“Siempre quise ser arquitecto, pero ahora renuncié a la arquitectura. No estoy capacitado para ejercerla. Se maneja por reglas”, asegura Rubén Díaz, autor de La Torre Eiffel de Ituzaingó. Y gaseosa light de por medio, en la planta baja de Lavalleja 40, donde hace poco más de un año está erigida la réplica del monumento parisino, empieza a filosofar sobre sus 66 años de vida.
“Nací en Versalles”, apunta en relación al barrio porteño y sin anticipar los juegos del destino. Hijo de un obrero de la construcción y una ama de casa, todos gallegos, cuenta que desde los cuatro años vive en la localidad del oeste bonaerense y que se mudó diecinueve veces en diez cuadras a la redonda. No le molesta que en la zona la gente lo reconzca por su flota de autos ploteados, pintados con aerosol e intervenidos con redes y ropa vieja.
“Siempre fui la oveja negra de los arquitectos. Vivimos en una sociedad hipócrita. Cuando no te conoce nadie, sos un loco de mierda. Pero cuando conseguís fama, pasás a ser artista. Y yo soy el mismo de siempre… Lo bueno de ser artista es que ya nadie me puede decir qué está mal o bien. Solo si les gusta o no”, reflexiona.
-¿La arquitectura tiene demasiadas reglas para vos?
-Cuando me anoté en la carrera, me dijeron que tenía que aprobar 32 materias. Las rendí y me dijeron que tenía que usar corbata para jurar. Les expliqué que eso no me lo habían dicho de antemano. Que yo no estoy capacitado para usar corbata. Estuve tres años sin título. Hasta que un día fui con una corbata en la mano, me la puse arriba del escenario para que me entreguen el diploma y me fui. En 1979 el decano de la Universidad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires era más ignorante que cualquier marginal. Desde entonces no me gusta que me digan arquitecto. Me hace sentir descalificado.
-¿Por qué?
-Porque no significa nada. A los obreros que trabajan conmigo se los tengo prohibido. Un día fui a una oficina y dije: “Buenas tardes, señor. Vengo a traer un expediente”. Y el tipo, que era abogado, me contestó: “Soy doctor”. ¡Qué equivocado!, pensé. Ser doctor cuesta cinco años. Ser señor, toda una vida. Yo soy Rubén. Y no tengo matrícula porque me la sacarían por usar mis propias reglas. Así que trabajo con colegas que la tienen.
-¿Nunca te importó ser la oveja negra y no encajar?
-No compito con nadie, ni tengo inseguridades. Mi mamá de chico me dijo: “Mira Rubén, vos sos muy feo”. Y lo que estoy contando es literal. Así crecí. Ella tomaba anfetaminas para adelgazar. Mi viejo no la soportaba y yo tampoco. Una noche, mientras yo estaba estudiando, me quiso convidar. ¡Ni a palos tomaba! Es que la gente prefiere pertenecer, antes que ser.
-¿Cuándo empezaste a aplicar tu arte a la arquitectura?
-En mi primer departamento, a los 23 años. Tenía la cama en el suelo y las tapas de luz con números y colores. Mi primera obra fue una casa con una bicicleta colgada en la pared. Resultó un furor por las redes. La gente le da la explicación a lo que hago. Hay una cuestión filosófica detrás. La sociedad se esconde en la multitud para que su locura pase como normalidad. Por eso yo digo que estoy loco, para que crean que tengo la cordura de decirlo y no me internen.
-¿Y cómo explicás esta locura?
-No comulgo con lo normal. Sí con lo lógico. A los 14 años mi mamá me cortaba el pelo cortito y me vestía de gris. Hasta que un día le dije: “No fumo, no tomo, ni me drogo. Quiero usar el pelo largo y vestirme como se me dé la gana”. Por única vez en la vida me dio la razón. Y eso hice. Por eso me defino como un hippie, más que como un loco.
-Entonces, ¿qué es ser hippie para vos?
-Bueno… Vivo acá a la vuelta. Un día me di cuenta de que si salía al balcón de mi casa veía la Torre Eiffel iluminada. Mientras la hacía, estaba demasiado metido en la obra. No lo había notado. Soy hippie porque cuando voy a un shopping me doy cuenta de todo lo que no necesito. Nadie cree que no fumo, no tomo, ni me drogo. Brindo con jugo de naranja. Eso sí, tenés que tener un sustento. Porque el hippismo de los veinte puede ser indigencia a los sesenta.
-¿Te influyó alguna lectura?
-No. Siempre fui autodidacta. Viajo por el mundo desde los 18 años y empecé a dedo. Me di cuenta de que con un gracias y un por favor llegás a cualquier lado. Todo con humildad y respeto. Conozco 122 países. Tengo conocidos, no amigos, por todo el mundo.
