Fuerza cósmica. Una confabulación del tiempo y el espacio. “Si Xul Solar pintara esto habría mucho esotérico”, ríe Alejandro Marmo. Y con la palabra “esto” se refiere a su vida y su obra, la parábola de un niño curioso y atormentado por la guerra inminente, criado entre hierros y hormas de zapato por dos europeos sobrevivientes en el conurbano oeste; la del joven aburrido, curioso y expulsado del sistema, con las sangres italiana y armenia en estado de ebullición; y la del adulto que duerme en un auto y ve la luz en la sombra una tarde de 2001, con el polvo de las Torres Gemelas flotando en su mente, cuando imagina el impacto de dos meteoritos en la 9 de Julio y, de entre los fierros humeantes, una Evita que (re)surge.
Alejandro Marmo se convirtió con los años en un artista obrero -o un obrero artista- que resucita los hierros muertos de las fábricas vacías para crear una cosmogonía particular, vinculada a la metáfora de la metalurgia como faro productivo nacional y a la energía del material, desde donde nacen referencias a los iconos populares mediante el trabajo colectivo. La carrera de este hombre de 48 años y tres hijos comenzó en los suburbios bonaerenses y se extendió literalmente a todo el mundo: desde Fuerte Apache hasta Tokio, de la villa 31 a Roma.
Su carrera tiene dos marcas. Uno, su proyecto “Arte en las Fábricas”, un trabajo con obreros excluidos del sistema laboral y el uso de material descartado, fue la llave de una amistad que forjó con el entonces cardenal Jorge Bergoglio y de donde salieron nuevas iniciativas que retrataron la fe desde el enfoque popular. Y dos, la idea/visión de una Evita estampada en el mítico edificio MOP, el que “interrumpe” la avenida 9 de Julio, que sedujo a la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner y a través del cual desarrolló también nuevos trabajos con la mente y el alma puesta en el peronismo y sus símbolos.
—¿Qué tenía en la cabeza cuando se le ocurrieron las Evita?
—Hay varias capas. La primera es que yo a los 14 años fui che pibe de una empresa de antenas y las orientaba desde el Canal 7 y desde el 9 a ese edificio. Yo orientaba a ese edificio las antenas. Años 84, 85 y 86. Después pasó el tiempo. Y el desastre de 2001 de las Torres Gemelas me hizo ver más ese edificio. Yo veía que iba a recibir algo. Y mientras caminaba por la 9 de Julio sin saber qué hacer de mi vida empecé a imaginar si caían dos meteoritos en vez de dos aviones sobre el edificio. Y con el tiempo volví a pensar en eso.
Y entonces Marmo visualizó la fachada del edificio con los meteoritos. Pero transformada en otra cosa. “Me acuerdo una muestra que terminé en el Centro Cultural Recoleta, salí de ahí y dije ‘qué gente nefasta estoy conociendo’, fue en 2004 ó 2005”, evoca. Paralelamente se le había instalado en los pensamientos la hija recién nacida de su amigo Facundo. Bajo esa emoción creativa, Marmo le dijo: “Voy a hacer una obra en la 9 de Julio que tenga la palabra ‘Victoria’, el nombre de tu beba”.
“Y me imaginé que aquellos dos meteoritos se transformaban en algo. Y me acordé que Evita había dado el último discurso ahí. Pensé, entonces, en poner la Evita combativa del micrófono. Un delirio. Me imaginé que esos meteoritos se convertían en Evita mirando al norte: el poder del peronismo, de los sindicatos, de los derechos del trabajador, dejar esa foto ahí”, remarca el artista, nacido en la localidad de Villa Bosch el 19 de febrero de 1971.
La fuerza cósmica, repite Marmo. Una energía que para él -y más allá de él- determinó su vida, su condición de obrero del arte o de artista trabajador en “una construcción simétrica” que tiene su pico en el año 2011, cuando al cabo de pocos meses se entera que va a ser padre por primera vez, presenta dos obras trascendentales (Cristo Obrero en Villa Soldati y una Evita en la Universidad Católica Argentina, en Puerto Madero) junto a Bergoglio e inaugura las dos Eva Perón en las caras norte y sur del actual ministerio de Desarrollo Social y Salud (que finalmente, y en honor a su amigo llamó “Sueños de Victoria”) junto a Cristina Fernández de Kirchner, nacida en La Plata, también un 19 de febrero como él.
