-¡Fuerza muchachos, fuerza muchachos!
El grito de Río, un niño de cinco años, arengó a un grupo de personas que participaba de una minga, palabra de origen quechua que evoca una reunión de amigos y vecinos para hacer trabajo comunitario.
El niño veía cómo sus padres hacían una cadena humana para construir su casa. No estaban solos: los ayudaban otras personas. Estaban llevando toneladas de tierra y panes de paso hacia el techo. En la bioconstrucción se llama quincha, una especie de entramado de caña y pasto recubierto con barro.
“En las mingas cada uno aporta un poquito y en el balance es un montón, porque entre todos se va construyendo la casa. Y los niños también participan, son imágenes que no se olvidan jamás. El poder de la minga está en lo social, en la recreación de los lazos humanos”, dice Víctor Hugo Nego Dávila, constructor y transmisor de la bioconstrucción en el Gran La Plata.
Lo que parece una novedad es, en efecto, un retorno a los orígenes. Aquellas construcciones con ladrillos de adobe y techo de paja o de chapa, que son una postal de cualquier pueblo del norte argentino, son conocidas hoy como signos del boom de la bioconstrucción, las casas ecológicas y la arquitectura sustentable.
No es algo de estos tiempos. El padre de la bioconstrucción es alemán, se llama Gernot Minke y hace 30 años escribió libros para volver a los materiales naturales y al bajo consumo energético. Había una razón predominante. El uso intenso del cemento portland en la reconstrucción de ciudades europeas, luego de la Segunda Guerra Mundial, descartó el uso de la tierra como material de construcción. A partir de los ´70, con la crisis energética mundial, se creó un movimiento para regresar a la cultura de antaño, hecha de barro y paja.
El Nego Dávila nació en Corrientes, tiene 43 años, técnico electromecánico de profesión y aficionado a la arquitectura. En los últimos años, sin embargo, se convirtió en un referente de la bioconstrucción. Nunca lo hubiera imaginado hasta que cierto día vio un video de Jorge Belanko, albañil y maestro en el tema, llamado “El barro, las manos, la casa”. Entonces empezó a ir a talleres y a comprar libros. Y se autoconstruyó su casa con postes de eucalipto, madera, piedras embolsadas y ladrillos de adobe. Lo hizo en 2009 en Arana, a las afueras de La Plata, y tardó cerca de cuatro años.
“Me gusta porque es una profesión que se sale un poco del sistema, de combatir el capitalismo, de escapar de los materiales pre-elaborados. El de la bioconstrucción es un mundo más artesanal, se prescinde del cemento”, dice, y explica que en su trabajo combina las tecnologías antiguas con las tecnologías actuales para buscar un impacto medioambiental favorable y reducir el consumo. Se vive como una especie de filosofía, dice, y enumera la estufa rocket –hecha de barro y a combustión de madera-, la energía solar pasiva -generada con la observación del lugar y del terreno para aprovechar el sol y la energía de los árboles-, el techo “vivo” -con pasto y distintos tipos de impermeables-, la colocación de estanques. “La idea es que la casa no te pida energía. Hoy la ciudad demanda mucha energía, que la bomba de aire, estufa, aire acondicionado. Hay que aprovechar lo que nos da la naturaleza”.
Antes de mudarse a su casa en Arana, vivía de alquiler en alquiler. Cuando se mudó, abrió un paquete de galletitas y lo dejó afuera por unos días. Nunca se humedecieron. “Se hace un microclima con el barro que estabiliza la humedad. Y en La Plata, que es muy húmeda, es algo fenomenal”, explica.
Dice que existe una “corriente” de gente, en los últimos años, que ha incrementado el fenómeno de la bioconstrucción. “Es un auge cada vez más grande, que circula de boca en boca. Hay dos causas principales: la económica y la ecológica. Gente que quiere vivir en un lugar más amigable y más saludable con el medio. Y todo sale más caro con la crisis económica, los materiales de la construcción se volvieron imposibles. Una construcción natural sale un tercio de lo que sería una de cemento. La mano de obra sale más o menos lo mismo. Y hay una gran demanda, por suerte estoy trabajando bastante y más volcado a esto”.
