Fue una tarde cualquiera, en su casa de la capital salteña. Ana Fernández escuchó cómo Mario Federico Condorí -hoy preso por el asesinato de Cintia Fernández- le contaba a su hija detalles de los casos que veía en la División de Trata de Personas. “Decime Federico, ¿no te parece un tema demasiado sensible como para hablarlo con tanta liviandad?”, lo increpó Ana y el agente de la policía minimizó los hechos, queriendo sorprender a Cintia. Sin saberlo, y aunque el hombre nunca le había caído bien, Ana acababa de increpar al femicida que un par de meses después -el 28 de abril de 2011- golpearía y asfixiaría hasta matar a su hija.
Sentada frente al edificio de Ciudad Judicial, en Salta, Ana, que es técnica clínica en laboratorio, se lanza al estremecedor relato de cómo encontró muerta a Cintia, cinco días después de que fuera asesinada. “Es mi única hija. Y disculpame que hable en presente, pero la tengo en mi corazón. Lleva mi apellido porque el padre siempre estuvo ausente. Yo la crié. Tenía 26 años cuando la mataron. Era linda por dentro y por fuera. Medía 1 metro 72. Era culta e inteligente”, asegura y cuenta que se estaba por recibir de licenciada en Genética en la Universidad Nacional de Misiones, donde había estudiado seis años. Que había cursado la tesis de grado durante un año en el prestigioso Instituto Fiocruz de Río de Janeiro, Brasil, y tenía fecha para rendir su último examen en junio de 2011.
“Mi hija llevaba una vida tranquila hasta que una conocida le presentó a este psicópata, sociópata y bestia humana que la mató. ¡Así quiero que lo llames!”, pide con énfasis y se sumerge en los meses previos al crimen. “Cintia no tenía una relación afectiva con él. Lo llevaba a casa como un amigo. Él estaba obsesionado con ella. Un día lo encontré en la puerta del edificio, agazapado de debajo de un árbol, esperándola. Lo confirmó un kiosquero que terminó siendo testigo clave en el juicio. Nosotras vivíamos juntas, pero teníamos un segundo departamento en el Barrio Parque La Vega que estábamos acondicionando para alquilar. A principios de 2011, cuando se desocupó, Cintia se encargó de pintarlo. Lo hacía mientras colaboraba con estudios de genética aplicada a las cañas de azúcar, en la Universidad de Salta. Empezó a quedarse a dormir ahí, mientras lo arreglaba”, recuerda.
La pesadilla empezó el 27 de abril de aquel año. Ana le mandó un mensaje que Cintia no contestó. Pero no le pareció raro. En el edificio solía haber problemas de señal. Además, su hija no era adicta al teléfono, ni contestaba al instante. La telefonía de entonces no era la de ahora. Al día siguiente, volvió a tratar de comunicarse con ella, pero tampoco tuvo respuesta. Pensó que tal vez se había ido a La Quiaca con amigas, algo que tenía planeado. Los días subsiguientes siguió mandándole mensajes y algo cambio: empezó a recibir respuestas agresivas. Su hija no podía ser: jamás decía malas palabras…
Intranquila, ese fatídico 3 de mayo no aguantó más. Suspendió el turno con el dentista y, después del trabajo, se fue a buscarla al departamento. Tenía la llave y llegó sola, “porque nunca nadie imagina jamás que va a encontrar lo que yo encontré”. Ana abrió la puerta, escuchó el televisor prendido y sintió un olor tan fuerte que pensó que los vecinos no habían sacado la basura. “Hasta que llegué al dormitorio de ella y vi lo más horroroso que una madre puede ver. Mi hija estaba tendida en la cama con los bracitos abiertos y una bolsa en la cabeza. Pero no me voy a detener en los detalles porque me hace mucho daño. Le toqué los piecitos y salí corriendo”, rememora y se le acaban las palabras.
“Llamé a mi hermano, al 911 y a la bestia, que me contestó: ‘¿Que querés que haga? Estaba deprimida y se suicidó’, dijo. Entonces me desmayé del dolor. Yo siempre supe que había sido él”, asegura. “Estaba totalmente descompensada. Recuerdo que vino un montón de gente, incluida la cúpula policial y el juez de instrucción Antonio Germán Pastrana, quien llevó la causa de mi hija hacía un suicidio”, apunta. Y agrega: “Todos fumaban en el lugar. Se llevaron el cuerpo a una comisaría, en lugar de a la morgue, y ensuciaron las pruebas”.