“Y creo fuertemente en eso, las fechas son la simetría. Es la fuerza verdadera de todas las obras que se instalaron. No soy el que creó eso. Me sumí a una fuerza cósmica y eso hizo que vea en lo invisible lo que ya existe. Eso son los murales, el Vaticano, las obras en la 9 de Julio. Y pensás cómo hice esto. Es la fuerza del romanticismo de la decadencia. Esa fuerza está ahí”, suelta Marmo, sentado en un sillón negro en una especie de living ubicado en una sala enorme que funciona como taller y como museo, mientras Celeste, su compañera, mide los tamaños de las obras, próximas a marcharse a una gira mundial que comenzará en Estados Unidos.
La sala es la planta baja de un edificio de tres plantas pegado a la ruta 8 en el pueblo de Fátima, cerca de Pilar, donde Marmo levantó hace tres años, gracias a un convenio con los Museos Vaticanos el espacio “Arte en las Fábricas”. El lugar, donde se mezclan el trabajo artístico con una granja de gallinas, conejos y cabritos, una calesita y un bar, es la concreción de una idea que nació en los ’90 cuando comenzó a trabajar con los hierros descartados en las fábricas muertas o agonizantes de aquellos años, y con sus obreros desocupados.
Vivir en un auto fue algo personal y filosófico. Y sigo siendo un marginal espiritualmente. Un artista es alguien marginal
Este espacio que ahora habita es la otra punta en su narrativa personal. Marmo creció en el paisaje fabril de Villa Bosch, hijo del amor entre un italiano sobreviviente de la Segunda Guerra y una armenia que huyó del genocidio. Lo echaron de tres colegios secundarios católicos (“gracias a Dios”, ríe) y más tarde llegó a vivir en un auto, en una experiencia que oscilaba entre el desafío filosófico y el hastío social.
“De la mezcla del punk y la guerra sale este quilombo, que es cómo expresar la marginalidad posmoderna en una Argentina que tenía un escenario devastado del universo que me rodeaba, que eran las fábricas vacías. El conurbano hasta los 80 y pico eran fábricas y tallercitos, ese es mi museo, en confabulación de la cuestión de mediados de los 90 cuando un pibe de 20 y pico de años está afuera de todo. ¿Y qué hacés? Te vinculás con la decadencia, que es donde hay romanticismo, una analogía de la posguerra. La guerra del trabajador. De hecho uno de los que está acá es un ex trabajador de fábricas recuperadas y que vivió en un auto también y hoy sigue trabajando conmigo”, señala a través de un ventanal, donde en una tarde primaveral un grupo de hombres se prepara para asar un costillar.
La obra de Marmo evoca lo popular, lo divino, lo glorioso, lo que él llama la sombra en la luz, lo invisible que se ve. Un enfoque que tiene origen en el reviente de la juventud, la poesía nacional de Sumo, la mirada conurbana y el miedo. Sus primeros trabajos fueron insectos gigantes de hierro retorcido que le sirvieron al autor para expulsar su fobia al bicho, concreta y metafórica.
“Mi arte tiene que ver con el sentimiento, la nostalgia y la melancolía. Desde ahí hago la base de lo imaginario. Y a partir de eso me conecto con la ingenuidad de la infancia: los fierros de mi viejo herrero y el taller de aparado de zapatos de mi vieja. Yo jugaba con eso, en el mismo lugar laburaban los dos. Era Fellini. Se hablaba de la guerra, lo único que te metían en la cabeza era “si viene la guerra qué hacés”. El miedo, la furia, el genocidio, estar atento por si viene la guerra”, cuenta.
—¿Cómo expresó eso en el objeto artístico?
—No sé, la fuerza cósmica. Yo no sabía nada, no tenía vocación. Sólo tenía empatía total con lo abstracto. Pero soldar, qué se yo. Sí tenía miedo. Y empecé con los bichos. Tenía miedo tremendo a los bichos. Y empecé a hacer los bichos que no podía ni ver. A los 20 y pico entré donde estaban los fierros de mi infancia, porque mi papá se murió a mis 11 años, y me fui a conocer los barrios donde nacieron mis viejos, en Italia y en Atenas. Cuando entendí esa película volví y empecé a trabajar los miedos. Los miedos a mí, a mi identidad.
