Gabriela Viagrán agonizó tres días entre los pastizales de la pampa bonaerense, cerca de los cuerpos de su marido Fernando Pomar y sus hijas Candelaria y Pilar, ya sin vida. Quedó tendida, nunca se supo si consciente, hasta que murió allí mismo, sola bajo un árbol.
Había sido expulsada a través del parabrisas estallado por la inercia del golpe que recibió el Fiat Duna Weekend rojo que manejaba su esposo. El auto se desestabilizó en un pozo del asfalto, chocó contra el cemento de un desagüe, cayó de punta en un zanjón y quedó ruedas para arriba, con las luces encendidas.
Viagrán murió a 40 kilómetros de los brazos de María Cristina Robert, su madre, que aún hoy, 10 años después, espera que todo esto sea una pesadilla de un tiempo paralelo y Gabriela toque la puerta y las nenas entren corriendo a la casa de Pergamino y la vida discurra su curso manso, como el río de la ciudad, como cuando eran felices.
“Esta fecha es terrible. Diez años, parece mentira. Diez años que hoy, te juro por mi hija, parece que en cualquier momento voy a recibir la llamada de ella o un timbre. No lo puedo concebir. Mi vida cambió rotundamente desde el momento que pasó y por la manera. Uno acepta un accidente donde puede velar a su hija y a sus nietas. Lo que no se puede concebir es la inoperancia”, solloza Robert, horas antes de activar la casi única salida que hace de su casa desde que la tragedia se le clavó como un puñal: cada 14 de noviembre viaja hasta la curva de Plazibat, donde se despistó Pomar, y deja flores en la ermita que ella misma construyó (“mi capillita”, la llama) en el lugar donde murió su hija.
Cuando Robert se refiere a la “inoperancia” habla de todo lo que pasó (y no pasó) en el tristemente célebre caso Pomar. Se refiere a los 24 días que la Policía bonaerense y los investigadores judiciales tardaron en darse cuenta de que el trabajo que estaban haciendo era un papelón.
Fue el 8 de diciembre de 2009, cuando un campesino que cabalgaba a un costado de la ruta 31 se sintió invadido por un aire putrefacto y así consiguió lo que ni 3.000 agentes dedicados a la búsqueda por aire y por tierra, ni la fiscal Karina Pollice, pudieron con toda la estructura disponible: fue un hombre común el que encontró los cuerpos que buscaba un país entero.
María Cristina estaba sola en su casa ese día de diciembre. Llevaba casi un mes encerrada, triste, asustada y aislada. Su hijo Carlos, que ese mismo día de la aparición de los cuerpos se recibía, cruelmente, de agente de la Policía bonaerense, le había arrancado los cables del teléfono para que ella no escuchara más los delirios que sonaban del otro lado de la línea: bromas, datos falsos, periodistas y curiosos.
Se enteró de que su hija y sus nietas estaban muertas por la televisión. Su cuerpo fue tomado por el estupor, un silencio de menos de un segundo y luego el grito desconsolado y el llanto en soledad, hasta que Ana María, su vecina, entró y la abrazó y lloraron juntas y Robert recordó que la última foto que se había sacado con ellas había sido una semana antes.
Gabriela y Cristina hablaron el viernes 13 de noviembre por última vez. La hija le confirmó que Fernando, su marido, desempleado, tenía una entrevista laboral en Pergamino. Y le admitió que no estaba segura de acompañarlo, ya que la pareja no pasaba por la armonía de otros tiempos.
María Cristina le respondió que hiciera lo que quisiera pero le recordó que tenía ganas de ver a sus nietos. No solo a Candelaria y a Pilar, también a Franco, el chico de 13 años que Gabriela había tenido antes de conocer a Pomar. Al otro día, la familia finalmente viajó a Pergamino. Salieron de su casa (puesta en venta por las dificultades económicas) en José Marmol, conurbano sur, a eso de las 18 y dejaron a Franco en la casa de unos amigos antes de encarar la ruta. No lo sabían, pero le salvaron la vida.