Los tres meses siguientes Ana estuvo sumergida en “una oscuridad enorme” y con tratamiento psiquiátrico intensivo. Vivía en la casa de su hermana, quería dormir todo el día y no comía. Sobrevivía convencida de que su hija no se había suicidado, mientras su abogada, la doctora María Eugenia Yaique la alertaba sobre las irregularidades del caso. Hasta que el 29 de julio hizo el clic. Por la tele escuchó al gobernador Juan Manuel Urtubey decir: “En Salta no hay crímenes de mujeres”, en referencia al caso de las turistas francesas asesinadas en San Lorenzo. Y, apoyada por familiares y amigos, empezó a marchar. Desde el 12 de agosto de 2011, lleva 452 viernes manifestándose en la Plaza 9 de Julio de Salta Capital para pedir justicia. Lo hace con más familiares de víctimas salteñas, de manera ininterrumpida y hace ocho años.
“A partir de ese momento empecé una lucha sin cuartel. Contraté mis propios peritos. Fui amenazada más de una vez. ‘Te voy a cortar en pedacitos. No sabés con quien te estás metiendo’, me dijo la madre del asesino. Me pincharon el teléfono. Y me pegaron una gran paliza entrando a mi departamento: me rompieron tres costillas y estuve tres meses con corset. Además, amenazaron a mi abogada, le robaron la computadora con toda la información de la causa y la obligaron a renunciar: tenía dos hijos chicos. Y, como si fuera poco, el comisario Néstor Piccolo, que sí siempre investigó buscando la verdad, apareció suicidado un par de días antes de declarar en la causa de mi hija y de las turistas francesas. No tenía ni pólvora en las manos. Dejó dos hijos”, relata con angustia y agrega que su nuevo defensor, el abogado Pedro García Castiella, la contuvo en todo el proceso.
Sin embargo, impulsada por una fuerza interior insoslayable, Ana siguió adelante y en una “causalidad” que marcó el rumbo de su vida, en diciembre de 2015, de viaje en Buenos Aires, vislumbró al flamante ministro de Justicia de la Nación, Germán Garavano, en el Aeroparque. “Me presenté. Hablamos quince minutos. Me dio su tarjeta personal. Y se puso a mi disposición. Entonces todo tomó otro rumbo. Me dieron custodia de la Federal que tengo hasta el día de hoy. Y me empoderé. Como diría mi hijita: ‘Como buena petisa agrandada, tomé valor’. De hecho en febrero del 2016 armé la Fundación Cintia Fernández, para dar asistencia a personas que viven situaciones similares, como los familiares de María Cash”, revela.
Desde el punto de vista judicial, a fines del 2012, Ana logró la recusación del juez Antonio Germán Pastrana. La causa cayó en otro magistrado que se estaba por jubilar y estuvo parada casi tres meses. Después llegó un subrogante, que la impulsó bastante, hasta que por concurso, a fines del 2014, recayó sobre el juez Guillermo Pereira. “Se puso la causa al hombro y me pidió paciencia. Tenía 36 cuerpos y once cajas de pruebas. Era la más grande desde la última dictadura. En 2017 empezaron a separar la paja del trigo. Y en septiembre de ese año procesó a Mario Federico Condorí, con prisión preventiva. Estuvo tres meses en la cárcel, pero logró la domiciliaria. En noviembre del 2018 se elevó a juicio y empezó el 13 de mayo de este año y duró casi un mes”, relata la mamá de Cintia.
Así fue como, en la segunda semana del proceso, Ana pudo empezar a vislumbrar una salida. “Fue cuando detuvieron a una comisaria después de una declaración contradictoria. ‘Si esta cayó, caen todos’, pensé y sentí que por primera vez se hacía justicia. Y el 7 de junio, cuando el Tribunal de la Sala IV condenó a 'la bestia’ culpable del homicidio de mi hija y le dio 23 años de cumplimiento efectivo, lloré como nunca antes en ocho años”, asegura. Y agrega: “Ahora sí, mi Cintia es una mariposa que vuela en libertad. Siento paz”.
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