Si bien prolifera en los espacios fuera de la ciudad, también la bioconstrucción va apareciendo lentamente en la gran urbe, por ejemplo, con la colocación de techos vivos o quinchas. Pero la mayoría no se anima a construir con adobe porque en la urbe está prohibido. Y eso que más del cincuenta por ciento de la población mundial vive en casas de tierra, y en la historia la construcción en cemento es mucho más nueva que la de barro. “Alejándose del casco, esa legislación es más blanda. Hay un montón de movimientos para avanzar en la ley. El antecedente es Beltrán, un municipio de Río Negro que permitió la construcción de adobe hace no más de diez años”, explica Dávila.
Hay eventos internacionales como el llamado “Bioconstruyendo”, que todos los años cambia la sede del país en Latinoamérica. Y en Argentina tiene varios epicentros: en el Bolsón existen barrios de bioconstrucción, en La Quebrada de Humahuaca hay planes de vivienda con construcción en barro, en Córdoba eco-barrios como Villa Sol, en Salsipuedes, en el Tigre aparecen viviendas de tierra como hace cien años, y en el Gran La Plata estalla el fenómeno en barrios como Arana, Arturo Seguí, Villa Elisa y City Bell.
No existen tantos constructores especializados, y por eso proliferan los autoconstructores: gente que aprende el oficio por ir a las mingas y por la curiosidad y el autodidactismo. El Nego Dávila dice que va formando gente a medida que salen las construcciones. No son muchos los que se dedican full time a la bioconstrucción: aún hay prejuicios y desinformación en el ambiente. En el imaginario aún está instalada la idea que una casa de barro atrae a las vinchucas y que es poco resistente a los vientos. Pero los especialistas lo descartan: si la construcción es sólida, el bicho no se aloja, porque habita en las paredes que no tienen revoque o que tienen grietas. En tanto, si una construcción no está bien hecha, una pared de material tiene la misma probabilidad que una de barro de hospedar a la vinchuca.
A la hora de pensar su formación como arquitecto, Jerónimo Galosi Villagra dice que no se involucró en la bioconstrucción por una obra en particular sino por una profunda revisión de la profesión. “Por vivir lo exigente que es físicamente la construcción urbana, en tanto hablamos de hormigón armado, estructura de ladrillos y revoque de cemento, lo padecí en carne propia. Una bolsa de cemento pesa 50 kilos, lo abrasivo que son materiales como la cal. Y aparte está el acceso a la vivienda, que es casi imposible. Si no tenés tanta plata, no podés construirte nada. La ciudad no es así porque sí, sino porque la generamos y hacemos que sea así”, dice
Como profesional, empezó a sentir contradicciones y eso lo llevó a la construcción natural, a trabajar con postes naturales y cerramientos de barro. “¿Para quién voy a trabajar? ¿Para el 8 por ciento de la población que puede pagar el servicio como constructor de hormigón armado? En la facultad te enseñan cuatro años de estructura de hormigón armada. Lo que me sorprendió es que todas las personas que están involucradas en la bioconstrucción son generosas con el conocimiento”, dice el joven arquitecto, que vive en La Plata. Pese a todo, hay un avance de la bioconstrucción en el ámbito académico y profesional: la disciplina se enseña en la Universidad Nacional de Córdoba, y en la Universidad de Buenos Aires (UBA) existe un curso de posgrado en la Facultad de Arquitectura.
Fue por la minga que Jerónimo se metió más de lleno en la bioconstrucción. Allí vio cómo se acerca la gente a una obra en construcción, sin conocimiento previo: arman el barro, hacen cadenas humanas. Son muchas manos, muchos pies en acción. La jornada está organizada por los constructores: ellos se encargan de la paja, del barro, de preparar la tierra. El trabajo es plural y abarca todas las edades. Cada vez, dice el arquitecto, aparecen más interesados. “Se cree que es algo alternativo, pero estas construcciones no sólo que se hacen en todo el mundo, sino que la historia de la humanidad está hecha en barro. Así que de alternativo no tiene mucho”, aclara. Ahora dice que está construyendo una casa en el barrio de Arturo Seguí con estructura de madera y paredes de barro.