Robert se enteró de que estaban a bordo los cuatro cuando habló con los padres de Pomar -también de Pergamino- entrada la noche del sábado y le contaron, alarmados, que no habían llegado. Cristina no quiso o no supo creer y se quedó en su casa, convencida de que pronto llegarían y golpearían la puerta y las nenas entrarían corriendo a su casa.
"Esos 24 días yo pensaba que iban a aparecer. Mi hija tenía mucho contacto conmigo. Yo esperaba que me fueran a llamar, ‘mamá, no comentes nada, pero estamos en tal lugar’”, confiesa Robert desde su casa en Pergamino, gravemente enferma y acompañada por las fotos de su hija y sus nietas. “Están en todos lados, ellas están, son mi compañía”, le susurra a Infobae.
El caso se hizo público tres días más tarde. Al principio ocupó el espacio de las páginas de Policiales de los diarios, al tiempo que se activó una especie de psicosis de versiones que iban desde un secuestro narco hasta el asesinato del padre a sus hijas y a su mujer, de un ajuste de cuentas a una huida por deudas. Como en el cuento “La carta robada”, de Poe, la verdad estaba mucho más cerca de los ojos de lo que fantasearon.
Durante los primeros diez días a partir del 14 de noviembre, la Policía rastrilló tres veces por aire y tres por tierra en la zona donde estaba el auto dado vuelta. La pista de aviones que usó esos días la fuerza para sobrevolar el área quedaba frente a la curva trágica; es decir, todas las veces que despegaron con la ilusión de verlos y aterrizaron sin novedades, les pasaron por arriba.
El 25 de noviembre el despliegue se intensificó y la prensa ya estaba totalmente pendiente del caso. Había un país conmocionado porque una familia tipo estaba desaparecida. La Policía rastrilló San Andrés de Giles con 150 agentes. Peinaron ambas márgenes de la ruta 7, durante 43 kilómetros, entre Villa Espil y Carmen de Areco. Encontraron un perro muerto de un balazo que al principio se creyó que era el de la familia y prendas manchadas con sangre.
Ese mismo día se difundieron imágenes del peaje El Rodeo, tomadas el 14 a las 19.49. Se veía a las nenas en los asientos de atrás, una de ellas parada, sin el cinturón de seguridad. En efecto, ninguno lo usó. Esa foto apareció cuatro días después de que se conocieran las primeras pruebas de los Pomar con vida: correspondían al peaje de Villa Espil y fueron registradas a las 20.07.
En esa captura no se distinguía si la familia iba a bordo junto a Pomar. Por un lado, eso confirmaba que entre Rodeo y Espil -un tramo de 20 minutos- ellos recorrieron la distancia en tiempo normal. Por el otro, abrió un mundo de hipótesis descabelladas que no cesaron hasta el final. La foto del conductor del auto pagando el peaje fue interpretada como “un hombre sacado” y se dijo que existía la sospecha de que él hubiera matado a Gabriela y a las nenas.
Los medios comenzaron a tejer tramas: que la familia está en el país, que Pomar había decidido desaparecer por una deuda con un prestamista que fue a comprar la casa.
Una mujer llamó a Juan Carr, de Red Solidaria, y le aseguró que había visto a las nenas en un camping de Senillosa, Neuquén.
Robert habló con la prensa y dijo, conmocionada: “A mí se me cruza por la cabeza que a ellos, por error, los deben tener (unos secuestradores). Estarán esperando un poco la tranquilidad para poder largarlos, si fuera por un rescate ya lo hubieran pedido. Nosotros los estamos esperando con el corazón abierto”.
A 12 días de la desaparición, la fiscal Pollice (actualmente en la Fiscalía de Violencia de Género de Pergamino) ordenó que se revisaran las computadoras de la familia en José Marmol. No encontraron indicios. Tampoco hallaron un arma que creían que tenía Pomar. Eso reforzó la fantasía de que el hombre se había llevado la pistola para matar a su familia y suicidarse lanzando el auto a un lago.
