Lo último que se supo de Yiya Murano es que había olvidado que se llamaba Yiya Murano. Y ese olvido no sólo se redujo a su identidad: tampoco recordó caras, imágenes y ni siquiera fechas. En especial lo que ocurrió entre el 11 de febrero y el 24 de marzo de 1979: envenenó a sus amigas Nilda Gamba, Lelia Formisano de Ayala y su prima Carmen Zulema del Giorgio Venturini.
Si parte de su vida y sus asesinatos, que la llevaron a la oscura fama de la historia del crimen nacional, estuvo envuelta en el misterio, su muerte siguió esa extraña coherencia, como un dispositivo inevitable. A diferencia del siniestro secuestrador Arquímedes Rafael Puccio, líder del clan que secuestraba y mataba empresarios, la muerte de María de las Mercedes Bernardina Bolla Aponte de Murano nunca salió en los diarios.
Su ostracismo no fue intencional. Lo que más disfrutaba en sus últimos años era aparecer en redacciones y estudios de televisión para dar notas. A veces a cambio de dinero o simplemente por una cena o almuerzo pantagruélicos. Las últimas notas que dio fueron en 2012. En un geriátrico de Caballito. Con el tiempo la trasladaron a uno de Belgrano. Infobae intentó visitarla o charlar como en otras oportunidades, pero apareció un familiar de la extrañamente célebre envenenadora para advertir que Murano no estaba en condiciones de dar entrevistas.
“Está con demencia senil, no se acuerda de nada. Desvaría y hemos decidido que nadie más tenga acceso a ella”, dijo una sobrina, que pidió reserva de identidad.
A su vez buscaron que su muerte no trascendiera. Los pocos familiares que le quedaban se oponían a la fascinación que Yiya tenía por la fama y lo mediático. Ni siquiera su hijo, Martín Murano, fue informado del fallecimiento de su madre.
“Lo único que sé es que murió el 26 de abril de 2014, un mes antes de cumplir 84 años y que fue enterrada en la Chacarita con su nombre acortado para que nadie identifique que es ella”, dijo Murano a Infobae.
“Estoy por reconciliarme con Martincito, le llenaron la cabeza, es doble de riesgo y actor, un amor de persona”, le había dicho Yiya al autor de esta nota en 2010. Pero ese encuentro nunca existió. También habló de su muerte. Dijo que no quería ser olvidada y que en su tumba, además de su nombre completo, dijera que se trataba de Yiya Murano. “Así me conocen todos y me llevan flores, amo los jazmines y las rosas rojas”, dijo.
“Está enterrada como Mercedes Bolla”, revela su hijo. Su familia trató de alejarla de la leyenda maldita que Yiya alimentó en sus últimos años. Esa de ir a Duro de domar y contar un chiste o de firmar autógrafos a jóvenes o posar en fotos con quienes habían comprado una muñeca con su imagen.
Puccio, en cambio, sigue enterrado en el cementerio municipal de General Pico, La Pampa, donde murió un año antes de Yiya, a los 82 años. Está su nombre y la tumba nunca fue visitada por un familiar. Sólo por curiosos, motivados por el año en que se emitieron Historia de un clan y El clan, la serie y la película que narraron el mundo oscuro del ex diplomático que se convirtió en un empresario del horror, empujando hasta su familia al abismo del sótano donde secuestraba a las víctimas que luego mandaba a ejecutar como la mafia siciliana.
Por el contrario, la tumba de Yiya es casi anónima. Sus familiares, los que estuvieron con ella en sus últimos días, buscaron que ningún curioso visitara la tumba ni se enterara de su muerte.
“Yiya Murano es una mujer alta, extrovertida, de 47 años, que prefería pasar buena parte del día fuera de su casa: visitando amigas, a quienes les llevaba los postres que ella preparaba, o tomando el té en Richmond, asistiendo al teatro o al cine, o saliendo de compras. A pesar de que su marido estaba jubilado, pocas veces salía con él. Sus vecinos la solían ver vestida con elegancia, bien maquillada, con ropa de marca y joyas”, refiere la revista Gente del 31 de mayo de 1979. En el artículo hay un dato no menor: por entonces los investigadores sospechanan que podría haber otros ocho envenenamientos.
