos de los supuestos ladrones y los tres al aire de María Poey), el resto declaró haber escuchado sólo tres.
Por otra parte, las puertas de la casa no estaban forzadas y no quedaba claro cómo los ladrones podían haberse llevado las pieles, de gran volumen, en su huida, ni tampoco por qué habían ido al dormitorio cuando el dinero y las joyas estaban en otras habitaciones y ya tenían el botín en sus manos.
Las primeras sospechas
Las contradicciones hicieron que la investigación –sin dejar de buscar a los supuestos delincuentes– se enfocara también en María Poey y el concejal Pereyra. Carlos Ray y Poey vivían en concubinato y ella tenía una hija de otro matrimonio, que no vivía con ellos pero solía pasar los fines de semana, cuando salía del colegio donde estaba internada. Los policías recogieron testimonios sobre constantes discusiones en la pareja y un dato más inquietante: el concejal Pereyra solía visitar a María Poey cuando el concejal Ray no estaba en la casa.
La teoría de una conspiración de Poey y su amante Pereyra para matar a Ray empezó a tomar cuerpo, y se reforzó con el resultado de la primera autopsia.
El informe firmado por el médico forense Ricardo Barreiro Aguirre contradijo el testimonio de María Poey. Según el médico, era imposible que el balazo hubiera entrado por el hombro de Ray si los hechos se habían producido tal como los había relatado la mujer. La posición del cuerpo no concordaba con los dichos de Poey.
Además, en el estómago del concejal había alimentos sin digerir, lo que –junto con la rigidez del cadáver que encontraron los policías cuando llegaron a la casa– situaba la hora de la muerte alrededor de las dos de la mañana y no a las 5.30, cuando la mujer gritó desde el balcón y disparó el arma.
Y señaló otro dato significativo: la mucosa del estómago presentaba alteraciones que “podían presumir la existencia de algún toxico”.
Una segunda pericia, a cargo del doctor Pedro Pando, confirmó la presencia de tóxicos y precisó que se trataba de “cianuro”.
El único problema es que la muestra de tejido estomacal no había sido sellada, por lo que cualquiera podría haberla contaminado.
A pesar de las dudas, el juez Julio Facio –a cargo de la investigación del crimen- ordenó la detención de María Poey y José Pereyra.
Ríos de tinta
Para entonces, por la actividad política de la víctima y uno de los supuestos asesinos, el crimen del concejal llenaba las columnas de los diarios.
“El caso ocupó las primeras planas como una novela policial publicada por entregas. Los rumores sobre las malas compañías de Ray, que organizaba mesas de póquer en su casa, y la vida disipada de María Poey avivaron el interés del público. La primera autopsia, realizada el 18 de septiembre por dos profesores de la Facultad de Medicina de La Plata, concluyó que había cianuro en las vísceras del concejal. La hipótesis fue entonces que el robo y los balazos no eran más que un montaje para encubrir el presunto envenenamiento, un crimen fríamente calculado por María Poey y uno de sus amantes, José Pereyra”, relata el periodista Osvaldo Aguirre en una muy buena nota sobre la cobertura periodística de la muerte de Ray.
Los diarios vespertinos –que seguían los avances del caso en tren claramente sensacionalista– tomaron posición.
La Razón y Última Hora apuntaban a la culpabilidad de los amantes en base a dos datos que consideraban concluyentes: los supuestos ladrones no habían sido atrapados y había cianuro en las vísceras de Ray.
El otro vespertino, Crítica, se situó en la vereda opuesta. El poeta Raúl González Tuñón, que por entonces trabajaba en el diario, recordaría años después que su director, Natalio Botana, inició una campaña “a favor de la detenida María Poey, estaba de parte de ésta y contra el juez enconado que la acusaba de homicidio por envenenamiento”.
Botana, tenía sus razones para defender la inocencia de Poey y Pereyra. El defensor del concejal y su amante era Horacio Oyhanarte, amigo personal del director de Crítica. Le encargó el seguimiento del caso a un periodista de la sección policiales, Gustavo Germán González, un joven de 24 años que solía firmar sus crónicas con sus tres iniciales (G.G.G.), que con los años se harían legendarias.
El “Crimen del concejal de Vicente López” lo catapultaría a la fama.
Presiones al juez
El abogado Oyhanarte era también amigo muy cercano del ex presidente Hipólito Yrigoyen y no dudó en hacer jugar sus influencias.
En No hay cianuro. El crimen de Carlos Ray, el historiador Hugo José Garavelli da cuenta de un diálogo, en el despacho del jefe de la Policía Federal, entre el defensor de Poey y Pereyra y el juez a cargo de la causa, Julio Facio.
