Hace horas los petreles vuelan sobre nosotros. Según Hernán Pérez Orsi, nos van a acompañar durante todo el camino. Es difícil dejar de mirarlos una vez que se descubre el dibujo imaginario que hacen con su movimiento. El Esperanza tiene su propio ritmo y vaivén. Por momentos, no distingo si el mareo es por el mar o por seguir a los petreles con la vista. Son, me digo, los perros acompañando al peón en el campo.
Adentro del barco me distraigo con los retratos. A cada sala que se entra hay un cuadro distinto colgado. Los hay de diferentes acciones de Greenpeace a través del mundo. En una de las cocinas se ve el Rainbow Warrior 1 hundido en un puerto. Es el primer barco que tuvo la ONG. Su final fue trágico: el 10 de julio de 1985, amarrado en el puerto de Auckland, Nueva Zelanda, dos infiltrados franceses (que se habían hecho pasar por tripulación durante meses), hicieron hundir el barco. Había una sola persona a bordo, Fernando Pereira, fotógrafo. Su retrato acompaña al del Rainbow hundido. Murió ahogado junto al barco.
No fue el único golpe que recibió Greenpeace. Por su estilo, por su intransigencia, son muchos los que los consideran enemigos. Aunque todos los miembros de la organización explican que sus operaciones son siempre pacíficas, sus objetivos muchas veces violentan a quienes son expuestos. Un recuerdo inmediato: 2013, el Artic Sunrise realiza una operación en una base petrolífera rusa en el ártico. En medio de la misión (que consistía en colgar unas banderas) se ven obligados a abortar. Los activistas vuelven al barco y salen nuevamente a aguas internacionales. Nada detiene a los rusos: fuera de su jurisdicción, rodean el barco y lo invaden. Un helicóptero se posa sobre el Artic y bajan los equipos de la Guardia Costera. Detienen a los 30 tripulantes y los meten presos en Rusia. Dos de ellos argentinos: Hernán Pérez Orsi y Camila Speziale. Estuvieron en prisión dos meses hasta que Putin los amnistió.
Hernán va a bordo del Esperanza. No habla demasiado. Fuma y mira el vuelo de los petreles desde una de las puertas de salida a cubierta. Es el único en el barco que va siempre de bermudas y ojotas. Por lo general, va con una birome y hace marcas en papeles que no entiendo. Otros dos activistas que estuvieron en aquella misión van también en esta: el cocinero (ucraniano) y un marinero (italiano). Ninguno quiere hablar. Ni siquiera saben de qué, pero prefieren evitarlo. Hacen lo suyo en silencio, con la humildad de quien desconoce la medida de su campaña.
Luis sí es más conversador. Es colombiano y es el segundo ingeniero del barco. Es el único en el Esperanza que come con palitos chinos, “para no ir tan rápido”. Es pelado y simpático, acaso por trabajar en la sala de máquinas sin gente alrededor durante sus horas de servicio. “¿La diferencia entre trabajar en el puente de maniobra y en la sala de máquinas? No sé. Yo lo grafico diciendo que en el puente tienen una alarma de hombre dormido: si quien está a cargo no se mueve durante determinado tiempo, esa alarma suena porque significa que se durmió. En las máquinas en cambio tenemos la alarma de hombre muerto…”.
Esa alarma funciona así: cuando alguna máquina presenta una falla, suena una primera sirena. El ingeniero va a arreglarla. Tiene determinado tiempo para hacerlo. Si en ese lapso no lo resolvió, suena una segunda alarma -la de hombre muerto- que significa que algo le pasó a ese ingeniero.
Ninguna de esas alarmas sonó en el Esperanza todavía. Apenas una primera en el segundo día de navegación, pero era solo un simulacro de incendio. El otro momento en el que hubo algo de acción fue ante el primer acercamiento a otro barco. Fue el lunes, después de pasar la barrera de las 200 millas marinas y salir a aguas internacionales. Un barco chino asomó en el horizonte. Sin embargo, todo se dio civilizadamente: el capitán hizo contacto y se acordó que una comitiva de Greenpeace (incluido el activista chino que viaja con nosotros), subiera a revisar sus papeles. Así lo hicieron. No se trataba de un pesquero inobjetable, pero tenía algunos papeles en regla. Seguimos marcha sin mayor preocupación. A las pocas horas la cosa cambia rotundamente.
