Silvia Escalante se enteró que tenía Chagas cuando fue mamá por primera vez. De sus cinco hijos, tres de ellos también lo tienen. Selena es su hija menor y se lo descubrieron cuando estaba en tercer grado. “Empezó con dolor en el pecho, se agitaba. Vivíamos en Formosa. Es como que te agarran el corazón con la mano y te lo estiran, eso sentís. Los mismos síntomas que tuve yo los tuvo Selena”, dice Silvia, que nació en aquella provincia y lo contrajo por transmisión congénita: su madre se había contagiado a través de la vinchuca.
Ahorró plata y viajó con su familia a Buenos Aires para iniciar un tratamiento. Llevó a sus hijos al Instituto Fatala Chabén. “Fue duro, tenían cambios de personalidad. Selena no podía dormir, estaba hiperactiva. Al tiempo me separé y nos fuimos con Selena a San Miguel, el resto de mis hijos se quedó en Formosa”, cuenta ahora, mientras viaja en tren a su trabajo en una empresa de pizza y empanadas.
En la escuela Congreso de Tucumán de Capital Federal ocurrió el calvario. En 2016, Selena estaba en cuarto grado. Durante una clase de lengua, una maestra de nombre Mariana propuso hacer un trabajo sobre el Chagas. En los libros escolares que repartió se decía que era una enfermedad sin cura. Entonces Selena levantó la mano y empezó a hablar. “Seño, yo tengo Chagas y sí hay cura. Mi mamá me hizo un tratamiento”, dijo en voz alta, y contó su experiencia.
A partir de ese momento, en el colegio la discriminaron como si portase una enfermedad contagiosa. No la dejaban sentarse al lado de sus compañeros, la apartaban en el comedor. “La vivió un tiempo callada, yo llegaba de trabajar a la noche y estaba agresiva por cualquier cosa. Un día se puso a llorar y ahí me dijo que no aguantaba más, que se quería morir”, dice su mamá, rememorando esa etapa.
Silvia fue hasta el Instituto Fatala Chabán y contó lo que le había pasado en el colegio. Al escucharla, los médicos se ofrecieron para dar unas charlas gratis en las aulas. La maestra Mariana aceptó pero la idea no prosperó. “Les expliqué que los doctores que atendían a Selena se ofrecieron a repartir materiales a los padres sobre el Chagas -dice Silvia, con tono de indignación-. Hice una nota pero la directora me dijo que no podía pasar por encima de su jefa del distrito. Y después hicieron su propia actividad. Trajeron enfermeros de otro hospital y fueron a la escuela a dar una charla sobre el Chagas sin siquiera ser especialistas. Invitaron a todos los padres, menos a mí”.
Ese día, en el salón de actos, hicieron una actividad expositiva con un objetivo primordial: una maestra llamada Patricia llamó a Selena y la hizo pasar al frente. “La expusieron muy mal, toda la escuela se enteró que mi hija tenía Chagas. A partir de ahí todo fue peor, no tuvo contención. Hasta las madres de sus compañeritos la aislaban. La hacían mentir para que aprobara las materias, me hicieron pasar como la mamá loca que iba a hacer problemas en la escuela”, cuenta Silvia, que hizo una denuncia en el INADI y no cambió a Selena de escuela, pese a que los directivos buscaron que lo hiciera a toda costa.
Ahora Selena tiene 13 años y concurre a otro colegio. “Es un nena dulce, amante de la vida y de los animales. está más tranquila, más consciente de todo. Una vez vimos en la tele a una nena que se quiso matar porque sufría bullying y lloramos juntas. A ella le dijeron muchas veces que era chagásica y le dolió. Hay que luchar, la educación está primero en la casa, y también quiero que se hagan clases educativas sobre el Chagas en los jardines y en las escuelas. Podés dar besos, abrazos y dar teta a un bebé que no vas a contagiar”, dice su mamá.
Este año se cumplieron 110 años de los primeros trabajos del doctor Carlos Chagas, de lo que se conoce como el “descubrimiento” de la enfermedad de Chagas: su primer trabajo fue publicado en 1909. Y este año, también, la Asamblea Mundial de la Salud aprobó el Día Mundial de la Enfermedad de Chagas, a conmemorarse todos los 14 de abril.
“Para el país no hay estadísticas confiables, no las hubo y no se sabe cuándo las habrá. La última estimación fue cerca de un millón y medio, y en junio el ex secretario de Salud, Adolfo Rubinstein, dijo que en Argentina había entre uno y tres millones, menuda diferencia numérica, ¿no?”, dice Mariana Sanmartino, investigadora del Conicet y coordinadora del grupo multidisciplinario “¿De qué hablamos cuando hablamos de Chagas?”, que se creó en 2011 desde el espacio de Didáctica de las Ciencias de La Plata.