En sus últimos años, Yiya era habitué de las Las Violetas, donde le gustaba pasearse con aires de reina por el tradicional café porteño que combina vidrieras y puertas de vidrios curvos, vitrales franceses y pisos de mármol italiano.
Las manos de Yiya eran grandes. Tenía dos anillos: el que sobresalía por sus tres piedras brillantes se lo regaló Julio, su último esposo, y el otro se lo compró ella. “Con la plata de Julito, pobre viejo… está ciego pero me ama con locura. Fue corrector de las columnas que Jacobo Timerman escribía para La Opinión”, contó una vez.
Después de terminar el té, le gustaba abanicarse pero sin sacarse los sacones o tapados que usaba, además de blusas, pulóveres, polleras, medias can can y zapatos marrones. Además le gustaba estar perfumada.
“Lo digo por intuición. El asesino tiene fama de buen mentiroso y siempre niega lo que hizo. No es mi caso. Donde hay poder, sexo y plata, siempre hay un asesino dispuesto a matar. Este país es una fábrica de asesinos”, confesó Yiya. Luego, chistó a tres jubiladas que cuchicheaban cuando ella se levantó y le pidió al mozo que no les dijera que era Yiya Murano. “No me gusta el circo ni la chusma”, aclaró en voz baja y se fue con apuro.
Una vez, el autor de esta nota le propuso volver a Monserrat, barrio que la hizo famosa. Aceptó sin problemas. Cuando llegó a México 1177, le habló al encargado del garaje. “Pibe, acá guardaba mi Mercedes Benz. ¡Qué sabrás vos, si sos un nene y no me conocés!”, le dijo. “En la esquina vivían los Pimpinela y a mitad de cuadra estaba la casa de Guillermo Patricio Kelly”, recordó Yiya. “Yo vivía en el sexto C. No tengo ni idea quién lo ocupa ahora”, comentó. Sabía que se organizaban circuitos turísticos para los extranjeros que incluían ese lugar en su recorrido. “Acá vivía la envenenadora de Monserrat”, decían los guías del tour criminal. “Hacen negocio a costa de mi inocencia”, se quejó.
La dama negra del crimen
Yiya Murano nació en Corrientes, el 20 de mayo de 1930. Su madre, Candela, era ama de casa, y su padre, Camilo Bolla Aponte, era un teniente coronel que reprimió a los opositores al golpe de José Félix Uriburu. Yiya nunca pasó sobresaltos. Aunque su familia se fundió, a ella siempre le gustó ser parte de la burguesía. Se recibió de maestra pero nunca ejerció.
Cuando sus padres se radicaron en Buenos Aires, se sintió fascinada por los edificios altos, el ritmo agitado de la ciudad, la noche interminable de la avenida Corrientes, los hombres elegantes y adinerados. Se dedicaba a pasear y a nadar. La natación le dio una espalda aun más ancha a su cuerpo robusto. Cuando se casó con el abogado Antonio Murano él le pidió que se quedara en la casa en lugar de trabajar; y ella aceptó encantada. Andaba con joyas caras y ropa de marca, pero vivía en un departamento de mala muerte.
Entre febrero y marzo de 1979, las muertes de Nilda Gamba, Lelia Formisano de Ayala y Carmen Zulema del Giorgio Venturini conmocionaron al país. Todas tenían dos cosas en común: eran amigas de Yiya y murieron envenenadas. Pero eso se descubrió a partir de las sospechas de los familiares de esas ancianas. Casualmente, el día anterior a sus misteriosas muertes habían tomado el té con masas con Yiya Murano. Los sabuesos cerraron el círculo cuando confirmaron que la usurera Yiya les debía plata por un negocio que les había propuesto, pero que en definitiva era una estafa.
Las mató con cianuro, ese veneno cuyo olor y sabor comparan con las almendras amargas. La detuvieron el 27 de abril de 1979. Ella negó todos los cargos y sus abogados lograron que fuera absuelta tres años después por falta de pruebas, aunque el 18 de junio de 1985 la Sala Tercera de la Cámara del Crimen anuló el fallo anterior y la condenó a prisión perpetua. Fue liberada el 20 de noviembre 1995 por una reducción de la pena y por el “dos por uno”. Un año después fue la columnista de moda del programa La hoguera.
En 1998 fue a almorzar al programa de Mirtha Legrand y reveló que se había vuelto a casar, pero al otro día apareció su marido. “Anularé el casamiento, no sabía que ella era la envenenadora. Sólo pasé una noche con ella, la de bodas. Anoche me amenazó para que no contara esto”, confesó el pobre hombre.
Años después, Yiya volvió a la mesa de Mirtha, a quien le regaló masas finas. “No como porque engordan”, se excusó la diva de los almuerzos, aunque al final comió una. Había jugado al juego que más le gusta a Yiya: el paso de comedia. Ese que la convirtió en una abuela cómica, capaz de firmar autógrafos en la calle. Pero más allá de ser un personaje que se había vuelto grotesco, puertas adentro, en la intimidad de su casa, Yiya ocultaba otra personalidad. Una más parecida al mote que se ganó por culpa de las gotitas de cianuro: “La envenenadora de Monserrat”.
Yiya se casó cuatro veces. Su última conquista fue Julio Banín, a quien conoció en 2000 durante en un viaje en colectivo. Los dos iban a un concierto en el Teatro Cervantes. Como él era ciego, ella lo guió del brazo. Al otro día lo acompañó al médico. Se casaron a los pocos meses. “Necesitaba a alguien que me comprara los remedios”, dijo Julio una vez. Se la pasaba encerrado en su casa, donde escuchaba Radio 10. Yiya salía a pasear por la peatonal Florida o se iba de compras. Yiya terminó en soledad. Banín murió antes que ella, pero la había echado de su casa. Hubo cuatro episodios que marcaron el final abrupto de esa relación.
El primero: Yiya le pagó, en 2010, 100 pesos a un remisero para que llamara y le dijera a su hijastra que su novio la engañaba. El mismo chofer confesó la verdad. Yiya lo negó.
El segundo, el más grave. Su hijastra y su marido sospecharon que Yiya intentó envenenarlos. “Desde que mi madrastra volvió a cocinar pasé una semana con mareos, dolor de estómago, vómitos y desmayos. En general cuando cocinaba fideos y nos daba té. A mi papá le agarro neumonía”, dijo la hijastra.
El tercero. El robo del cintillo de oro que era de su madre. Yiya acusó a la portera. Una semana después, durante el Día del Niño, le regaló a su hijastra un sobre con mil pesos, como para amainar la culpa. “Querida, esto es para vos m’hijita. Anoche fui a cenar y vi a Moria Casán con uno de mis amantes y el tipo me dio este obsequio”. Por entonces decía que había llegado a tener sexo con más de 200 hombres, “incluido un ex presidente, un brujo y un espía”.
El cuarto: la acusaron de robar 30 mil dólares que estaban en una caja y eran los ahorros de toda la vida de su marido ciego. Cuando su hijastra abrió la caja se llevó una sorpresa desagradable: había papeles de diario con la forma de los billetes.
Yiya lloró sin lágrimas y dijo que era inocente. La echaron de la casa, que quedaba en la Boca. Y comenzó a vivir en un geriátrico.
Su hijastra, con el tiempo, supo que a Martín Murano, el hijo de Yiya, le había hecho cosas peores. A modo de catarsis, Martín –un doble de riesgo de películas de acción contó las penurias que vivió al lado de su madre en el libro Mi madre, Yiya Murano, en el que revela que un día Yiya le confesó que había puesto el veneno en los saquitos de té.
Cuando era chico, ella lo llevaba a sus encuentros con sus amantes. Su padre era el abogado civil Antonio Murano. “Martincito, portate bien, ahora nos vamos a ver con un tío lejano”, le decía, pero al rato andaba a los besos con ese tío lejano, que le acariciaba las manos, le decía cosas al oído y hasta le daba joyas y dinero. “Martincito, tratalo bien a tu tío así me hace lindos regalos”, le decía la cretina, y el pobre chico lloraba por dentro, se quedaba callado porque Yiya lograba eso: inmovilizarlo. Cuando Martín se recibió en la secundaria, a la fiesta de egresados no fue su padre Antonio. Se sorprendió cuando en la pista de baile vio que su madre se zamarreaba con un hombre al que no conocía. “Es un amigo, tu papá se enfermó”, le dijo. Pero era otro amante. Cuando volvió a su casa, su padre miraba la tele. “Hijo mío, no fui a tu fiesta porque tu mamá me dijo que me podía hacer mal al corazón porque iba a vivir una emoción inmensa”, le dijo Antonio y Martín tuvo ganas de llorar. De rabia y de tristeza. Cuando su madre volvió a la casa, le dijo: “Martincito, tenés que ser más vivo”. “Hasta intentó matarme”, dijo Martín Murano, pero no dio detalles.
En el geriátrico solía hacer otras maldades. Les decía a sus compañeras que no iba a verlas nadie porque eran viejas y no tenían fama. Ella se la pasaba aferrada a su cartera marrón y usaba un tapado con olor a naftalina.
En una de sus últimas apariciones públicas, contó:
–Tengo tres amantes en simultáneo. Y no sé con cuál quedarme. Lo que me duele –dijo con un tono melodramático–, es que uno de ellos es mi cuñado. Y siento mucho hacerle daño a mi pobre hermanita, que está bajo tierra. Ayer fui y le hablé a la tumba. ¡Pobrecita! Espero que me entienda.
Hablaba de su pasado como si hablara del día anterior.
–Muy linda. Mi madre me enseñó a tejer, a peinar a mis muñecas y a esperar a mi padre militar por las noches. También me enseñó a dibujar.
Y dibujó un payasito.
Yiya nunca confesó sus asesinatos. Dijo que era inocente, que esas mujeres, sus amigas, habían muerto naturalmente porque, decía y esto lo recuerdo bien, a los viejos sólo les queda morir de un día para el otro. Y no hay nada que hacerle. Sólo enterrarlos y llorarlos. Pero luego de negar los crímenes, decía una especie de axioma criminal: “Querido, tenés que entender una cosa: los asesinos nunca dicen la verdad”. Además de sus frases, siempre fue hábil para atraer la atención de los periodistas. Por más que en las entrevistas repetía viejas declaraciones, sabía jugar con el misterio. Le bastaba con pocas palabras. “Ahora te voy a contar quién mató a esas pobres señoras”, decía pero luego su promesa se deshacía como las masitas que mojaba en el té.
Hasta que perdió la memoria, seguía con su costumbre de piropear a los hombres. A lindos y a feos, a gordos y flacos. A los feos les decía “qué bello que sos”, pero cuando el tipo se daba vuelta y se alejaba, decía con cinismo: “Qué va a ser bello éste, es más fiero que un mono tuerto”. Y acompañaba su maldad con una carcajada.
Un día posó con un camisón ante un fotógrafo y le advirtió, sin soltar su monedero: “Fotógrafo, estoy sin ropa interior”.
Además dijo que le gustaría que la recordaran como una adorable criatura, con un chiste o una sonrisa.
Pero en su leyenda no hay amor ni sonrisas.
Su final fue en Chacarita, donde también están enterradas las tres mujeres que mató. La asesina y sus tres víctimas, en el mismo cementerio. Otra vez cercanas, aun en la muerte. Tantos secretos guardados bajo cuatro tumbas.
Seguí leyendo