Un día de minga se hace con comida a la canasta, con termos de mate, entre bailes y cantos. Se fija una fecha y se comienza temprano, para aprovechar la jornada. Se hace una división por grupos de trabajo, que se reparten entre los montículos de tierra a la pileta donde se genera el barro. Luego, están quienes pisan la paja, la tierra y el agua. Y quienes trasladan el barro al espacio donde se hacen los ladrillos. Se trabaja con pasamanos, con palas, con carretillas. Los grupos suelen ser rotativos.
“Te topás con personas que no sabés quiénes son, y de repente cae gente que te cruzaste en otros lados. El hecho de ir a ayudar a construir la casa de alguien que ni conocés tiene un aura especial. Hay una sensación de colaboración y de generosidad que te motiva. Y se respira un espíritu de colaboración y participación que va desde un niño de cinco años a un señor de 60, todos enchastrados de barro”, cuenta, con tono entusiasta, Galosi Villagra.
La tendencia, en el último tiempo, es que la construcción natural vaya acompañada de arquitectura sustentable. “La idea es que no se dependa de las redes de servicio, como cloacas, electricidad, agua potable -enfatiza el arquitecto-. Hay más conciencia ecológica, no tanto de los profesionales de la construcción, sino de la comunidad. Como el barro no se puede industrializar, no lo tratan como autosustenable y lo consideran por fuera de la ley. Por eso todas las casas suelen ser iguales, como lo que pasó con el Procrear, no tanto porque la gente lo haya querido sino porque hay incapacidad para otros conocimientos. Y por eso la industria no te informa ni te forma. Si querés aprender sobre bioconstrucción, hacelo por tu cuenta”.
Ana Bavio, de 42 años, vive en el delta, dentro de las islas del Tigre. Es artista plástica y dice que llegó a la bioconstrucción también de la mano del video de Jorge Belanko. Dice que la bioconstrucción permite una estética menos cuadrada de diseño: los materiales son más flexibles para encontrar curvas y formas más orgánicas.
“Tenía la necesidad de construirme una vivienda y en un lugar donde abunda el barro, porque la isla es, básicamente, arcilla mojada. Un grupo de vecinos armó luego un espacio de trabajo, e hicimos como 20 casas, el espacio se llamó Habitar la tierra. Al principio éramos dos chicas y todos varones, pero después se sumaron muchas más mujeres. Es un trabajo que si bien es pesado, es posible de hacer por tu cuenta”, dice Ana. Los materiales, en el Tigre, estaban a la mano: la paja de los descartes del junco, el pasto de las casas abandonadas. Luego compraron fardos para rellenar las paredes.
Ana se fue capacitando con la estética del barro y se formó en talleres. Es asesora y mano de obra calificada en bioconstrucción. Dice que no usa cemento, sólo placa de fibrocremento en baños y cocinas. Ahora está explorando la quincha húmeda. “Acá había casas de hace 100 años que eran de barro y sauce y ahora se retomaron. A la gente del lugar le suena raro, porque cree que el barro molesta y no sirve para nada, pero esta tierra es ideal. La isla es húmeda y las casas de material son muy frías, así que la opción del barro es térmica”. Y agrega: “Acá, por ser de barro, madera y chapa, las casas, una vez abandonadas, se reconvierten en tierra como antes”.
Lucas Arcuschin, de 38 años, y Aldana Percivati, de 33, decidieron construirse su casa por “una visión política”. Así lo explica Lucas, para quien no importa sólo la creación de un nuevo espacio para vivir sino cómo afecta el entorno, al medio donde se construye. Ellos venían participando de mingas hace un tiempo hasta que, con el asesoramiento del Nego Dávila, se animaron a armar la suya. “Nos interesa la integración, la cooperación, las ayudas recíprocas. Porque la bioconstrucción es una manera de construir respetando la vida, la de las personas, la del medio ambiente y la del planeta. Se trata de hacer casas sanas y ecológicas”, comenta Lucas.
