El cronista había llegado a Saigón después de muchas peripecias. Tenía experiencia como viajero en moto por América latina, no le faltaba elocuencia para contar historias y un ojo entrenado en la fotografía. Pero cubrir la guerra de Vietnam en 1968 era un desafío mayor. Convenció a los editores de La Nación, donde estaba desde hacía unos años, viajó a París a obtener la visa y en abril, llegando a Saigón, registraba las primeras impresiones en su libreta de notas.
Ya había escrito sobre la rebelión de afroamericanos en Nueva York, ya le había puesto el grabador a Martin Luther King, quien caía asesinado por el odio racial el 4 de abril de ese año, precisamente cuando Ignacio Ezcurra se aprestaba al último viaje de su corta vida. La reciente incursión de los guerrilleros del Vietcong en Saigón en la llamada Ofensiva del Tet demostraba que ese cruento conflicto entraba en un espiral difícil de frenarse. Vietnam del Sur tenía un “gobierno títere” de una Casa Blanca gobernada por Gerald Ford, el vice de un Richard Nixon eyectado por el escándalo del Watergate.
El único periodista latinoamericano en Vietnam era Ezcurra y para enviar sus crónicas y las fotos lo hacía a través de Associated Press, la veterana agencia de noticias que tenía un gran despliegue de enviados a cubrir ese conflicto. Vietnam había quedado partido al medio en 1949. Tras la Segunda Guerra, los invasores japoneses fueron expulsados por las milicias dirigidas por Ho Chi Minh, el líder comunista vietnamita. Sin embargo, Francia volvió a instalar su dominio sobre esas tierras, ya que eran un territorio colonial galo desde mediados del siglo XIX. Sin embargo, la capacidad de esos hombres y mujeres enjutos pudo más que la destreza y la experiencia de los paracaidistas franceses. Tras varios años de enfrentamientos, las tropas de Vietnam del Norte lograron un triunfo contundente en Dien Bien Phu, nombre de una batalla llevada a cabo en el noreste del país. Los franceses se rindieron tras 54 días de asedio el 8 de mayo de 1954.
Catorce años después, el miércoles 8 de mayo, los argentinos podían leer una crónica de Ezcurra titulada “Encarnizada lucha se libró ayer en Saigón”. Aquel hombre flaco, de 28 años, alto y de rasgos muy occidentales estaba en el escenario más cruento del planeta, a 17 mil kilómetros de distancia de su esposa Inés Lynch, que por entonces tenía 25 y de su pequeña Encarnación, de un año. Inés estaba embarazada de tres meses.
Ese mismo miércoles 8 de mayo a la mañana, el camarógrafo de La voz de las Américas registraba unas palabras de Ezcurra. Se trataba de un testimonio a raíz de la muerte de cuatro periodistas unos días antes en Saigón. Parado frente a la cámara, con la sede de la municipalidad de Saigón de fondo, Ezcurra dijo:
-Siento mucho la muerte de los colegas que fueron asesinados días atrás por el Vietcong. Estaban desarmados y tuvieron tiempo de decir que eran periodistas. Fue una crueldad inútil eliminarlos. Por otra parte, entiendo que el periodismo ha sido sumamente imparcial con el Vietcong. También entiendo que todos los que estamos aquí sentimos que estamos corriendo ese riesgo. Y ése es un precio que tenemos que pagar por estar cubriendo la historia más grande y tal vez más triste de este momento.
Un rato después, en esa mañana húmeda de otoño, Ignacio Ezcurra subía a un jeep con otros colegas. Cuando llegaron a Cholón, en una época de álgidos combates y de emboscadas. Dejó el casco que tenía impreso “Press”, dejó su Pentax y saludó a los colegas. Nunca más lo vieron.
La voz de la hija
Ezcurra se internaba en un Cholón del cual jamás volvió. Inés Lynch tuvo un varón en noviembre. Lo llamó Juan Ignacio. Hoy, Encarnación, la hija que apenas tenía un año cuando su el corresponsal desapareció, busca recrear aquel padre que no conoció.
-Vietnam siempre sobrevoló sobre nosotros –dice Encarnación a Infobae-, aunque fue circunstancial que mi padre muriera allí. A veces pensábamos en ir. En 2017 me surgió la necesidad. Le mandé un Whatsapp a Juan Ignacio: “¿Por qué no vamos?”. A los pocos días, el 8 de noviembre, fue su cumpleaños y me dijo que sí. Para nosotros no era indiferente el momento, lo que terminó de convencernos fue que se cumplían 50 años. Me di cuenta del medio siglo después de la idea.
