A los 12 años la anorexia se apoderó de Bianca Panozzo (32). Se veía gorda, se sentía fea y su baja autoestima decaía todos los días. Si bien medía 1,70 y estaba extremadamente flaca, ella no se veía así. Se volvió perfeccionista en todo lo que hacía y aun así no era suficiente. Almorzaba sopa o una pequeña porción de pascualina a la que le sacaba las tapas. Tardaba cuarenta y cinco minutos en comer una manzana y antes de irse a dormir, repasaba uno por uno cada alimento ingerido para calcular las calorías. Su estómago estaba en constante contracción y le daba unos dolores punzantes. Aprendió que tenía que levantarse despacito de la cama para evitar el mareo. Y se pesaba todos los días.
Bianca vivió con esta rutina por 18 años. La anorexia no fue el único problema, también se sumó la bulimia. Pasaba de un trastorno alimenticio al otro sin escala. Su mente no la dejaba en paz. Siempre pensaba en comida. Después de haber vivido en ocho países en el último tiempo, y de estudiar economía empresarial en la Universidad Di Tella, se dedica a la dramaturgia y a escribir sobre todo lo que ve y se imagina. Después de días de oscuridad y sufrimiento, ahora Bianca es sinónimo de resiliencia.
— ¿Cuándo empezaste con los problemas de alimentación?
— Los empecé a desarrollar a los 12. Ahora tengo 32, ya hace 20 años. Fue cuando estaba terminando la primaria.
— ¿Cómo aparece el problema? ¿Recordás algo?
— Sí. Es difícil de trazar una línea con cosas así, yo creo que a todas las personas que hemos tenido o que tienen algún trastorno alimenticio o cualquier situación parecida les pasa lo mismo. Yo siempre tuve mucha ansiedad, porque nací con ansiedad. Y pasó algo en ese momento de terminar la primaria que me despertó la anorexia.
— ¿Te costó mucho tiempo identificar el problema?
— Sí. Fui al médico ya cuando estaba muy baja de peso y me lo dijeron. En un punto yo sabía que algo no estaba bien, pero yo era muy chica. Por otro lado, incluso sabiendo que tenía un problema y cuando pasaron los años y fui desarrollando otras vertientes del mismo trastorno, es muy difícil tener claridad sobre lo que te está pasando. Yo recién ahora que pasaron unos cuantos años en los cuales me siento limpia de todo síntoma estoy empezando a ver toda esta situación desde otro lugar.
— ¿Sentís que ya te curaste?
— Pasa que el término curarse es un poco extraño para mí. Porque no sé si esto es algo que se cura o que no se cura. Siento que como todo trastorno del pensamiento, del comportamiento, es algo que aprendés a manejar de otra manera. Porque “la palabra cura” me suena más a “me lastimé y se me sana”. Esto es otro tipo de situación.
— ¿Hoy por hoy tenés que pensar el tema de la comida?
— Hoy por hoy me vinculo de la manera más sana en la que me he vinculado básicamente en toda mi vida. De todos modos, no significa que yo ya esté o que no tenga ningún pensamiento al respecto o no me mire al espejo más de lo que debería. Me doy cuenta de que a veces todavía caigo en esas cosas. Lo que pasa es que hoy, cuando me pasa, eso lo puedo dejar de lado. Eso es lo diferente. No ocupa espacio en mis pensamientos de forma que no puedo pensar en otras cosas como me pasaba cuando estaba en el ojo del trastorno. El trastorno empieza a elaborar conductas alrededor tuyo que lo que hacen es perpetuar el trastorno. De manera tal que yo hasta ahora me estoy dando cuenta de determinadas conductas que yo desarrollé que no son mías, sino que tenían que ver con cómo yo fui evolucionando con el trastorno.
— ¿Por ejemplo, alguna?
— Por ejemplo, tenía ataques de ira. O mentía con respecto a determinadas cosas. O me encerraba y no quería hablar, y cada vez hablar menos, y hablar menos, y hablar menos. O estar muy de buen humor exageradamente, en realidad, para ocultar el malestar que sentía. Una forma de vivir muy extremista, porque en realidad estaba súper mal, pero simulaba estar súper bien. Y ese extremismo después contamina todas las áreas de tu vida. Y el secretismo por sobre todas las cosas.
— ¿Tu alrededor se daba cuenta de que estabas mal?
— En primer lugar, yo creo que siempre sabemos cuando alguien está mal. Entonces, no hay que tener miedo a darse cuenta de eso. No solamente con esto sino con cualquier cosa. Porque debe ser durísimo ver que una persona que amás está mal, y hay que tener coraje. Mi recomendación es que intervengas. Aunque se enojen o que peguen portazos, aunque te odien. Porque el costo de no intervenir puede ser muy elevado. Los trastornos alimenticios son las enfermedades mentales con la mayor tasa de muertes. El 10% de las personas con anorexia mueren. Ya sea por complicaciones físicas o por suicidio. A mí me han dicho cosas como: “¿Eras anoréxica? Bueno, es que comías poco”. Y yo, en vez de tomármelo personal, pienso “mirá el grado de desinformación que habrá” que nadie entiende que esto es grave, te podés morir. Más allá, imaginemos que tenés la suerte de no morirte, vivís una vida muy a medias. Y nadie se merece eso.
— ¿Cómo es vivir a medias?
— El trastorno empieza a ocupar cada vez más espacios en tu mente, en tu cuerpo, en tu vida. Se come el tiempo de tus pensamientos. Entonces se empieza a hacer difícil poder desarrollar cualquier otra área de tu vida. Porque toda tu atención, literalmente, está centrada en esto. Y no tanto en comer o no comer, porque la comida, los trastornos alimenticios no tienen tanto que ver con la comida, tienen más que ver con otra cosa, la comida es como el elemento expiador. Sí con respecto a pensamientos rumiantes con respecto a vos misma, a los demás, a tu imagen, no solamente a tu imagen física, a tu imagen como persona con respecto al otro, la baja autoestima, el perfeccionismo, la crítica constante. Entonces se empieza a generar ese círculo vicioso de pensamientos y es muy complicado romperlos.
