Llegaron con picos, palas, barretas, alimentos, equipos de radio, medicamentos, carpas, donde no había nada más que la inmensidad del continente blanco.
Estuvieron tres meses trabajando sin descanso, con temperaturas de 30° bajo cero, con escarcha en sus rostros. Picaron hielo, removieron las rocas grandes, las reemplazaron por piedras más pequeñas y homogéneas que ocuparon sus huecos, esculpieron el suelo, completaron la nivelación de un meseta con morfología natural habilitada para la instalación de un campamento militar.
Eran los primeros días de agosto de 1969 y el comienzo de la proeza de la patrulla “soberanía”.
21 voluntarios, entre entre oficiales y suboficiales: 18 de la Base Matienzo y el resto de la Base Petrel. Habían emprendido en primavera una misión hacia el crudo invierno de la Antártida. Argentina había conquistado la masa polar en 1904 con la fundación de la base Orcadas pero la interacción entre ambos bloques continentales era discreta y compleja. Era menester quebrar el aislamiento antártico, establecer contacto, trazar una línea de diálogo viable para el progreso de investigaciones científicas de instituciones nacionales y extranjeras.
El operativo comenzó en abril. La división de interpretación fotográfica de la Fuerza Aérea halló una ubicación factible en la isla 25 de Mayo que fue tomada por los rusos -actualmente base chilena Frei, ex base Bellingshausen-. Y otra en la isla Seymour, una región que en las cartas antiguas honraba al marino inglés que navegaba con frecuencia la zona a finales del siglo XIX. Emplazada sobre el mar de Weddell en los 64ºS y 56ºW, disponía de una planicie a 200 metros sobre el nivel del mar, con aproximadamente 14 kilómetros de longitud por ocho kilómetros de ancho, a una distancia en línea recta de 3.600 kilómetros de Buenos Aires y 2.800 kilómetros del Polo Sur.
Era un área inhóspita, inexplorada, hostil, aunque con una ventaja: los vientos antárticos de hasta 200 kilómetros por hora reconvirtieron las ondulaciones predominantes en una explanada desprovista de nieve. Desde el aire lanzaron bolsas con piedras para testar la superficie de este manchón blanco. La respuesta fue positiva: el suelo estaba apto para recibir a un contingente de pioneros con ideas locas. Querían construir una pista de aterrizaje con rocas sobre barro congelado. El propósito final: que aviones convencionales pudieran transportar materiales para la instalación de una nueva base de las Fuerzas Armadas.
Quince días tardaban en llegar a la Antártida desde Buenos Aires. Solo se podía hacer sobre el rompehielos ARA San Martín en la ventana de verano entre noviembre y enero. El resto del año, el área era inexpugnable: nadie podía entrar ni salir. Los oficiales que invernaban en las bases antárticas debían tomar una serie de recaudos: disponer de un duplicado de anteojos, de prótesis de repuesto y, por ejemplo, haberse operado del apéndice porque, como dijo Juan Carlos Luján, suboficial auxiliar durante la epopeya de 1969, “nos dejaban y nos pasaban a buscar un año después”.
El hijo de tres años de un compañero suyo se enfermó de gravedad mientras fabricaban la pista. “El chico finalmente falleció y su padre no pudo siquiera ir a su entierro: la pista todavía era un proyecto. Seguíamos aislados”, explicó. Otro compañero tuvo que ser relevado al comienzo de la gesta porque extrañaba a su familia: regresó en un avión con esquíes hacia otra base y de allí en helicóptero hacia el rompehielos. Juan Carlos tenía 30 años en 1969 y era soltero.
La patrulla “soberanía” sufrió una serie de contingencias antes de poder instalarse en la meseta antártica. Primero los frenó una barrera de hielo, después el mar congelado. Debieron asentarse en la base contigua Esperanza, desde donde partieron para colonizar la meseta inhabitada del mapa polar.
Anevizaron en la Bahía López de Bertodano, a unos 1000 metros del mar, sobre aviones monomotor Beaver con esquíes. Tardaron dos horas y media en ingresar a la explanada. Antes se había dado la orden para tomar posesión del lugar: tres oficiales y suboficiales descender desde helicópteros para observar la aptitud del suelo y comprobar los materiales que construían el piso.