Según Sanmartino, la asistencia del Estado ha sido “limitada” en los últimos años y, sobretodo, desde que el Ministerio de Salud pasó a ser Secretaría, en el cual se “evidenció un recorte presupuestario y de falta de difusión y reglamentación de la Ley de Chagas, número 26.281”.
Cada vez más -dice- reciben más consultas en su grupo multidisciplinario, que trabaja con el eje en la educación y la comunicación. “Hay Chagas en todo el país –aclara-. Según la OMS se calcula que dos tercios que la padecen viven en las ciudades. Se estima que es en Buenos Aires donde nacen la mayor cantidad de niños con Chagas por transmisión congénita. No es que desapareció el problema en la zona rural. La vinchuca sigue existiendo, solo que el Chagas se complejizó y existe también en la zona urbana, en América Latina y en el mundo”.
La Ley 26.281 está vigente pero sigue sin reglamentarse. Allí se prohíbe, entre otros puntos, hacer el análisis para el ingreso laboral, “pero nos consta que se sigue haciendo tanto en el ámbito privado y público –acota la especialista-. Muchas veces son más graves los prejuicios sociales que el propio parásito. A lo mejor soy portadora del parásito y el médico me dice que estoy sana, pero mientras tanto me puede pasar que pierda mi trabajo o si voy a la escuela nadie quiera jugar conmigo”.
Lo que está pendiente, además, es que el Día Nacional por una Argentina sin Chagas -establecido el último viernes de agosto de cada año por la Ley Nacional 26.945- se incluya en el calendario escolar. De acuerdo a la investigadora científica, aún se habla poco y en malos términos en los medios, incluso con carga negativa. “Hay que evitar decir Mal de Chagas. Incluso poner muchas comillas cuando hablamos de enfermedad, porque sólo el 30 por ciento de la gente que tiene Chagas va a desarrollar la enfermedad. El resto son portadores del parásito, como quien puede ser portador del VIH y no tener sida. Tampoco corresponde hablar de un virus, porque en realidad es un tipo de parásito, el trypanosoma”.
Un avance que destaca Sanmartino es que antes se decía que la vía de transmisión congénita no podía prevenirse pero ahora, con un tratamiento, a las mujeres se les reduce la posibilidad de contagiarlo.
“No es que se curan, ojo -advierte Sanmartino-. Pero eso no sucedía antes. Una cosa espantosa que hemos empezado a escuchar de algunos integrantes del equipo de salud es decir que las mujeres son los nuevos vectores del Chagas. Eso es perverso y comunicacionalmente grave. Hay que pensar cómo se dicen las cosas. Un médico mal informado, o que subestima el poder de la comunicación, puede arruinar la vida de una persona. Un mensaje mal dado puede ser tan peligroso como un medicamento mal tomado. Y otra cosa mentirosa es que las vinchucas ya no existen cuando siguen estando en algunas regiones del país, pero es preferible no mostrarlas, ocultarlas”.
Ruth Oño tiene 29 años y vive en Ezpeleta. Su familia procede del norte, de Jujuy, Salta y Bolivia. “No me molesta decir que tengo Changas. Antes de enterarme que lo tenía, uno de mis tíos falleció de eso, era común la enfermedad en mi familia. Mi tío no quiso tratarse y terminó sufriendo mucho”, dice, mientras da a conocer su historia.
Una prima suya estaba por dar a luz y le pidió que donara sangre. Por ese entonces Ruth tenía 22 años. A la semana le llegó una carta del Banco de Sangre. La invitaban a hacerse otro análisis. “Me imaginé cualquier cosa, que podía tener HIV, sífilis, hepatitis. Volví al Banco angustiada y me atendió una doctora. Me miró con cara fea, como dándome un pésame. La pasé muy mal”.
-Mirá, lo siento mucho, pero tenés el Mal de Chagas – le dijo, dándole una palmadita en el hombro.
Ruth se sintió discriminada y pensó en su tío: pensó que iba a sufrir como él, y que en pocos años se iba a morir.
A los pocos días fue al Instituto Fatala Chabén a hacerse unos estudios. Y empezó su travesía personal con el Chagas.
Lo atendió un infectólogo de nombre Gonzalo, que le dio otro panorama. “Me dijo que iba a seguir mi vida normal. Me explicó que tenía la opción del tratamiento por si el día de mañana quería ser madre, me abrió la cabeza y me ayudó a romper una estructura familiar que tenía sobre el Chagas”, cuenta Ruth.