Encarnación también había elegido el periodismo. Un colega suyo había ido a Vietnam conde visitó el Museo Ho Chi Minh –tal el nombre que tomó Saigón tras el fin de la guerra- y le dijo: “Ignacio no está”. Esa ausencia –doble- fue otro estímulo.
-Empecé a googlear para tomar contacto con el museo y me resultaba imposible –dice-. Entonces decidí tomar contacto con la embajada argentina en Hanoi (la capital de Vietnam) y mandé un mail.
Había pasado algo más de un mes de la decisión de viajar juntos.
Una coincidencia fundamental
-¡A los 15 minutos me contestaron!, –dice Encarnación con el mismo tono de sorpresa que seguramente tuvo en aquel momento-. Es más, a las dos horas me llama por teléfono Juan Valle, el embajador, y me dice: “¿Podemos vernos?”. Se acercaba la navidad y él estaba en Buenos Aires visitando a su familia.
Al rato, Encarnación, estaba en la casa de Valle. “Te voy a explicar por qué estás acá”, le dijo el embajador. Un rato antes del mail de Encarnación a la embajada en Hanoi el embajador paseaba por la plaza central de San Isidro donde hay una placa recordatoria de Ignacio Ezcurra. Aquel homenaje había sido realizado en 2003, 14 años atrás, y fue con la participación de Encarnación y Juan Ignacio. Valle no conocía la historia del periodista muerto en Vietnam, pero siendo el embajador en ese país, le impactó esa placa y se sacó una selfie.
-Esa foto se la mandó al cónsul en Hanoi y ¡una hora después esa persona recibe mi mail! –dice Encarnación.
Ella le dio el libro Hasta Vietnam, publicado por primera vez en 1972. Sara Facio y Alicia D’Amico, dos excelentes fotógrafas, recopilaron todo el material y Manuel Mujica Láinez fue el autor del prólogo. Hasta Vietnam, además del libro, fue la cuenta regresiva para el viaje de los hermanos Ezcurra.
-Jamás hubiera funcionado el viaje sin la gestión diplomática –dice Encarnación.
-Y sin esas coincidencias que rompen las reglas de las estadísticas -agregaron los cronistas.
Inés Lynch, esposa de Ezcurra, había muerto en febrero de 2009. Encarnación hace un alto para contar el gesto de esa mujer antes de que el cáncer terminara con su vida. “Les dejo un problema si se los dejo a ustedes”, les dijo la madre, en referencia a la entrega del archivo fotográfico de Ignacio a la Biblioteca Nacional.
-Mamá, cuando la enfermedad avanzaba, donó todo el material fotográfico de Ignacio a la biblioteca, con la condición de que fuera de acceso público. Allí lo recibió Abel Alexander, reconocido investigador, entonces a cargo de la Fototeca de la Biblioteca Nacional.
Medio siglo después, la misma Pentax
Encarnación viajó primero, acompañada de su hija mayor, Luisa Duggan, arquitecta de profesión y fotógrafa con la misma Pentax que su abuelo Ignacio dejó en el jeep antes de internarse en el barrio de Cholón.
Luisa aprendió a usar las lentes, a revelar, a copiar y, esta vez, iría a tomar fotos a lugares donde esa máquina sirvió por unas semanas para que Ignacio retratara el horror. Unos días después se sumó Juan Ignacio.
-Mi intención era estar allí el 8 de mayo, a medio siglo. Y lo logré –cuenta Encarnación y antes de contar qué pasó aquel día, vuelve sobre los últimos pasos de su padre-. Cuando aquel 8 de mayo Ignacio no volvía al hotel, todos se inquietaron. Pasados unos días, cuando lo declararon desaparecido, la gente de Associated Press levantó todo lo que quedaba de Papá en la habitación, sumaron el casco y la Pentax y los mandaron a Buenos Aires.
Con el correr de los días, un periodista japonés hizo llegar unas fotos donde se veía dos cuerpos sin vida. El de un hombre joven alto, con mocasines y camisa blanca, estaba atado por los brazos y con varios disparos, uno de ellos en la nuca. Cuando esa foto llegó a Buenos Aires, hicieron copia tamaño real y quienes lo conocían coincidieron que se trataba de Ignacio, por los zapatos, la vestimenta y los rasgos de la cara.