—"La patria del hombre es la infancia", escribió el poeta Rainer María Rilke.
—Absolutamente. Y yo me refugié ahí. No hay guerra más asombrosa que refugiarte en el búnker de tu infancia. Ahí el poder es la vulnerabilidad. Y esta obra (dice, y señala todo lo que lo rodea en el taller) es vulnerabilidad que sale de la tierra. Hay una fuerza cósmica que respeto y sé interpretar y soy riguroso con esa ley. Adhiero a esa ley. Por eso uno no es nada solo.
—Vivió en un auto, más allá de que quizás existió una decisión personal, ¿de alguna manera fue ir hasta el fondo de las cosas?
—Vivir en un auto fue algo personal y filosófico. Y sigo siendo un marginal espiritualmente. Un artista es alguien marginal. Es el poder vacío de esta época y el poder vacío de todo artista. El que lo observa, puede observar una manera de éxito que no es tal.
—¿Cuál es el éxito del artista?
—El artista tiene la gloria cuando no para de conectar con el pensamiento creativo. Porque se te acaba la nafta y no hay alegría en el corazón.
—¿Y cuál es la angustia del artista?
—No poder sacar lo despreciable. La miseria y lo despreciable que tenemos adentro sube todo tiempo de nivel.
—¿Por qué?
—Porque todo el tiempo te dan información que te provoca todo el tiempo emociones despreciables. Envidia, ira, bronca, decepción, frustración. Todo eso tenemos eso a diario.
En estos cuatro años el mural de Evita apagada refleja lo que fue la historia de la emoción social que generó ella, esos encuentros y desencuentros que tiene con la Historia; y yo soy parte del sentimiento popular y soy uno más de los que se emocionaron al ver el mural iluminado
—¿Y cómo lo sublima en la obra?
—Permanentemente. No para mi obra, porque no paro de transformar eso despreciable, que tengo demasiado adentro. Soy como un tanque que absorbe lo despreciable, lo deja y si no lo hago circular me enfermo el cuerpo. Imaginate todo lo que se ve en la calle si yo no hubiera estado acá, si lo hubiera dejado adentro, adentro explota el cuerpo. Entonces es un método de rejuvenecimiento, poder sublimar esa parte, -dice Marmo y estalla en una carcajada que lo ayuda a cambiar de posición en el sillón y estar más cerca de la mesa donde se apoya el mate.
—¿Más allá de sublimar lo despreciable se divierte cuando crea?
—Pará que va a parecer que soy un maníaco depresivo (vuelve a reír). Lo que digo es que hay que saber transformar eso. Pero lo lúdico está naturalizado. Lo que sí sé y soy consciente es que sin transformar eso no sos fuerte y no te podés plantar. Y si no te podés plantar aparece la pose y ya la pose pasa a ser más fuerte que tu obra, es decir, que las balas no te entren: ‘Yo soy el artista y hago breakdance cuando hablo’. No, conectarte con lo cotidiano y lo verdadero impone un trabajo interno, espiritual, de transformar eso que uno tapa en lo cotidiano.
El trabajo con los obreros, la evocación de lo popular, acercaron a Marmo y a Bergoglio en la época en que el cardenal de Buenos Aires parecía estar más cerca del retiro que del cielo vaticano y la fumata blanca. Se hicieron amigos e incluso escribieron un libro juntos, cuando el sacerdote ya había devenido en Papa Francisco. “Nada es de descarte, todo tiene un significado dentro de la magnífica belleza de Dios”, dijo el Sumo Pontífice en 2014 cuando presentó la Virgen de Luján y el Crristo Obrero, obras de Marmo que integran los jardines de los Museos Vaticanos, a donde el artista llegó con los trabajadores de fábricas que lo ayudaron a levantar las obras.
Ya habían pasado tres años de la inauguración de las Evita en la 9 de Julio y un poco más de la reunión que tuvo con Cristina Fernández de Kirchner, después de recibir un llamado de ella, interesada en la idea que él se había encargado de comentar entre personas que tenían llegada a la entonces Presidenta. “Ahí entendí que el peronismo tenía poder pero tenía vulnerabilidad”, explica.
—¿Cómo es eso?
—La falla del peronismo en el siglo XX es el poder y la vulnerabilidad. El oportunismo peronista es la vulnerabilidad del proyecto. Es donde se apaga. De hecho fue siempre el gran problema. Es como (el cuento) “Las ruinas circulares”, de Borges. Y en el despacho, esperando a Cristina, se me ocurre esa vulnerabilidad del proyecto. Cómo mostrar esto que te estoy contando de los dos meteoritos pero uno fuerte, combativo y el otro vulnerable, pero no vulnerable desde el oportunismo sino desde la sensibilidad, desde el abrazo. Entonces una era la poderosa, la combativa, la inigualable, y la otra era el abrazo a Avellaneda, a las fábricas, al trabajo.
Marmo aclara sobre su llegada al despacho de la ex Presidenta: “Yo no era militante, no me conocían, y eso es lo maravilloso del proyecto en un gobierno peronista. Porque me integraron. Yo vine de la calle. No rosqueaba, ni chupé ninguna media. Cristina no sabía quién era yo. Y así empezó a andar. Después defender el proyecto fue una película, no fue nada fácil”.
—Paralelamente usted ya trataba con Bergoglio, quien no tenía la mejor relación con el kirchnerismo en ese momento.
—Muchos me decían, o me daban a enteder, ‘cortala de laburar con Bergoglio’. Yo nunca había estado con un presidente. Estaba acostumbrado a las muestras. Hablar con un presidente es otra cosa, se juegan otros intereses. Todo lo que hacés tiene un sentido, toda palabra no acertada te puede jugar en contra. Yo no estaba preparado. Es muy difícil trabajar con un presidente. Tenés que defender tu idea, tu trabajo, tu profesión y al mismo tiempo pensar en que el proyecto camine, que se haga. Y no hay beneficios personales sobre el Todo. Tuve que entender el trabajo un poco más amplio, entender la dimensión de un proyecto así.
Marmo montó a Evita en un taller de Avellaneda, donde algunos años más tarde, con la colaboración del artista Daniel Santoro (que también aportó en el diseño de la instalación del mural en el MOP) hizo El Coloso, ese gigante cobrizo que, con un cuadro de Evita, da el primer paso para cruzar el Riachuelo, del sur bonaerense a la Capital, un homenaje al 17 de octubre de 1945.
—¿Cómo fueron esos montajes monumentales?
—En un taller de Avellaneda. El mismo donde hice El Coloso. Trabajaba en distintas fábricas, me gustaba esa cosa de los laburantes, lo cotidiano de la obra, y se enganchaban. Esa energía es la que me sostuvo. Lo otro no. Lo otro fue una guerra. Y la vulnerabilidad. Siempre me encuentro con el poder y la vulnerabilidad. Y eso son los murales de Evita. Eso es lo que aprendí de este proyecto. Acordate que la mala información decía que Bergoglio tenía vinculación con la dictadura. De repente estaba jugando en Boca y en River y tenía que salir entero. Por eso siempre fui a lo Divino. Siempre volví al pibe que miraba las antenas, al que dormía en el auto, al que salió de la sombra a la luz y el proyecto me fue llevando. Y después dejé que la verdad gane el territorio. Nunca pude hablar de esto, pero lo hablé mucho con Bergoglio y él me dijo ‘esperá que la verdad siempre camina’. Y mirá cómo camina y dónde está él ahora. Acordate que lo estaban por jubilar.
La fragilidad de lo simbólico volvió a la mente de Marmo la noche del 27 de octubre, cuando tras el triunfo de Alberto Fernández un grupo de trabajadores del Ministerio de Desarrollo Social encendió las luces que iluminan la Evita que mira al norte. El artista pensó mucho en ese acontecimiento.
“El mural de Evita en estos cuatro años, desde esa sombra aparente que significa la vulnerabilidad, el hecho de apagarla, construyó una especie de resurrección a la imagen iluminada. Me parece que todo tiene que ver con un esquema que es propio de la imagen de Evita. Esa vida que se apaga y se enciende según el tiempo. Y en estos cuatro años esa imagen apagada refleja lo que fue la historia de la emoción social que generó Evita, esos encuentros y desencuentros que tiene con la Historia, pero que sigue vigente”, reflexiona.