Tomó el medicamento Benznidazol durante dos meses. No le fue fácil conseguirlo: le dijeron que no lo estaban entregando en los hospitales y que había gente en lista de espera. Entonces decidió ir hasta el Ministerio de Salud. La odisea empezó en el segundo mes. Bajó de peso, se desmayaba, vomitaba, tuvo que faltar a sus clases como estudiante de la Facultad de Diseño Gráfico. Desapareció del mundo durante un mes y medio. “Todos los efectos adversos de la medicación estuvieron en mí. El infectólogo me lo quiso frenar, pero lo quise seguir hasta el final, soy terca. Fue mi voluntad terminarlo. Terminé con 20 kilos menos y se me caía la piel, parecía una serpiente”.
Hoy continúa haciéndose controles anuales: serología, placa de tórax y un ecocardiograma. En el último año de la carrera -donde ya se recibió y en el presente trabaja como free lance- hizo un trabajo práctico sobre el Chagas. Quiso involucrar a sus compañeros y compañeras.
“Tenía vergüenza de contarlo, pero como estaba terminando, me animé. Buscando información supe del grupo `¿De qué hablamos cuando hablamos de Chagas?´, Mariana Sanmartino respondió a mi consulta. Fui hasta La Plata con mi novio, que me acompañó desde siempre. Ahí vi cómo comunicaban el Chagas de una manera totalmente creativa, rompiendo el estigma que el Chagas viene del campo y desmitificando la idea de que es una enfermedad terrible. Hay incluso asociaciones que siguen hablando de Mal de Chagas y de chagásicos. Es como si alguien que tenga HIV se le diga sidoso, es muy fuerte”.
Con el paso del tiempo, Ruth se sumó como diseñadora gráfica del grupo y actualmente coordina actividades de comunicación. “Es una enfermedad totalmente olvidada, se la asocia solamente con la pobreza en lo rural y es un tema súper urbano también. Hay hasta una asociación de personas que tienen Chagas en Japón, así que imagínate hasta dónde llega”, concluye y dice que desea volver a entrenar Karate, que lo postergó por dolores físicos.
A Claudio Solís, de 42 años, lo miraron también con cara rara, pero en San Fernando. Fue en 2015. Había ido a renovar la libreta sanitaria para manejar su remis. “En el análisis saltó que tenía Chagas y un médico no me quiso firmar el certificado. Estuve angustiado por eso, y un tiempo sin poder trabajar. Hasta que descubrí que la Ley me amparaba y decidí lucharla”, cuenta ahora, entre viaje y viaje de su auto.
Fue hasta el municipio de San Fernando, contó su caso y cambió el panorama. “Para mí que no le había caído bien al médico. Toda mi vida trabajé manipulando alimentos y jamás tuve un problema. Y este médico me habló de que podía tener mareos como síntoma, cuando nunca tuve algo así. Especuló sobre lo que me podía pasar y me prohibió manejar”, cuenta, para no decir lo que suele ocurrir con el tema: una gran parte del profesional de la salud no está lo suficientemente informado sobre el Chagas –por ignorancia o por pensar que los padecientes están en ranchos campestres- y cree, además, que es una enfermedad grave.
Hoy Claudio trabaja como remís y como cocinero, “porque la plata no alcanza con la crisis económica que hay”. Ahora vive en Garín y dice que se contagió el Chagas en el norte de Santa Fe. “Mi familia era pobre, vivíamos en una casa de barro”, aclara.
Tres de sus siete hermanos tienen el Chagas. Claudio se enteró de chico, en un apto físico para la escuela primaria. “Físicamente no rendís del todo bien, pero hoy vivo como una persona normal –enfatiza-. Lo peor del Chagas es que es silencioso, los síntomas no son tan severos, entonces no vas seguido al médico. Toda mi vida fui muy pobre y le di prioridad al trabajo, pensé que el tratamiento era costoso. Recién ahora me voy asesorando mejor y veo que la salud pública me protege. Hay que exigir que funcionen los tratamientos de una forma más adecuada”.
Dolor de cabeza, problemas de digestión y pesadez en el ritmo cardíaco. Eso son los tres síntomas más recurrentes que siente Claudio. “Tal vez porque exijo mucho mi cuerpo, trabajo catorce horas por día y haciendo fuerza en los hornos. Cuando menciono que tengo el Chagas, todavía me miran raro y me preguntan si vivo en el campo. Yo me río y me lo trato con calma, pero si no sos fuerte, te estigmatizan por eso y la pasás mal”, dice Claudio Solís y agrega que, enterado de la cantidad de casos en el Gran Buenos Aires, es optimista para un mejor tratamiento: “Hay una comunidad grande de afectados y pese a que hay barreras para seguir hablando del Chagas, vamos a meter cada vez más presión para visibilizarnos y recibir el trato que corresponde”.
Seguí leyendo: