La “Navidad de los muertos” en el Cementerio de Flores: canciones, ofrendas con formas humanas y juguetes sobre las tumbas

Cada 2 de noviembre la comunidad boliviana peregrina al Bajo Flores, dicen, para responder a esa pregunta que una vez al año vienen a hacerles sus seres queridos: ¿siguen ahí?

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Dos nenes de 7 y 8 años corretean entre tumbas llenas de flores, entre molinetes de plástico que giran a toda velocidad, fotografías, ofrendas, latas de cerveza y comida. De pronto uno detiene la carrera sin avisar y le señala al otro una sepultura. Se quedan mirándola fijo.

El que señala tiene puesta una camiseta de Boca y el otro una de River. En ese detalle repara el fotógrafo de Infobae que acaba de agacharse frente a ellos para capturar la escena. Apenas gatilla lo descubren y sin mediar palabra le sueltan: “¿Acá hay enterrado un bebé?”.

“No, no creo...”, alcanza a decir el fotógrafo descolocado por la pregunta, en un intento inconsciente por alejar de esas dos criaturas la idea de la muerte. Pero ellos, mirándolo a la misma altura porque él sigue con las rodillas flexionadas tras capturar la imagen, no titubean: “Sí, acá hay enterrado un bebé porque estos son sus juguetes”. Tienen razón.

Cada año la comunidad boliviana peregrina hasta el Bajo Flores, para una celebración que entre muchas otras cosas habla de una forma distinta de vivir la muerte. Una que se aprende de chico, entre altares, ritos y ofrendas de pan.

Hay tristeza -porque es mentira que sea un festejo-, pero se permiten las carcajadas, estridentes, con la boca abierta, echados para atrás y de cara al cielo. Especialmente si vienen acompañadas de una buena anécdota con el difunto.

“Bolivia y Perú fueron los primeros lugares donde llegaron los españoles. Los Incas, antes de que existiera Argentina, Brasil, o cualquier otro país, hacían su propia tumba dentro de sus casas. Ellos ya sabían cuándo iban a morir y dejaban sus herencias dentro de la tierra. A partir de allí las ofrendas se dejan en el piso”, intenta ponerle Juan Ignacio Fernández, causas históricas a todo lo que hay alrededor de las sepulturas en el cementerio de Flores. De rosarios y estampitas, a peluches y guantes de fútbol.

“Cada masita que traemos tiene su significado. El sol es para que lo alumbre, la escalera es para que suba al cielo, los niños -que representan a los hijos- le acompañan y los dulces son para endulzarle el alma. Las coronas hacen a la felicidad y no se le pueden traer muchas cosas negras, porque el muerto sufre con la oscuridad”, explica.

Los Incas ya sabían cuándo iban a morir y dejaban sus herencias dentro de la tierra. A partir de allí las ofrendas se dejan en el piso

Mientras Juan Ignacio habla con Infobae alguien con una guitarra española se acerca al grupo de 14 familiares y amigos que rodean la tumba de Emilia Vallejos. La melodía, bien ejecutada, es la de “The sound of silence”, del dúo folk norteamericanos Simon and Garfunkel, pero tiene la letra cambiada. Siempre con la misma progresión de acordes, el trovador termina recitando los versos del “Padre nuestro”.

Henry Valentín Capajaña Sebacollo, de 30 años, llegó desde Laferrere en el 193. Esa mañana bajó del colectivo y encaró con paso firme en dirección a la puerta del cementerio sobre calle Varela, aunque no tenga nadie a quien visitar. En lugar de flores lleva su guitarra.

Desde hace 10 años cada 2 de noviembre Henry es el único que toca canciones de Los Jairas y los Kory Huayras, entre otros grupos bolivianos típicos en el Cementerio de Flores. Melodías que componen su repertorio estable para “cosas de difuntos”, dice.

Va para el Día de la Madre, el Día del Padre, algunas misas, de vez en cuando una vigilia. El resto de los días trabaja en su taller de costura en Laferrere, porque “es difícil vivir de la música”, comparte con una sonrisa.

“A los 12 años ya tocaba en el cementerio en Bolivia. Vamos acompañando a las familias dolientes en este día que es tan especial para muchos, porque es un día muy esperado. Se trata de acompañarlos con lo que más le gustaba y la música es algo que a todo mundo le gusta”, dice.

“Es una música sentimental, son canciones que a uno le llegan”, le cuenta a Infobae, antes de repasar el paso a paso de su servicio: “Primero me acerco con el respeto que cada familia merece. Les pregunto quién es la persona que ha fallecido y cómo son los parentescos. Pueden ser hijos entonces saco canciones de ‘mi hijo se murió’, si es una madre ‘mi madre’, y así”.

A los 12 años ya tocaba en el cementerio en Bolivia. Vamos acompañando a las familias dolientes en este día que es tan especial para muchos porque es un día muy esperado. Se trata de acompañarlos con lo que más le gustaba y la música es algo que a todo mundo le gusta

Pasadas las 14 en el cementerio ya son cientos de personas las que caminan por los senderos de tierra entre las tumbas. Henry llega tener una lista de espera de varios grupos que quieren que se acerque a tocar algunas canciones para ellos y su muerto. Él va enumerando en su cabeza el orden en que se lo piden y a nadie le dice que no.