—¿Qué opinión le genera la decisión de un gobierno de apagar una obra de arte que representa a una gran parte del país?
—No me siento tan importante para dar una opinión que es del sentimiento popular, yo soy parte del sentimiento popular y soy uno más de los que se emocionaron al ver el mural iluminado y esperaban la imagen iluminada. La emoción popular enciende naturalmente las cosas y las apaga según los tiempos y los espacios. La luz eléctrica en el Monumento a los Españoles en la avenida del Libertador no se cortó nunca. Y en España hubiera sido imposible iluminar el monumento a San Martín y dejar apagada la fuente de Cibeles. Cómo somos y de qué manera valoramos la soberanía cultural que tenemos explica por qué los países que han sufrido guerras recuperan esa identidad y le dan valor a lo nacional, a lo icónico y sobre todo a la unidad, al proyecto, al abrazo nacional. Evita tenía una luminosidad natural, es lo que tienen las almas que pasan por esta vida para dejar rastro y construir pueblo.
Una de las obras más celebradas de Marmo se llama “El Abrazo”. Presentada en 2008, mucho antes que la Evita y el Papa, se convirtió en un símbolo del amor fraternal. Se la puede ver en barrios pobres, al costado de la Panamericana, en Napoles, Milan y en el aeropuerto de Roma. “El abrazo nace por no poder abrazar. Por resistirme al amor, al afecto”, explica.
Ese abrazo Marmo lo parió en Japón. “Yo pensaba que había ‘llegado’, hacía tres años que estaba en ese país laburando, que es como estar en Marte. Y de pronto veo una situación de mucho amor. Amor verdadero. Una familia, una mirada. No sé qué me pasó. Yo estaba solo en una estación de tren y me pegó mal. ‘Qué estoy haciendo de mi vida’. Estaba buscando prestigio y estaba subestimando al amor. Y en ese abrazo encontré la calma y pensé en transformarlo en un lenguaje”, cuenta.
—¿Qué cree que transmite su “Abrazo”?
—Es la simpleza de la vida. Y hay una conexión también posmoderna con El Beso de Klimt. Es una imagen invisible que está. Y vuelvo a lo mismo. Me metí en ese túnel y agarré esa imagen. Y ahí es donde pasa algo con el Otro. Si el Otro siente algo, quiere decir que hay una paz tácita entre todos, ese mundo común donde no hay palabras y hay sensaciones. Es lo onírico. Y en lo onírico nos ponemos de acuerdo todos, como dice (Carl) Jung.
Marmo tiene la conducta de bajarse de la cresta de la ola siempre, de no creerse parte del poder y mucho menos del éxito aunque su trabajo lo obligue a transitar sus oficinas. “Siento que uno siempre se enfrenta al poder con lo que hace. Estuve en Japón y llegué acá y me fui a laburar a Fuerte Apache. Después del Vaticano me fui a la periferia. Después de los murales de Evita lo mismo. Siempre traté de enfrentarme a mí mismo cuando me empoderó la obra. Siempre vuelvo a dormir al auto, metafóricamente. Y siempre vuelvo a mis hijos. Ahí encuentro lo verdadero, que es lo vulnerable. Lo único verdadero es que somos vulnerables”, comenta.
Por entre caballos de hierro, corazones y una virgen de Luján de dos metros y medio corretea su hijo más pequeño. Marmo lo llama y el nene se acerca, le convida un confite verde y se va. Por la ventana se cuela el grito de dos aves en plena batalla erótica. El artista obrero mira a su alrededor y parece satisfecho. Su espacio ya no es el auto donde dormía como un sin techo. Su capacidad creativa renació con el abrazo íntimo de su familia, sus hijos y sus cosas.
“Es lo que me salva", suspira Marmo, y cierra: "Si te dejás llevar por lo otro sos “El Loco Evita”, me paro en la 9 de Julio y empiezo ‘soy yo, ése soy yo’. Pero hay que tener paciencia. Creo que el obrero es el artista. A mí me vincula con el arte el obrero, el artista siempre me trae quilombos. El obrero es el que me hace pasarla bien”.
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