Luján, con una caña de colihue, improvisó el mástil donde flameó por primera vez el pabellón nacional. Se labró un acta, se la leyó por radio a la Cancillería y se rebautizó la isla: dejó de ser Seymour para portar el nombre de uno de los pioneros en la exploración antártica, el comodoro Gustavo Argentino Marambio -comandante del primer sobrevuelo en el Sector Antártico Argentino realizado el 1 de diciembre de 1951-. Era la dotación cero de la isla Marambio.
Los 21 hombres trabajaron durante tres meses sometidos a la exposición del frío polar. Estaban gran parte del día a la intemperie, con temperaturas de hasta 30 grados bajo cero, sin horarios, trabajando hasta que las condiciones climáticas lo permitieran. Dormían en carpas calefaccionadas con calentador de kerosén, recién allí se quitaban las botas y las camperas.
Se levantaban con los músculos de la cara congelados y con estalactitas colgándoles de los orificios nasales. En otra carpa comían huevo en polvo, frutas y verduras deshidratadas, tomaban mate cocido de nieve descongelada. En otra carpa montaron la radio estación. “Cuando hablábamos por radio todo el mundo nos escuchaba. A veces no creían lo que estábamos haciendo y nos decían ‘che, muchachos ¿por qué no ponen una fábrica de helados también?’”, contó Luján.
Se alinearon sobre una franja de 25 metros para barrer de imperfecciones una pista de 900 metros de extensión. Los picos y las palas sufrieron tanto el desgaste que perdieron la mitad de sus dimensiones. Lograron, al cabo de tres meses, una superficie plana de barro congelado sin grandes piedras ni rocas que afloraran del suelo. El 25 de septiembre de 1969 aterrizó un pequeño avión con sky ruedas para suministrar víveres y nuevas herramientas.
“La hicimos como su fuese una playa de estacionamiento. La señalizamos con tambores de combustible que irradiaban fuego. Pusimos dos tambores en cada cabecera. En esa época los aviones se orientaban por navegación pura, no había ningún apoyo radioeléctrico. Veían las columnas de humo y tenía que apuntar hacia la primera, la que estaba más lejos les servía para saber dónde terminaba la pista”, explicó uno de los autores de esa faena patria.
El martes 29 de octubre de 1969, el día. Primero, el legendario avión Douglas C-47, matrícula TA-05, descendió a la isla para luego incorporarse al Museo Nacional de Aeronáutica en Buenos Aires. Luego, un avión turbo hélice Fokker F-27, matrícula TC-77, aterrizó en la pista de la base.
El relato de Luján es pausado, como si se tratara de una sentencia. “Fue la primera vez en la historia de la humanidad que un avión con ruedas aterrizó en la Antártida”. Ese hito fundó la Base Marambio. Tardó tres horas y media en cruzar el Pasaje de Drake, el estrecho de mil kilómetros de longitud que separa ambas masas continentales, para aterrizar en una pista construida a mano, a pico y a pala. Llevaba a bordo al Ministro de Defensa, al Jefe de Estado Mayor General de las Fuerzas Armadas y a otra autoridades que participaron de la inauguración oficial de la base.
“Fue una gran emoción porque se cumplió un sueño, una utopía. En el ’69 hacer una pista natural de tierra en la Antártida cuando ahí todo era un manto de nieve era una cosa de locos”, definió el Suboficial Mayor, fundador y presidente de la Fundación Marambio. Ese 29 de octubre era su primera vez en la Antártida. Se emocionó en la celebración de la epopeya pero no se dio cuenta la trascendencia: “Hicimos nuestro trabajo, era lo único que nos motivaba”. No recuerda haberlo disfrutado, pero sí haber trabajado con entusiasmo y dedicación: "Un amigo dice -contó Luján- que la Antártida es como esa novia fea. Uno la quiere aunque no sea la más linda. Te enamorás sin saber por qué”.
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