-¿Pudieron tomar contacto con ese periodista japonés? –preguntó Infobae a Encarnación.
-No.
Se trataba de un “colaborador freelance japonés de AP” según se publicó años después. Puede resultar raro que una agencia del peso no tuviera registro de los nombres, pero en las guerras los corresponsales que tienen acreditación de “un bando” no siempre pueden saber si entre los periodistas hay o no agentes de información o inteligencia.
Lo concreto es que la familia de Ignacio nunca pudo saber quién era ese “freelance”. Tampoco pudieron saber dónde quedaron los restos de Ignacio. La certeza de la muerte, entonces, quedó atravesada por algo que unos años se convertiría en uno de los peores calvarios de la Argentina: la desaparición. Ignacio Ezcurra, en otras circunstancias, también es un desaparecido.
Que a Ezcurra lo eliminaron miembros del Vietcong siempre se vio como la hipótesis principal. Sin embargo, sus artículos mostraban una independencia de criterios tal que podía haber sido molesta para las tropas de ocupación de Estados Unidos. Escribió sobre la valentía de los guerrilleros, “que peleaban como lobos” –según las palabras de un soldado norteamericano-, o que no usaban botas de cuero sino sandalias hechas con cubiertas de autos.
Suele decirse que la primera víctima en las guerras es “la verdad”. En este caso, en el poco tiempo que pudo cubrir esa guerra atroz, Ezcurra buscó el difícil equilibrio informativo. No significa eso para nada que el motivo de su muerte haya sido por eso. Sin embargo, es una gran enseñanza para cronistas y lectores, cualquiera sea su mirada.
Encarnación, medio siglo después, estaba en Ciudad Ho Chi Minh, el Museo de los Vestigios de la Guerra. Es el museo más visitado de Vietnam. Es un testimonio más de la crueldad humana. Allí hay helicópteros, cazabombarderos, tanques, cañones y todo tipo de armas que fueron utilizados hasta que la guerra terminó el 30 de abril de 1975.
-El homenaje en el museo fue una ceremonia solemne, con muchas flores, con los argentinos de la embajada, con ex combatientes (norvietnamitas). Ese día incorporaron a Ignacio Ezcurra al listado de víctimas. Con la directora del museo hubo una sintonía especial. Me contó que ese año para su familia fue tremendo, que al padre lo habían reclutado para ir al frente. También me dijo que hizo traducir los artículos de Ignacio al vietnamita y que ella veía en esas crónicas ‘una mirada tan parecida a lo que somos nosotros, debe ser porque son latinoamericanos’ –relata Encarnación, quien agrega que llevaron unos CDs con las fotos en alta definición tomadas por Ignacio.
Infobae preguntó a Encarnación si tuvieron algún dato sobre el fotógrafo japonés.
-Lo buscaron pero nunca pudieron saber quién era. Hicieron incluso una bitácora de los días siguientes a la muerte de Ignacio y el nombre del fotógrafo no aparece.
Pasado medio siglo, esto tiene un costado enigmático. Sin perder de vista esta historia singular, el conflicto en Vietnam, con la intervención de las tropas de Estados Unidos durante ocho años, dejó alrededor de dos millones de muertos y desaparecidos.
La Pentax, de abuelo a nieta
En ese viaje, Luisa, la mayor de los cinco hijos de Encarnación, disparó muchas veces la cámara que su abuelo había dejado en el jeep aquel 8 de mayo de 1968.
-A principios de este año –cuenta Encarnación- llamaron a Luisa del Museo de Ciudad Ho Chi Minh, la invitaron y en julio realizó una muestra con sus fotos. Las fotos en el mismo lugar donde fotografió y murió su abuelo…
Infobae quiso saber qué valor tuvo para Encarnación aquel viaje en el aniversario del medio siglo y luego el de Luisa, hace tan poco tiempo.
-Yo lo tomé como un cierre. Era enterrarlo. Pero cuando se cierran cosas se abren otras. Esta es una historia propia, pero los dolores personales en ese lugar se generalizan. Hay un dolor de todo un país. Todos habían perdido a alguien. En Vietnam hay un ministerio que se ocupa de los desaparecidos, es el dolor de todo un país… Nadie gana en la guerra. Eso ‘te hermana’, te hace un poco más sabio.
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