-Tengo influencia, doctor Facio, para hacerlo ascender y también la tengo para hacerlo destituir – le dijo el abogado al juez.
-No dudo, doctor, que tenga la influencia que dice. Es lamentable que no haga mejor uso de ella – le respondió Facio.
“No hay cianuro”
El 21 de septiembre, el juez Facio ordenó la exhumación del cadáver de Ray para que se realizara una tercera autopsia, extrayendo nuevas muestras del cuerpo. Habían pasado más de diez días del crimen y, con los recursos de la época, era muy difícil que se pudiera detectar la presencia de un tóxico.
Una de las fuentes que Gustavo Germán González tenía en la Jefatura de Policía le pasó el dato y éste lo aprovechó. “GGG apeló a sus contactos. El policía encargado de retirar el cuerpo de Ray en el cementerio de la Recoleta era un amigo. Con su ayuda, y unos pesos, convenció al plomero de la morgue para que le prestara ropa y lo dejara ocupar su lugar en la autopsia. También tuvo la complicidad del comisario Santiago, que lo reconoció en medio del procedimiento y no lo delató”, cuenta Osvaldo Aguirre en su reconstrucción del caso.
En una entrevista que uno de los autores de esta nota le hizo en mayo de 1982 –junto con el fotógrafo Pastor Domenech– para el semanario Flash, Gustavo Germán González recordó que apenas escuchó a los forenses decir que no había muestras de cianuro en el cadáver no perdió un minuto, salió de la morgue -y sin siquiera sacarse el uniforme de plomero- fue al diario para avisarle a Botana.
El director de Crítica decidió aprovechar al máximo la primicia. Encargó hacer doce tipos de madera que superaban en el cuerpo (tamaño) incluso a los que utilizaba el diario para sus noticias más sensacionalistas y tituló: “NO HAY CIANURO”. Lo reforzó con una bajada donde se preguntaba: “¿Fue una mano criminal la que puso cianuro?”, para reforzar la hipótesis que venía sosteniendo sobre la contaminación de las muestras.
En la misma crónica que escribió a toda velocidad al llegar a la redacción, G.G.G. se jactaba de cómo había obtenido la primicia: “Una de las órdenes impartidas por el juez era la de impedir el acceso a la sala de la Morgue a todos aquellos que no tenían una autorización expresa del magistrado, aún los médicos y especialmente los periodistas. Sin embargo, como lo ha demostrado ya en innúmeras oportunidades, Crítica llega siempre hasta donde se propone y así, esta vez también, nuestro cronista de policía pudo observar de cerca la autopsia”, decía.
A pesar del resultado de la nueva autopsia, el juez Facio mantuvo detenidos a Poey y Pereyra, hasta que un nuevo hecho dio un giro a la causa.
Chivos expiatorios
El 28 de diciembre –dos meses y medio después del crimen- la policía capturó a dos ladrones y los acusó del asesinato de Carlos Ray.
Víctor Antía y José Llancoy eran dos rateros conocidos por los hombres de uniforme azul. Cuando se los presentaron al juez, ya tenían sus confesiones firmadas. Dijeron que habían entrado a la casa, habían robado y que cuando el concejal se despertó y trató de tomar un arma le habían disparado.
Con esta confesión, dos días después, María Poey y José Pereyra fueron liberados.
Pero el juez Facio no estaba convencido. Interrogó a Antía y Llancoy por separado y rápidamente se dio cuenta de que se contradecían entre ellos y que tampoco seguían al pie de la letra las declaraciones que habían hecho “voluntariamente” al ser interrogados por la policía.
Cuando se realizó la reconstrucción del crimen quedó claro que ninguno de los dos rateros conocía la casa de Vicente López, ni cuál era su distribución. Además, señalaron una ruta de huida que no coincidía con lo declarado por los supuestos testigos de su fuga.
Más tarde, ya en el despacho de Facio, reconocieron que no tenían nada que ver con el hecho y que habían firmado las confesiones que les había puesto adelante la policía luego de haberlos torturado sumergiendo reiteradamente sus cabezas en fuentones con agua.
Víctor Antía y José Llancoy fueron liberados poco después.
María Poey y el concejal José Pereyra siguieron en libertad y fueron sobreseídos a mediados del año siguiente.
La muerte del concejal radical Carlos Ray nunca fue resuelta, pero el caso pasó a la historia con un tango de Ausonio Rivero Pisani titulado No hay cianuro, grabado por la orquesta de Osvaldo Fresedo en 1928, y con la película Los acusados –protagonizada por Silvia Legrand, Mario Soffici y Guillermo Battaglia-, estrenada en 1960, con guion de Marco Denevi y dirección de Antonio Cunill (hijo).
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