Desde hace varios años el control cada 2 de noviembre es mayor en el Cementerio de Flores. Hay calles cortadas y un dispositivo de la Policía de la Ciudad, agentes de Prevención, de Tránsito y seguridad privada, dentro y fuera del predio. El problema comenzó porque "la gente no quería irse”, le confió un empleado a Infobae.

En el ingreso este “Día de los muertos” un grupo de policías se encarga de revisar bolsos, mochilas y bultos. Desde hace unos años está prohibido el ingreso de bebidas alcohólicas.

Por eso esta “Navidad de los muertos”, como le dice Juan Ignacio a la fecha, el brindis por el ser querido es un ritual que comienza en la tumba, pero que termina junto a los altares en las casas.

“Este día traemos muchas frutas a nuestros muertos, pero la más sagrada de todas es la piña. Tiene dulzura y amargura, representa a la vida. Por eso cuando regresamos a casa vaciamos la piña, nos hacemos un trago y lo compartimos”, cuenta.

Extrañamente -o no- mientras las tumbas sobre la tierra rebozan de colores, de objetos, de gente, de familias, de amigos, la zona de los mausoleos en el Cementerio de Flores está prácticamente desierta. Apenas algunas personas se acercan a buscar algo de sombra, bajo las estructuras góticas y grises.

En la parte de los nichos las galerías están en silencio. Pasar por ahí es quedar frente a frente con esa otra forma de vestir a la muerte. Más impersonal, nombres sobre el mármol, fechas, algún ramillete, una placa. No mucho más.

Otra vez afuera, entre las tumbas, el bullicio, el sol como un latigazo en el cuello, insiste en resaltar el contraste de las muchas muertes que pueden convivir en el mismo cementerio.

Sobre una manta de colores a los pies de una tumba hay panes con formas humanas, paletas de dulce y frutas. No muy lejos de ahí está María Calani Lázaro, sentada frente a las fotos de su hija, Lizbeth, que murió en septiembre de 2018, con 21 años.

“A mi hija la mataron y hoy es el día de todos los santos donde los espíritus nos vienen a ver y nosotros siempre los recordamos”, le dice María a Infobae.

“Traje lo que le gustaba a ella para que la gente le de unas oraciones. Esto tiene que ver con nuestra cultura. No los olvidamos, los llevamos siempre con nosotros, es lo que nuestros ancestros nos enseñaron”, explica, con la vista puesta en las cosas que hay sobre la manta.

“Esto representa a mi hija y también a todos los parientes cercanos que fallecieron. Mi padre, mis abuelos. Dos días antes preparamos toda la masa y el 1 de noviembre ya tiene que estar todo listo porque es cuando vienen los espíritus”, sigue, mientras se acerca a la charla Alfredo Choque Mendoza, el papá de Lizbeth.

“La recordamos ofreciendo las cosas que le agradaban en la vida. Preparamos un altar en casa, ahí damos oraciones toda la noche, vienen visitas, las invitamos con algún licor suave. Esto es algo que mantiene firme y viva nuestras creencias, nuestra cultura ancestral”, dice él.

No los olvidamos, los llevamos siempre con nosotros, es lo que nuestros ancestros nos enseñaron

“En el altar tiene que haber ofrendas en representación a la persona. Cada turco, como los llamamos a estos panes, personifica al difunto. Es una forma de decir que él está presente y se le suman las ofrendas: comida, frutas, cosas que le gustaban. Y con los años esto se va transmitiendo a los hijos, a los nietos...”, detalla Alfredo, que llegó a la Argentina en 1969 desde un pequeño pueblo de Bolivia, Suquistaca.

“Nosotros los bolivianos tenemos una muy fuerte transmisión de nuestras costumbres ancestrales, una cultura muy profunda, cosa que aquí en Argentina no se ve. Ha sido el exterminio de los 14 mil habitantes de La Pampa en las expediciones de Roca, Rosas, Sarmiento, lo que borró las costumbres de esta tierra. Si quedó algo ha sido en las montañas, en Neuquén, en la precordillera, el Chaco. En las pocas personas que quedan y pueden transmitir el conocimiento”, agrega.

Un hombre al que no conoce lo interrumpe para acercarse a orar por Lizbeth. Pregunta si hay algún familiar más en el cementerio. María y Alfredo pronuncian los nombres del resto y a cada uno le reza en un susurro casi imperceptible. Cuando termina le entregan uno de los panes con forma humana, una de las ofrendas, como agradecimiento.

Aunque haya varios familiares enterrados en el cementerio, la cultura boliviana cree que la visita debe estar destinada a la tumba de un solo ser querido. Estar ahí por él o ella y para él o ella. No hacerlo podría traer consecuencias en el mundo de los vivos.

Camino a la salida el abultado grupo de Juan Ignacio sigue alrededor de la tumba de Emilia. Continúan riéndose fuerte y piensan quedarse hasta que les digan que se tienen que ir.

Según Juan Ignacio lo que ocurre cada 2 de noviembre para los bolivianos, es algo simple. Sus muertos bajan a la tierra, vuelven por única vez en el año, para hacer una sola pregunta a los vivos: ¿Siguen ahí?

Fotos: Franco Fafasuli

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