El 27 de noviembre ocurrió un hecho que podría haber cambiado la historia. Casimiro Frutos, un albañil que viajaba en un micro hacia Pergamino, llamó al 911 para avisar que unos días antes, precisamente el 16 de noviembre, había visto un auto volcado en la curva de Plazibat, en la ruta 31. El alerta fue remitido a la DDI de Pergamino, donde lo desecharon.
“El 16 de noviembre vi un auto al costado de la ruta 31 con las cuatro ruedas para arriba; la maleza lo cubría bastante pero llegué a ver el zócalo del coche de color rojo”, contó pocos días más tarde del hallazgo. Frutos vivía en Del Viso y reconoció que no llamó ese mismo 16 porque creyó que era un auto abandonado.
Cuando el caso tomó relevancia nacional Casimiro recordó aquella imagen. “Cuando volví a mi casa mi mujer Analía me dijo que había escuchado por televisión que estaban buscando a una familia que había desaparecido. Yo le comenté que vi un auto volcado de color rojo al costado de la ruta. Entonces ella me dijo que, sin comprometerme, llame al 911 y avise”, contó.
El 27 finalmente denunció lo que vio. El 30 volvió a pasar por allí (trabajaba en una planta de Monsanto en la ciudad de Rojas) y el auto seguía en el mismo lugar. Luego se supo que los datos habían sido remitidos como “Información relevante Pomar” a la DDI de Pergamino. Eso le valió el puesto al comisario de esa dependencia.
“Esto fue algo político”, le dice Robert, diez años después, a Infobae. Y sigue: “Si hay una persona de un colectivo que te dice que está el auto y te da todos los detalles, y esa llamada la archivan. Y si encima hicieron comentarios con que los habían visto en un remís, en un shopping, metieron la efedrina porque mi yerno era químico, dijeron que podía haberla matado por celos. Algo raro pasó, fueron tantas versiones que estremece”, remarca María Cristina.
El absurdo se completó con la aparición del auto. Fue nada más y nada menos que un accidente, provocado, según se investigó después, por el mal estado de la ruta provincial. Los vecinos de Gahan, el pueblo más cercano a donde fue hallado el automóvil de la familia Pomar, advirtieron en aquel momento que la ruta provincial 31 era escenario frecuente de accidentes.
El jefe del cuartel de bomberos de Salto, Osvaldo Lori, dijo que un accidente en la curva se registró el 2 de agosto anterior a la muerte de los Pomar en el mismo lugar en el que fue encontrado el Duna rojo. “Fue un choque frontal entre un VW Gol gris, que se dirigía en dirección a Salto-Gahan, y una moto Gilera color rojo que circulaba en sentido contrario con tres personas a bordo, una de ellas una joven menor de edad”. Los tres tripulantes de la moto murieron en el acto.
Nada de eso alertó a las autoridades. Tras la aparición de los cuerpos sin vida de la familia Pomar, 11 policías fueron separados de la fuerza y enjuiciados. A seis de ellos se los acusó de “omisión de los deberes de funcionario público”, pero la causa entró en dilaciones típicas y prescribió sin condenas. Otros dos agentes sí resultaron condenados en 2017 por falsificar las actas del rastrillaje. Eran los que habían dejado asentado que en la curva de Plazibat no había indicios de los Pomar.
En mayo de 2018 la Justicia de Junín los absolvió. El fallo de la Cámara de Apelaciones y Garantías de esa ciudad, integrada por los jueces Carlos Mario Portiglia y Andrés Francisco Ortiz, benefició al ex comisario Daniel Fabián Arruvito y al ex teniente Luis Quiroga. “Se los condenó por no haber visto lo que a criterio del magistrado debieron ver”, sostuvo el fallo de los camaristas respecto de la sentencia de primera instancia por el juez correccional de Pergamino Carlos Picco.
“Iniciamos una recorrida en el móvil haciéndolo lentamente, con el objeto de divisar algún rastro, haciendo hincapié en cunetas y debajo de los puentes no se observaron huellas de frenada así como tampoco ningún rastro que nos indique la existencia de algún accidente”, comunicaron a sus superiores el 21 de noviembre, días después de que Casimiro Frutos viera el auto desde el micro. Cuando encontraron los cuerpos todavía se veía la frenada del Duna en el asfalto.