El día de la acción
Por primera vez hay tensión en el Esperanza. Llevamos tres días a bordo y el radar de golpe muestra un objetivo que pensábamos más lejano. Se trata de un barco surcoreano que la orgnanización viene persiguiendo desde hace tiempo. Hoy se llama Meridian N°8, pero antes se llamó South Ocean, antes Koko, antes Austin y antes Tunago. A través de los años recibió tantas multas por pesca irregular o no declarada que tuvo que ir cambiando su identidad. Usó banderas de Bolivia, Georgia, Rusia, Belize, China y finalmente Corea del Sur. Hoy pertenece a la empresa surcoreana Insung Corp.
El radar lo muestra quieto en una posición, luego en movimiento y luego quieto otra vez. Eso nos da la pauta de que está pescando con línea: dejan alambres profundísimos desde una boya hasta el fondo del mar y los peces van picando. Por la técnica, se trata de un buque palangrero.
Hace rato los activistas tienen este barco en la mira. Hasta hoy, no me dejaban comunicar los verdaderos planes porque corría riesgo la operación, pero de repente el radar indicó su presencia y todo se precipitó. “Si todo sale bien, los estaremos alcanzando en la madrugada”, me dijo Craig, mi compañero de camarote.
La mañana sin embargo nos recibió con otra sorpresa: todo alrededor del Esperanza es niebla, pura niebla. En estas condiciones, es imposible acercarse al barco. La misión se posterga para el mediodía. “Vayan a dormir una siesta”, les dice Craig a los marineros y, sobre todo, a Bruno y Agostina, los dos activistas de Greenpeace que serán los protagonistas de la jornada. Si procedemos, ellos serán los encargados de pasar el mensaje.
La técnica es simple pero su ejecución compleja: un gomón se pega al barco, desde ese mismo gomón se eleva un palo con un gancho en la punta enganchado a una escalera, se cuelga ese gancho de una baranda del barco que se quiere abordar y el activista simplemente queda colgado de esa escalera.
Bruno Castro tiene 27 años y es de Mar del Plata. Su especialidad dentro de la ONG es la de escalador. Es decir, colgarse a cosas y dejar mensajes.
Va a estar acompañado de Agostina Bosch. Es voluntaria desde los 16 años. Empezó juntando firmas, tarea sin peligro acorde para una menor de edad. A los 18 empezó con las acciones. Hoy tiene 25 y -va un spoiler- va a terminar colgada de un pesquero surcoreano.
Aunque lo intentan, no logran dormir la siesta. Bruno ya a la mañana se despertó mareado y tomó una pastilla. Agostina se paseó todo el día por el barco con cara de concentración. Ya el día anterior entrenaron colgándose del propio Esperanza. Lo lograron, pero no fue una tarea fácil. Si se encuentran con un objetivo hostil, la situación puede complicarse. Lo saben. Llevan en sus hombros no solo el miedo personal sino la presión de ser las caras de la acción. Lo que Greenpeace diga al mundo luego de esta intervención dependerá de ellos.
Después del almuerzo llega el momento. Nos indican que vayamos a buscar los equipos y nos preparemos. La idea es salir en tres gomones, pero al momento de echarlos al agua uno de ellos no funciona. Saldremos en dos: uno con los activistas (Bruno, Agostina, un español de identidad reservada que comanda la operación, los dos tripulantes del gomón, y Fernando Donato, también cordobés). En el otro gomón estaremos los encargados de registrar la acción junto a Luisina Vueso (la coordinadora de la campaña), y los dos tripulantes. “Pero tengan en cuenta que si algo sale mal, su bote también tiene la función del rescate”, nos advierten antes de salir.