— ¿Pero te pasaba que te mirabas al espejo y no te gustabas? ¿O tenías miedo de no ser gustada por otros?
— Yo creo que la imagen ni siquiera me importaba tanto. Yo no sé qué vino primero, si el problema con mi imagen -no solo imagen corporal sino mi problema con todo lo que sea autoestima- o el trastorno. Sea lo que sea que haya venido primero, después se retroalimentaron horrendamente hasta ser una masa indistinguible de quilombo. Lo que a mí me pasaba era que tenía una muy, muy, muy baja estima en todos los aspectos. Había un montón de cosas donde me iba muy bien y de todos modos para mí nunca era suficientemente bueno. Y por sobre todas las cosas yo consideraba que esa enfermedad era mi culpa. Vivimos en una sociedad que te culpa por enfermar o por tener depresión. Cuando yo estaba enferma el mensaje que me llegaba es “Bianca, esto es tu culpa, y es tu responsabilidad curarte”. Y yo por supuesto que compré ese speech, sobre todo porque era mucho más chica.
— ¿Cómo te sentías?
— Horrible. Me sentía que esto era mi culpa entonces me lo merecía. Entonces eso lo único que hace es perpetuar el síntoma y hacerlo cada vez más profundo. Porque aparte sentís tanta vergüenza y hay tanto estigma que las chances que tenés de contarlo y pedir ayuda son muy chicas. Y de nuevo te digo, yo entré en el estereotipo de persona que tiene un trastorno alimenticio. Por eso a veces pienso que no soy el ejemplo para hablar, pero estoy acá y voy a hablar igual.
— ¿Por qué no?
— Porque entro en el estereotipo de persona que tiene un trastorno alimenticio. Una chica joven, de clase media que es anoréxica. Entonces suena tipo “uy, sí, bueno, qué común”. Te juro que hay una cosa así.
—¿Qué pasaba por tu mente?
— Imaginate en tu cerebro una licuadora a máxima potencia todo el tiempo. Lo único que pareciera calmar ese ruido es “bueno, hoy no como”. Y hay algo del no comer, o del comer y vomitar, o de lo que sea -porque aparte entre anorexia y bulimia hay un montón de cosas en el medio-, que pareciera calmar ese ruido. Es inexplicable. Es algo realmente compulsivo que sucede. Se siente horrible, perdés todo control de tu persona, de tus pensamientos, de tus actividades, de tu amor propio. Te convertís en una esclava del trastorno. Es horrible.
— ¿Qué reflexión hacés de lo que te pasó?
— El silencio mata. La ignorancia mata. Lo que te sana es la comunidad, es el otro. Es el abrazo, el reconocimiento de tu dolor, la aceptación de tu dolor. Una de las primeras cosas que aprendí es eso. A mí me faltó eso, si lo hubiese tenido probablemente no hubiese pasado tantos años enferma. Pienso que tenemos que trabajar como sociedad en eso, abrazar al que está pasando, la que está pasando por una situación así. Esa es una de las primeras cosas que aprendí. Segundo: a dejar de culparme y latigarme por las cosas que me pasan y me dejan de pasar. A dejar de creer que el perfeccionismo es una cualidad deseable. El perfeccionismo es un defecto. Vivimos en una sociedad meritocrática que premia al perfeccionismo, y en realidad es horrible, es imposible vivir con el ideal de perfección, en todo sentido. No estoy hablando solamente de lo estético, de todo. Es imposible. De hecho, yo siempre fui muy perfeccionista y el mundo me lo aplaudía, porque yo tenía promedio un millón y era alta, divina, simpática, buena onda, pero yo me estaba muriendo a la vez. Nadie veía eso, todo el mundo veía mis logros. Pero nadie veía que yo la estaba pasando muy mal.
— ¿Cómo te veían en ese entonces?
— Mido 1.75 desde los 13 años, y en ese momento pesaba muchos kilos menos que ahora. Me paraban en la calle constantemente agencias de modelos en la calle, en boliches, todo el tiempo. Yo por suerte no le di bola porque estaba concentrada en mi estudio. Pero el mensaje que me daba la sociedad era “avalo tu trastorno, tu trastorno te hace deseable, te hace bella, te hace exitosa". Y eso lo que hace es perpetuar el trastorno, porque hay una recompensa por ello. Me había pasado 18 años de mi vida luchando contra una situación.
— ¿Qué creías que necesitabas?
— Amor, mimos, tiempo. Y autocompasión. Y darme el tiempo y el espacio necesarios para descubrir quién es mi persona cuando no estoy consumida por la enfermedad. Y entender que, si todavía hay días en los que me siento mal, si un día me cuesta un poco dormir, si un día estoy un poquito más triste, está bien. En esta sociedad exitista en la que vivimos pareciera que permitirme una semana para estar triste es un lujo.
— ¿Qué te da orgullo de tu vida?
— Un montón de cosas. Pero dentro del contexto de esta charla, mi coraje me da orgullo. Yo antes me castigaba por todo el trastorno, me odiaba por él. Con el tiempo me di cuenta de que yo no elegí mi trastorno. Sí tuve el coraje y la suerte de recuperarme. Y eso me hace quererme mucho. Eso y poder estar acá hablándolo hoy con todo lo que me cuesta me hace amarme y respetarme. Así que a quienes están pasando por algo así, les deseo eso.
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