Robert recuerda escenas de aquellos años y se indigna. “Me dijeron que había 2.500 efectivos y eso me dio tranquilidad. Y después que pasó todo me llamaron para entrevistarse conmigo porque tenían remordimientos y me dijeron que un superior los mandó a mentir. Yo les dije que no quería saber nada”, revela la mamá de Gabriela.
“Todo esto se le mezcla la política. Acá todo fue ocultado. Nunca voy a saber realmente qué pasó. Espero a algún arrepentido para saber qué pasó con la investigación. Por qué los policías que iban y venían no vieron nada si ese es el único monte de la ruta, el único lugar que les quedaba por mirar. No los buscaron. No tuvieron interés o no quisieron. ¿Qué encubrían?”, se pregunta Robert.
“A las autoridades de entonces les diría que fueron falsos, que si tienen conciencia la culpa la va a llevar toda la vida por mentirle a una madre con mucho dolor y tuvieron la barbaridad de venirse a enfrentar y decirme cara a cara ‘mamá, hemos puesto 3.000 efectivos a su disposición’ y yo te imaginás. Mi hija estuvo tres días con una sobrevida. Quizá no se salvaba pero haberla encontrado en ese momento y haberlas velado hubiera sido otra cosa. ¿Tendrá conciencia esa gente? Se llevan la muerte de una familia”, dice Robert con una furia calma.
El primer capítulo de la causa civil, que tuvo a Roberts y a su nieto Franco Ricabarra (hijo de Gabriela, hoy con 23 años) como querellantes, terminó recién en octubre pasado, cuando la Justicia responsabilizó a la Provincia de Buenos Aires por el estado de la ruta.
El juez en lo Contencioso y Administrativo Luis Laserna condenó al Estado bonaerense a una pena económica por los daños psicológicos y morales a la mamá de la víctima y al joven. La causa fue recurrida al Tribunal de Apelaciones, porque ninguna de las partes quedó conforme con la sentencia.
Pero a Cristina no le interesa. “No quedé satisfecha con los juicios. A mí el civil no me sirve y con el penal no pasó nada. Nadie me devuelve a mis nietas y a mi hija”, remarca.
Roberts vive rodeada de fotos de Gabriela, Candelaria y Pilar. Llora cuando piensa que este año deberían haberle festejado los 15 a la nena más grande. Enferma, mientras espera una segunda operación en poco tiempo, solo se cobija en los brazos de Franco. Su relación es de compañía y silencio. Él no habla del accidente. Ella no le saca el tema.
“La belleza más grande es mi nieto Franco. Todos los días nos vemos. Él es el que me acompaña a los médicos. Tenemos una hermosa relación. Es el amor de mi vida. Es parecido a la mamá y al papá. Sacó la dulzura de Gabriela. Hablar con él es como si estuviera hablando con mi hija. Es muy comprensivo, muy dulce, muy centrado”, se emociona Robert.
Franco nació el mismo año que murió el papá de Gabriela, producto de un cáncer, a los 53 años. “Él vino a cubrir el duelo que tenía Gabriela, que era pegada a su papá”, cuenta.
Robert dice que ya no espera nada de la vida. Le quedan dos deseos, íntimos, pequeños, como una luz poderosa pero lejana. “Quisiera conocer al hombre que encontró a mi hija, pero no sé dónde está ni qué hicieron con él”, confiesa.
Pero Cristina ya casi no sale de su casa, tiene 73 años y hace 10 ya que nada de lo que pueda darle la vida le interesa. “Me cuesta. No me acostumbré a que mi hija me falte. Nunca, por eso las tengo acá, me acompañan en casa, por eso no salgo. Las amo y quisiera tenerlas conmigo. Y les deseo a todas las personas que han tapado este caso que tengan remordimiento y piensen que hay una madre que sufre”.
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