La misión comienza con algunas advertencias de seguridad más. “Nunca se sabe cómo reaccionan los pesqueros”, nos dicen. Para los coreanos, será una sorpresa absoluta. Si bien vieron nuestro barco en el radar, las maniobras de disimulo del capitán dieron sus frutos: bajó la velocidad de 8 nudos a 4, estableció un curso no directo hacia ellos, y los dejó navegar como si no nos importara su existencia. Y después, además, llegó la niebla, que por un lado complicó las cosas pero por el otro nos permitirá aparecer con absoluta sorpresa.
Bajamos entonces al Main Deck, el piso del Esperanza más cercano al agua. El español abre la puerta y se acercan los gomones. Les pasamos las escaleras, los palos con el gancho, los carteles, una mochila con herramientas, algunas provisiones. Suben primero Agostina, Fernando, Bruno y por último el español, que baja del Esperanza al gomón de un salto, demostrando (inintencionalmente) su experiencia en esta maniobras.
Luego, nuestro bote. Subimos. El viento en medio de la adrenalina es solo un condimento suave, una brisa que disipa la niebla a nuestro paso. Tardamos en encontrar el pesquero a causa de esa misma niebla, que no lo deja ver. Finalmente, aparece un espectro, como un fantasma en la tarde. Tras su manto de neblina (después de todo, estamos en una ubicación cercana a las Malvinas), ahí se ve el Meridian N°8.
El “Rino” (así se llama el gomón en el que van los activistas), encara para el barco. Pronto, pega su filo al del Meridian y el palo se eleva con el gancho en busca de una de las barandas de la cubierta. Lo enganchan con habilidad y de un salto Bruno termina colgado de la escalera. El Rino se aleja. Bruno queda por su cuenta. Una mano en un peldaño, una pierna en otro. Pero peldaño es mucho decir: son apenas barritas de aluminio en las que entra un solo pie.
Comienza a subir hábilmente. Entonces, los coreanos se dan cuenta. Se recuestan sobre la baranda tratando de entender qué pasa. Bruno les explica que está realizando una intervención pacífica. Vaya uno a saber si los coreanos entienden alguna palabra. Bruno les dice que es argentino. Sonríe, trata de generar sus propia suerte mientras va colgado de un barco gigante en medio del océano Atlántico. Y entonces llega la respuesta menos pensada: “¿Argentino? ¡Batistuta!”. Bruno dice que sí, que Batistuta, y Maradona, y lo que sea necesario para lograr su objetivo.
El tiempo es corto, pero parece eterno. A los pocos segundos el Rino vuelve a pegarse al Meridian y quien salta a la escalera es Agostina. Sube, asegura su arnés junto a Bruno y empiezan a trabajar. Sacan primero una bandera en español: “sobrepesca = crimen ambiental”. Una bandera en inglés después, con el mismo mensaje. Una en coreano finalmente. Desde nuestro bote tomamos las imágenes que testimonian la acción y, sobre todo, la existencia del pesquero.
Después de las banderas, llegará el tiempo de las pintadas. Por un momento, es imposible no sentir una contradicción. Los coreanos se muestran amables incluso frente a la protesta, pero para Greenpeace es fundamental dejar marcado al buque para cuando llegue a algún puerto. Ahí va entonces el Rino: se pega al Meridian con un stencil lo pintan tres veces: “saquedores” al centro, “loosters” (saqueadores en inglés) en los extremos.
Ahora sí, es hora de la retirada. Los coreanos miran lo que sucede de manera francamente pacífica. No parecen entender lo que está sucediendo pero no se oponen demasiado. Después de todo, son tan solo pesqueros, marineros trabajando para una empresa que hace las cosas mal. Nadie culpe al hombre de lo que la sociedad permite. Nadie culpe a las sociedades que quieren cambiar al hombre.
Volvemos al Esperanza con la misión cumplida. Bruno, Agostina y Fernando, debutantes en acciones de alta mar, solo pensarán en un ducha caliente y en aislarse un poco de lo que vivieron. Ya habrá tiempo para hablar con ellos. Después de todo, somos almas atrapadas en medio del océano. Tripulantes de un barco que tal vez un día conmemore esta acción, mientras los petreles siguen volando sobre nosotros.
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