Su vivienda es de madera y barro, y tiene material sólo en el contrapiso y en la carpeta. Con techo vivo, calculan que les llevará un año. “El ritmo de la obra es súper sano, es una celebración. Lo opuesto a la idea prefijada del proyecto clásico, donde uno se va cargando de estrés y de poleas. Para nosotros, es un camino sembrado hace mucho tiempo, estuvimos buscando un terreno durante tres años y encontramos una oportunidad en Villa Elisa.”. Y subraya: “La minga no es algo opcional sino una cuestión medular. Lo recíproco es fundamental para abrir el camino de una arquitectura sustentable. Este mundo no va más con las canteras, el cemento y el desperdicio de agua y energía. Tenemos que conocer lo saludable que es una casa de barro, la acústica, el concentrar mucha menos humedad. Yo soy músico y mi pareja es bailarina, así que estamos encantados con el sonido. Es pura poesía, la obra de los horneros en la naturaleza”.
La otra variante que surge en la bioconstrucción es la de amigos que, después de construirse sus casas, crean un pequeño emprendimiento. Es el caso de “Hornero Tenaz Construcciones”, compuesto por Martín De Marziani, Gabriel Kohury y Salvador Martínez Sbrancia, todos menores de 30 años que desde chiquitos se conocieron como boy scouts. Allí hacían construcción con sogas y maderas. Sus proyectos están en Villa Elisa, City Bell y Arturo Seguí, en el Gran La Plata. “Empezamos con proyectos chicos, como garajes para autos y después seguimos con techos recíprocos. Ahora estamos con tres casas. Trabajamos con técnicas complementarias, con revestimiento de barro, madera, ramas de fresno, quinchas y pallets reciclados”, señala Martín De Marziani, que es maestro mayor de obras.
Dice que no usan adobe: suele preferir los ecoladrillos. “No somos arquitectos ni especialistas, sino que nos dimos cuenta que se puede autoconstruir y a la vez asesorar con un pequeño conocimiento y mucha práctica. Nos gusta combinar desde botellas de vidrio a alambre tejido. Y todo es más rápido. Por ejemplo, lo que tiene bueno la técnica de quincha es que podes levantar la pared el mismo día, eso ayuda a acelerar la construcción”.
Hasta el momento, las personas más interesadas en la bioconstrucción son las que buscan alejarse del ruido de la ciudad. “Las empresas de construcción compran los terrenos en el casco urbano y es imposible construir –explica Martín-. Es más accesible conseguir un terreno cuanto más distanciado de La Plata. Hay un interés en despertar conciencia con el entorno, en estar en armonía con la naturaleza. Tener un 50 por ciento de la humedad en una casa de barro no sólo es agradable para el frío o el calor sino que es saludable para el cuerpo”.
El talón de Aquiles de la bioconstrucción suelen ser los revoques exteriores: por eso las nuevas técnicas buscan crear algo más resistente a la intemperie. Por ahora, se construyen aleros y pircas para reducir al mínimo la exposición a las inclemencias del tiempo.
Paredes estructurales resueltas con neumáticos compactados de arena, tabiques decorativos de botellas de cristal, así como tabiques de cerramiento realizados con latas son, también, nuevas variantes que se suman al adobe y a las quinchas, y que hacen de este sistema constructivo pueda estar al alcance de todos y todas, tanto por su economía, conseguida gracias a su simplicidad en la técnica, como por su ejecución, realizada gracias al intercambio de conocimientos entre los participantes. “Lo ideal sería expandir a todas las clases sociales y a los ámbitos académicos, profesionales y políticos. Y legislar y permitir la construcción natural dentro de las ciudades. A la gente humilde, por ejemplo, todavía le dificulta entender la bioconstrucción porque está acostumbrada a la madera. Pero las bondades y los beneficios son mucho mayores que sus adversidades”, concluye Ana Bavio.
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