-Hay que tener dinero para viajar tanto. ¿Cómo lo hiciste?
-Estoy loco pero no como vidrio. Fui sifonero de abordo. Compraba los sifones a 8 euros y los vendía a 22. Y vendí oro en España, que había comprado en Turquía. Fui más comerciante que artista. Tenía una familia que mantener. Hoy puedo ser más bien lo segundo. Nunca trabajé para nadie. Hace diez años hice 600 departamentos en diez años, en Morón. De todos colores. Me fundí con la crisis del 2001 y me levanté cuatro años después.
-¿Qué importancia le das al dinero, entonces?
-No lo mido en dólares, euros, ni yen. Lo mido en pasajes. Viajar es mi prioridad. Cuando me fundí, vendí un auto y seguí viajando. Siempre hay un lugar en el mundo donde lo que acá es caro, allá es barato. Una vez me fui a China con lo puesto. Sin ni siquiera un bolso de mano. Yo voy a una agencia de viaje y les digo: “Dame un pasaje barato a donde sea”. Agarro la mochila y salgo, sin reserva de hotel. Di la vuelta al mundo en veinte días.
-¿Cómo?
-Un día estaba comiendo paella en la Plaza Mayor de Madrid. A los dos días, pizza a metros del Coliseo, en Roma. Después, cenando a la luz de las velas, mirando el Partenón, en Grecia. De ahí, en el desierto de Turquía. Cuarenta y ocho horas después, en Sri Lanka, rodeado de elefantes. Después, las delicias de Bali. Y finalmente, en el Opera House de Sídney. De ahí volví a Buenos Aires. Fue maravilloso.
Locura al servicio de la creatividad
Rubén cuenta que sus padres ya fallecieron, que tiene una única hermana menor. Agrega que es padre de tres mujeres y un varón. Y que tiene cinco nietos. “Creen que estoy loco. Como las hijas de Gabriela”, ríe y su actual pareja –“es la quinta, mis hijos nacieron de dos esposas distintas”- asiente con una sonrisa. Ella tiene 25 años menos y se conocieron hace algo más de un año, cuando llegó con sus azulejos para hacer murales en el espacio de Lavalleja 40.
-¿Por qué quisiste hacer una Torre Eiffel en Ituzaingó?
-¿Por qué no? Amo París. En una época, sumaba una escala solo para tomar un café en Champs Elysees. Una torre es más fácil que un edificio. Era un reto, pero sabía que la podía hacer. Tuve que pedir muchos permisos a la municipalidad. No me la querían aprobar. Me decían que estaba loco por querer hacerla, pero ahora que la hice esta propiedad vale el doble. Tan loco no debo estar. La empezamos el 2 de enero del 2018 y la terminamos el 14 de julio del mismo año. El día de la conmemoración de la toma de la Bastilla. Alquilo el piso de arriba y funciona un bar. Abajo, hago lo que quiero. No corre dinero. Hacemos shows de stand up. Me rodeo de artistas que no están contaminados por la plata. Además, para que la gente pueda ver las obras, abro gratis los sábados y domingos de cuatro a 22 horas de la noche.
-¿Qué te gusta que diga la gente cuando la ve?
-No me interesa que les parezca linda. Sino que sientan emoción. Si no la miran, me parten el corazón. Prefiero que me digan que es horrible o que soy un ridículo. Lo que no quiero es que me ignoren. Ni a mí, ni a la torre.
-¿Cual es tu objetivo?
-Quiero convertir Ituzaingó en un destino de arte turístico internacional. Y tengo un fundamento. Estamos cerca del aeropuerto del Palomar, que tiene pistas más largas que Aeroparque. Va a hacer un hotel Hilton en Parque Leloir, a minutos de acá. Quiero que vengan a visitarla de todas partes del mundo. Y estoy por fundar la República de Balá. Ya hay un arco. Carlitos lo vio y le encantó. Tengo el proyecto, solo falta la aprobación del municipio. Serán cuadras donde prime la libertad, la diversidad y la fantasía, con violencia cero. Ni siquiera subliminal.
-¿Qué son esos tatuajes que tenés en la cara?
-Aquí (y gira la cara mostrando el cachete izquierdo) África sostenida por una mujer. Fui 14 veces. Este (señalando con un dedo izquierdo) fue para conmemorar cuando llegué a conocer 100 países. Este otro (señala la mano derecha) dice: “Cuántas cosas no necesito”. Y finalmente (estirando el brazo): “A mi manera”. Porque es mi vida exacta. Como si esa canción la hubieran escrito para mí.
SEGUÍ LEYENDO: