Acá está mi vieja muriéndose en la cama donde durmió los últimos cincuenta años. Tenía cuarenta cuando me adoptó. Ahora, a los ochenta y cuatro, una escara le crece en la espalda como diciendo: me la llevo.
Gloria Argentina fue una mujer altiva, orgullosa de su sangre, de ser una hija del Údine y llevar la Italia del norte en el pálido resplandor de su pigmentación. Una mujer blanca, tenazmente rubia. La última hija de siete hermanos, todos nacidos en Italia excepto por ella, lo que llevó a sus padres a llamarla Gloria, para celebrar la tierra nueva, y Argentina, para celebrarla por su nombre. Una vida de llamarse como un homenaje lleva la mujer que en este momento se extravía frente a mí, vareando la mirada, la cabeza sobre el capitoné de bordes dorados, última reserva de su elegancia.
Es un invento del siglo XX que las personas se vayan muriendo delante de sus televisores. Se van quedando ahí, una pantalla encendida en no importa qué canal es la última compañía del que entrega la conciencia, del que se despide del mundo adormecido por el arrullo casual de un noticiero. Frente a la cama de mi madre hay un televisor. En el televisor hay un partido de fútbol.
No hablamos.
Fue un acierto de su parte habérmelo contado todo siempre, esa voluntad histórica que tuvo de que yo lo supiera. Que había una chica embarazada. Que no se podía quedar con su bebé. Que el padre la iba a matar. Que era la empleada doméstica de una familia amiga. Que cuando naciste ya te estábamos esperando. Que vivíamos en Buenos Aires. Que te fuimos a buscar a Rosario. Que fue en junio de 1971. Desistí de saber más: salir a buscar otra madre hubiera sido injuriarla.
Lo que me habrá deseado esta mujer, el trofeo de la vida que debo haber significado para ella cuando finalmente me tuvo en sus brazos y se sintió mi madre. Un botín. Era grande ya, y con mi viejo no puede decirse que haya tenido un matrimonio feliz. Yo fui su última oportunidad. Su anteúltima. La última fue mi hermana, cuatro años después, también adoptada pero en circunstancias menos transparentes. Los dos fuimos para ella un sentido. Y no hay nada más importante que un sentido.
Van treinta minutos del primer tiempo. Alemania le gana a Brasil cuatro a cero. Glorita, siempre algo germanista, poco empática con el sentimentalismo latinoamericano, lo disfrutaría si estuviera despierta. O tal vez no. No lo sé. No la recuerdo celebrando nada brasileño. Sí la recuerdo enamorada de Christopher Plummer en uniforme de la Segunda Guerra. Le gustaban las bellezas clásicas, a Gloria Argentina. El trazo fino como ideología.
Hago té. Caliento comiditas en viejos trastos de cocina que reconozco de la infancia. Las primeras cocinas te quedan amarradas en no sé dónde y no entiendo cómo es que se pueden recordar olores.
Me quedo en el living donde está el espejo grande y los caireles de la araña forman a contraluz una sombra que se estira por el cielorraso. Es la casa que puede esperarse de alguien que todavía lagrimea con Verdi. Es casi una sonrisa lo que hace mi vieja cuando le pongo «Va, pensiero» en el celular.
El llanto hiperventila. Voy al baño. Me mojo la cara. Acá me encerraba durante los cortes de Monumental Moria.
Este departamento de calle Laprida, en el último borde del Barrio Norte de Buenos Aires, fue mi casa. Mi vieja pidió por favor que la dejáramos morir acá.
Vuelvo al cuarto. «Brasil 1, Alemania etcétera» dirá la placa de Crónica TV. De golpe siento la contractura, el tirón y de algún lado me viene la arcada de preguntarle, de aprovechar un oleaje de su lucidez y preguntarle:
—¿Hay algo más que yo tenga que saber de la chica aquella, ma?
Será que la veo yéndose: la presión que meten los desenlaces. Ella, en cambio, viene con la respuesta escrita desde el vestuario y levantando hacia mí unos ojos acuosos me contesta:
—Vos sos mío.
Seis meses después, en la madrugada del 4 de enero de 2015, estoy sentado en la sala de espera de una clínica. En unos minutos un médico va a entrar a dar vueltas con datos clínicos hasta que yo lo corte en seco para preguntarle si me llamaron porque murió mi vieja.
Murió mi vieja.
Una noche ―habré tenido diez años― me desperté sofocado porque soñé que mi mamá estaba muerta. No recuerdo tanto el sueño como la necesidad urgente de comprobar que solo había sido un sueño. Era sábado y yo, como todo hijo de separado en día sábado, estaba durmiendo en la casa de mi padre. Pensé en llamarla. A los diez años puede pasar que no sepas si los sueños son o se hacen, si algún momento tocan tierra. Al final no la llamé. Cuando le conté me dijo:
—Hiciste bien. Me despertás a las cinco de la mañana, te mato.
Ser rubia no le impidió ser ruda. Mi madre era morocha por dentro.
Voy recordando esta escena mientras doblo pasillos y llego hasta la pequeña sala donde debo reconocer el cuerpo muerto de Gloria Argentina. Me acompañan el médico y dos camilleros. Uno me abre la puerta, el otro me dice «adelante». Entonces entro y ahí me quedo un rato, de pie.
Vendimos este tres ambientes con cierta facilidad, hay que decir. En ocho meses solo quedan las alfombras y el empapelado. Durante este tiempo me permití cierto caos y me lo permití acá adentro. Elegí pasar una temporada reventándome entre las paredes de este cadáver. Elegí o no lo pude evitar, para el caso es lo mismo. Medí mal la muerte de mi vieja. Llevaba tres años postrada, harta de vivir. Creí que tenía presupuestada su partida. Las noches de cocaína se pagan con días de mierda. Presupuestada las pelotas.
Una tarde me senté a escribir —a imaginar— cómo sería encontrar a la mujer que me había parido. No escribí la búsqueda, más bien traté de construirle un cuerpo al instante de verla. Lo que me salió fue un puñado de ficciones o, mejor dicho, una misma ficción contada un puñado de veces: un tipo que anda por los cuarenta encuentra a la mujer que lo parió, que anda por los sesenta.
La encuentra en el fondo de una villa. Ella se acerca a recibirlo y sobre el tipo se imprime el sonido del pedregullo bajo la ojota.
La encuentra en un neuropsiquiátrico, se la traen. Está perdida y en silla de ruedas. El hijo, aguantando las cuclillas, le busca la mirada.
La encuentra en un programa de televisión, en uno de esos de gente que busca gente. Una productora le dice que atenti porque cuando vuelvan del corte va a conocer a su mamá.
La encuentra trabajando de puta en un privado del microcentro. El hijo llega con un papelito que arrancó de un poste, pide pasar con ella, ella no lo reconoce. Duda, en un momento, el hijo, si cogérsela o no.
La encuentra muerta. Encuentra el cementerio que guarda su tumba. El tipo se acerca, la putea fuerte. Se acerca más para que la madre muerta lo escuche. Entonces lee tallado sobre la losa del nicho: «Con amor, tus hijos».
Hay una donde ella lo encuentra a él. Es la que más me gusta porque no está hecha con las ganas de encontrarla sino con las de ser encontrado.
Este hijo de las ficciones nunca se hubiera atrevido a buscar a la chica que lo parió con su madre de crianza —su madre a secas— todavía viva, mirándolo buscar.
Yo tampoco.
Escribí estas ensoñaciones en Laprida 1132, quinto piso, departamento A, la computadora abierta sobre el aparador donde Gloria Argentina guardaba la porcelana de Verbano. Las escribí porque Gloria Argentina había muerto, y me sentí habilitado para imaginar otra madre. Pero yo nunca escribí ficción. No imagino, miro. Y se mira lo real.
Once de la mañana del sábado 16 de enero de 2016. Viajo a bordo de un micro de larga distancia y estoy a veinte minutos de entrar en la ciudad de Rosario. Vengo a buscar a la mujer que cuarenta y cuatro años atrás me llevó en la panza, me hizo nacer y me dio en adopción. Mi madre nunca me dijo su nombre. No lo recordaba o no quería recordarlo. Sospecho que desaparecerlo fue desaparecer la amenaza de que viniera a reclamarme.
No sé dónde pueda estar. No sé si está viva o muerta, pero en esta ciudad me espera gente que la conoció y encontrarme con ellos será la forma de empezar a encontrarme con ella.
Viaja acá sentada Natalia Moreno Casco, la chica que me gustaba a los doce años. Mi balcón de calle Laprida daba a su balcón de calle Laprida. El último negocio próspero de mi madre consistió en tirarles las cartas a las mujeres del barrio y Natalia ya era una adolescente cuando pasó por su mesa de paño. Mi vieja le dijo que se iba a casar dos veces. No le dijo que la segunda sería conmigo. A mí tampoco me lo dijo.
Bajamos de este Chevallier doble piso y recibimos juntos el cachetazo a mano abierta del calor rosarino. Le compro La Capital a una canillita con shorcitos de Newell’s.
Llevo una vida viniendo a Rosario. De chico, para ver a las tías y aguantar vacaciones en las playitas de La Florida, el balneario popular de Rosario a orillas del Paraná. De grande, para ver a Ñúbel, el legado familiar. Pero por más que vine y vine, nunca viví en esta ciudad. Soy un porteño nacido en Rosario, un rosarino criado en Buenos Aires.
¿Sos de donde nacés o sos de donde creciste? El adoptado lleva, en el centro inconfesable de su constitución, el asunto de la identidad bifurcada y la pertenencia; hay dos procedencias en juego, dos matrices, dos úteros, dos ciudades que son el correlato de dos mujeres. ¿Sos de la ciudad que te tuvo o sos de la ciudad que te hizo? Podría cambiar ciudad por madre y volver a preguntar.
La historia de mi adopción es la historia de tres familias judías que se hicieron una gauchada. Los Seselovsky no podían tener. En casa de los Mesanich sobraba un bebé. Los Glusman conocían ese dato.
Eduardo y Jorge Glusman heredaron el negocio de electrodomésticos que su padre había puesto en marcha durante la Argentina del peronismo industrial. Fueron dos sujetos reconocidos, campeones de remo, tapa de El Gráfico en 1956 después de ganar una medalla panamericana en dos largos sin timonel. Eduardo y Jorge fueron los jefes de mi padre, pero Eduardo además fue su amigo.
Armando Seselovsky, el hombre que me adoptó y me dio su apellido, fue un talentosísimo vendedor y de alguna forma ese talento lo trajo hasta mí. Tenía nueve años, mi viejo, cuando murió su padre, Isaac Seselovsky, un ruso con debilidad por el póker y las mujeres, así que debió probarse temprano en la calle y la subsistencia. Salía de la escuela Mariano Moreno y se subía al tranvía para vender la Sexta. Cuando terminaba, cuidaba un carro de frutas en la esquina de Sarmiento y Mendoza, a pocos metros de su casa, un conventillo al que llamaban «el petit» porque tenía la ventaja de ser para unas pocas familias.
Para sus dieciocho años, ya tenía el olfato desarrollado. El plan quinquenal de Juan Perón hizo el resto y le puso en las manos dos productos estrella de la nueva metalurgia nacional: la moto Puma y el Rastrojero Diésel, que mi viejo se cansó de vender. Una tarde estaba en el balneario La Florida y pasó Jorge Glusman. Jorge y mi viejo se conocían de haber hecho judo en la sede de Ñúbel, donde Alberto Olmedo iba por esos días a integrar su conjunto de gimnasia acrobática (Olmedo era un hombre breve, pequeñito y era ideal para coronar la pirámide humana). Jorge le dijo que Chicago necesitaba vendedores.
Cuando mi viejo fue al lunes siguiente, lo recibió Eduardo, quien sería su jefe y su amigo por los próximos veinte años. Pero nunca hubieran estrechado lazos como los estrecharon, y tal vez nunca Eduardo le hubiera avisado que en casa de su suegra había una chica que quería dar a su bebé, si mi padre no se hubiera convertido en su mejor vendedor mediante un logro comercial en el que hasta ese momento los Talleres Chicago de los hermanos Glusman habían fracasado: vender sus famosos ventiladores de pie en los negocios de Buenos Aires. Armando Seselovsky se tenía fe y pidió que lo mandaran a la capital. Le dijeron que no. Él replicó que se pagaría sus propios viáticos. Le dijeron que sí. Así que mi viejo se vino y trajo su truco más efectivo: llevaba siempre en un bolsillo una libreta con chistes anotados. En realidad, solo el comienzo de los chistes; después de revisar ese machete él se encargaba del remate. Su caballito de batalla era el del judío que va al cabaret. Si el cliente soltaba la carcajada, mi viejo sabía que tenía una venta.
Cuando se bajó en la zona de Bella Vista y se metió en la primera casa de artículos del hogar que vio, no sabía que se iba a topar con un tal Celetti, que después de reírse la tarde entera le dijo: preparáte pibe que esta noche te paso a buscar, te voy a llevar a una cena de amigos. El joven vendedor Armando Seselovsky se puso lo mejorcito de su pilcha, y siempre ha empilchado bien. Esperó sentado en el lobby del hotel Lyon, en Cangallo y Riobamba, hasta que Celetti apareció. Mi viejo no sabía ni dónde irían ni quiénes eran esos amigos pero igual se dejó llevar. De golpe lo ingresaron por una puerta y le hicieron un lugar en una mesa dentro del Canal 9 de televisión, en un programa que iba en vivo, que tal vez haya sido el Tropicana o Grandes valores del tango. En la mesa estaban Nicolás Garbarino, Raúl Frávega, Héctor Peres Pícaro, Ercilio Bossi y uno de los accionistas del canal, José Scioli. Resultó que Celetti era presidente de la cámara de artículos del hogar y el pibe de Rosario le cayó simpático. Mi viejo dedicó la noche a enamorarlos y cuando volvió se sentó con los Glusman y les pasó el pedido: seis mil ventiladores. Era la producción de ocho meses. Eduardo quedó fascinado, así que con su esposa, Telma Mesanich, un día le hicieron llegar el dato que, cinco años después, lo convertiría en mi padre.
Mediodía del lunes. Caminamos por Santa Fe hacia Callao. Al 800 está Lantermo, la empresa de Jorge Glusman. Eduardo murió el año pasado. Su esposa, Telma Mesanich, también. Hubieran sido testimonios cruciales porque fueron ellos los intermediarios directos de mi adopción, pero yo el año pasado estaba viendo Brasil Alemania.
No espero demasiadas revelaciones de Jorge Glusman. Ahora bien, el tejido de la verdad está hecho de acontecimientos ínfimos, partículas de acciones que, entramadas, llevan a otras acciones hasta que en algún momento todo se acomoda dentro de eso que llamamos la historia. Mientras caminamos en el calor asesino del centro de Rosario, Natalia y yo nos tiramos con preguntas:
—Ponele que la mujer que buscamos sabe que estoy bien, que el hijo que entregó hace cuarenta y cuatro años se realizó y simplemente no quiere estorbar su vida.
—Por eso no te busca, porque te tiene en la mira.
—Ponele que esté muerta.
—Bueno, pero encontrarla muerta también sería encontrarla.
—Si me tuvo entre los quince y los veinte, como siempre me contaron, hoy debe ser una mujer de entre sesenta y sesenta y cinco. El dato estadístico de la expectativa de vida dice que debería estar viva.
—Debería.
—¿Y si me olvidó?
—No te olvidás del hijo que diste.
—¿Aprendió a vivir con eso?
—Solo ella lo sabe. Ahora, ¿por qué Glusman les acerca a tus viejos el nombre de esta chica? Era el jefe de tu papá, pero un jefe no hace esas cosas.
—Mi viejo llevó el negocio los Glusman a Buenos Aires, con lo que multiplicaron su facturación. Eduardo, después de eso, lo adoró.
—¿Supuestamente dónde fuiste parido?
—Mi mamá siempre me dijo que en la casa de una partera de barrio.
—¿En junio? ¿Con ese frío? ¿Sin ningún cuidado de emergencia? Qué extraño.
—Eran los setenta y era el interior. Podía pasar cualquier cosa.
—¿Y si esa chica se arrepintió?
—Me hubiera buscado.
—¿Y si te buscó?
—Me hubiera encontrado.
—A lo mejor todavía te está buscando. Vos también la estás buscando a ella y tampoco la encontraste.
Desde la vereda de enfrente el bazar mayorista del Glusman que queda vivo hormiguea de gente. Nunca les fue mal a estos chicos, no son personas que se hayan permitido el fracaso comercial. No sé si Jorge me recordará. Cruzo. Entro. Me dirijo a una mujer de unos setenta años.
—Buenas tardes, busco a Jorge Glusman.
—Buenas tardes ¿De parte de quién?
—Soy Alejandro Seselovsky, hijo de Armando Seselovsky.
—Sí, ya sé quién sos.
Acaba de explotar algo en la cara de la mujer que me recibe. Es una señora de exhalación rígida, el pelo rubio atado con firmeza —con determinación, puede que sea rabia. La sonrisa hecha un nervio, los ojos claros que se le abren de conmoción cuando escucha mi nombre.
—Yo soy Bety, la esposa de Jorge.
—Hola Bety, encantado.
La mujer se pierde en el fondo del local. La veo hablando con alguien que está sentado detrás de un escritorio en una oficina con ventanales. Vuelve, me dice que pase, que pasemos. Unos segundos después, le doy la mano a Jorge Glusman.
En una de las variaciones de su relato, Gloria Argentina me dijo que la chica aquella trabajaba en casa de los Glusman, así que llegué a considerar la posibilidad de que uno de los hermanos fuera mi padre. Una adolescente llegada desde el fondo de las provincias, sola, trabajando en casa de una familia rica con dos hermanos altos, adinerados y ex campeones de remo cuya leyenda de galanes en la Rosario de los sesenta incluye romances con las hermanas Pons, Norma y Mimí. ¿Por qué una tarde de calor uno de estos chicos no iba a sorprender a la empleada y, con o sin su consentimiento, proceder a cogérsela? El dato confirmado de que nunca trabajó en casa de los Glusman sino en casa de los Mesanich derribó lo que después de todo no había sido más que una de tantas hipótesis. El rubio persistente del hombre que ahora me saluda completa el descarte. No hay nada de este hombre en mí. No hay nada de mí en él.
—Cómo estás, Jorge. No recuerdo cuándo fue la última vez que te vi.
—No, yo tampoco. ¿Qué es de la vida de tu papá?
Después de su batacazo porteño, y de que yo me convirtiera en su hijo, mi viejo encaró a los hermanos y les dijo: no quiero ser más empleado, quiero ser socio. Pero los Glusman eran un clan y le dijeron que no. Mi viejo rompió con ellos y fundó Industrias Metalúrgicas Imperio cuyo producto vedette fueron los ventiladores, esta vez de techo. Todavía quedan locales de pool en el segundo cordón del conurbano con un Imperio echando vientito sobre el paño de las mesas. Fue la empresa que pagó mi ilustración. Si hay alguien ahí leyendo esto es porque a Imperio le fue bien.
A espaldas de Jorge Glusman, en el alto de la pared, enmarcada y detrás de su vidrio correspondiente, está la vieja tapa de El Gráfico con los hermanos jóvenes y triunfantes ahora reinando en la habitación donde los cuatro nos acomodamos para la charla.
—Sabés que mi vieja murió —le digo a Glusman—. La conociste a Gloria, vos.
—Justo te iba a preguntar por ella, lo siento mucho.
—Y digamos que después de esa muerte me puse a revisar mi historia.
Bety interviene:
—¿Por eso estás acá?
—Por eso mismo. Tengo un relato, el que me ha dado mi madre. Lo que ahora quiero es completarlo.
—Y a ver —sigue Bety—, ¿qué es lo que sabés?
Jorge me escucha porque me tiene que escuchar. Es un varón judío arañando los ochenta años con una vida dedicada al boliche de la compraventa, qué le voy a pedir que no sea esta indolencia. Bety, no. Bety se lo toma en serio. Su vientre de mujer judía la lleva a comprometerse con cualquier asunto donde haya hijos dando vueltas.
Voy de nuevo con el cuento aprendido. La chica embarazada, ese bebé. Nadie se sorprende, lo que parece constatarlo. Cuando termino, le doy sentido a esta visita y pregunto:
—¿Conociste a esa chica, Jorge?
Esa chica, no sé de qué otra forma llamarla. Jorge Glusman balbucea.
—Yo la verdad que… habré escuchado, te digo una cosa, habré escuchado algo así, de la adopción tuya, de la de tu hermana, pero después de ahí ya no… Lamento no poder ayudarte.
—Bueno —le digo—, tal vez haya otras formas de hacerlo
—No sabría cuál.
Natalia mira a Glusman:
—Por ahí nos pueden contar cómo eran las cosas en esa época con las mujeres que trabajaban en casas de familia. ¿Ustedes tenían empleada?
—Teníamos, sí —dice Bety.
—¿La tenían en blanco? —pregunto.
—Nooo —Glusman se sorprende—, nadie anotaba a la doméstica. No se estilaba. La relación pasaba más por la confianza, por la recomendación.
—Eran muy comunes estas chicas en las casas —sigue Bety—. Había muchas.
—¿Muchas qué significa?
—Y… —Glusman parece hacer cálculos—, vamos a decir que eran como una corriente migratoria. Chicas que venían del interior a trabajar a la ciudad y que después de un tiempo traían a una prima o una hermana, que también trabajaba.
—O sea que no eran de Rosario —digo.
—No —Bety piensa—, eran de Santiago del Estero. O del Chaco. Esos eran los dos lugares más habituales. Los sábados llegaba un tren que venía del norte, iba todo el mundo a la estación. De ahí bajaban y ahí mismo las familias se las llevaban para trabajar en la limpieza.
—¿Qué edad tenían? —pregunto.
—Serían chicas de quince, dieciséis años, la edad en la que ya tenían que aportar a sus casas —contesta Glusman.
—Nosotros teníamos una, se llamaba Nilda —agrega Bety—. Como todas estas chicas, trabajaba cama adentro. Y a mí también me pasó.
—¿Qué cosa te pasó?
—Un día Nilda apareció embarazada.
—¡Contáme por favor!
—Resulta que hice una reunión para mi cumpleaños y todos me decían: che, cómo engordó Nilda. Era agosto y ella en julio había tenido vacaciones así que yo pensé: bueno, habrá estado comiendo mucha torta frita en Santiago. Esa misma noche, a las tres de la madrugada, tuvo el bebé, en mi casa.
—¿En tu casa?
—Sí. Después llamamos a la ambulancia, la atendieron y la llevaron a la maternidad.
—¿La descubriste vos, Bety?
—Me despertó en medio de la madrugada para decirme: estoy por tener un bebé, señora. No, le digo, vos estás dormida. Yo me había acostado tarde después del festejo y le contesté: estás dormida, estás soñando. Claro, si nunca le habíamos visto la panza.
—¿Y cómo es que no se la vieron?
—Porque se fajaba. Nilda se fajaba.
—¿Sabés por qué lo hacía?
—Tenía miedo de que yo me diera cuenta y la echara.
—Claro. Y decíme: ¿el aborto era una práctica posible para estas chicas?
—Había, sí. Estaba prohibido pero siempre tenés a la persona que lo hace.
Caminamos con Natalia por San Lorenzo hacia el centro. Vamos en silencio para que baje el polvillo de la charla que todavía nos flota en la cabeza. Doblamos por Sarmiento y en la esquina con Santa Fe nos metemos en El Cairo. De golpe le vamos dando forma a una nueva perspectiva: fue un hallazgo escucharlo a Jorge Glusman hablar de corriente migratoria. Una corriente migratoria es un sujeto compuesto por una cantidad determinada de individuos que producen un desplazamiento territorial en un momento dado de la historia y que se replican: el comportamiento de uno es el comportamiento del resto.
Soy el hijo de alguna Nilda que no se llama Nilda. Y que no me abortó.
Entonces: estoy en condiciones de suponer —suponer— que nací de una chica venida desde el segundo interior argentino, desde las provincias chicas que están detrás de las ciudades grandes que están detrás de Buenos Aires. Una chica que nació en la mitad de los cincuentas, con el peronismo en retirada. No estudió porque había que trabajar y tal vez le dijeron que no lo merecía. Migró de su pobreza y buscó trabajo en la primera ciudad industrializada a la que se llegara en tren. No tenía menos de quince años ni más de diecinueve. Era una adolescente pobre del interior del interior. Se parece a la idea que siempre tuve de ella, lo nuevo son los detalles.
Un duro, el vasco Juan Madariaga. Muy peronista. En Laprida mi vieja —su cuñada, hermana de la mujer del vasco— guardaba sus medallitas con el relieve de Eva Duarte y el escudo del PJ. No le digas a nadie que tenemos esto acá, me ordenó Gloria Argentina cuando yo tenía siete años, y tuve siete años en 1978.
El vasco era muy leproso, también. Tenía un Chevrolet 400 modelo 66 que usaba para cumplir con el rito local del hincha envenenado: se iba hasta Arroyito a mearle la cancha a Rosario Central. Después volvía como se vuelve del trabajo, con el día hecho.
En su departamento de la calle Buenos Aires, bien enmarcada, estaba la formación del Ñúbel campeón del 74. Ahí les conocí la cara al Gringo Berta, a Mario Zanabria, a Cucurucho Santamaría.
Juan Madariaga se casó con Rita Vit, hermana de Gloria Argentina. Y tuvieron dos hijos: María Isabel y Alfredo, mis primos. Cuando murió mi vieja, con mi hermana nos repartimos los llamados familiares. Alfredo me tocó a mí.
Levanté el teléfono, atendió. Conversamos sobre unas fotos de su padre que encontré en unos cajones y nos saludamos mutuamente las familias. Ahí debería haber terminado la charla.
Pero le conté mis planes, no sé por qué. Cuando me preguntó en qué andaba le hablé de viajar a Rosario, de rastrear mis orígenes. Alfredo siempre fue un tipo cálido, campero, el sobrino favorito de Gloria Argentina porque él sí terminó arquitectura y Glorita solo llegó hasta tercer año. Lo quería, mi vieja. Con fuerza. Pero la verdad es que hacía muchos años que yo no lo veía; la última vez no existía nada que se llamara internet, por ejemplo. En todo caso, cuando escuchó que estaba pensando en buscar a mi madre biológica, Alfredo me respondió con un ancho de espadas que puso en marcha el resto de mi vida:
—Yo conocí a esa chica.
Hay líneas de carácter absoluto, sísmicas, que ya vienen escritas desde el fondo de la historia y solo están esperando la circunstancia correcta para ser dichas. Hay un fusilado que vive. Líneas que ponen algo en marcha. Pueden ustedes llamarme Ismael. Líneas que son un codo, un vértice donde doblan las cosas. Líneas de Dios, parecen. Él conoció a esa chica.
No sé qué hice cuando la escuché. Habré quedado flotando en el silencio de mi estupefacción porque Alfredo entonces dejó caer una nueva descarga, la réplica detrás del sismo, y agregó:
—Creo que se llamaba Clotilde. Tendría que preguntarle a José.
La chica que me parió ahora tenía un nombre.
—¿Quién es José, Alfredo?
—José Mesanich. Esta chica trabajaba en su casa.
—¿No trabajaba en casa de los Glusman?
—No. Eduardo Glusman estaba casado con Thelma Mesanich. Los Mesanich eran su familia política.
—¿Y vos los conocés?
—Soy amigo de José desde el Superior de Comercio. Y después fuimos juntos a la universidad, es arquitecto como yo. Iba seguido a su casa, por eso la recuerdo.
—¿Clotilde?
—Clotilde.
—Decime ¿te puedo pedir el inestimable favor de que le preguntes a José Mesanich si puede recibirme, si puedo hablar con él? Apenas me digas que sí, viajo a Rosario.
Y entonces viajé.
Y entonces acá estamos.
El encuentro con Alfredo fue intenso: ahora sí hay internet. Me dijo que no sabía que yo quería buscarla, que me hubiera dicho antes. Es buena gente, por eso asume las culpas que no le caben. Le dije que antes no quise o no me permití querer.
Martes, nochecita. Alfredo, Natalia y yo quedamos frente a un timbre sobre la calle San Luis. El tipo que está por abrirnos —pienso mientras lo espero— compartió casa con la chica que me llevaba en la panza. Yo estaba adentro de un cuerpo y el tipo que ahora está por aparecer al otro lado de la puerta estaba, cuarenta y cuatro años atrás, al otro lado de ese cuerpo. Es decir, ya nos tuvimos cerca. Yo flotaba en el útero de la empleada doméstica que doblaba su ropa. Él ya se llamaba José Mesanich.
—Hola, qué tal, pasen por favor.
Nunca sé cuánto valen las primeras impresiones, si de verdad valen algo. En cualquier caso, cuando lo tengo enfrente y le doy la mano, lo que José me anticipa es una mesura, un «tranquilo, pibe» que no hace falta ni que él diga ni que yo escuche.
José es un tipo de sesenta años, canoso, con una barbita candado más bien crecida, ojos despiertos, no muy alto y con cierta gracia informal. Nos conduce hasta una terraza donde tiene una par de cervezas frías esperándonos.
Abajo, con Alfredo se dieron el abrazo de la gente que lleva medio siglo dándose un abrazo y ahora se preguntan mutuamente por este y por aquel. Son parte de la misma banda de chicos crecidos, estudiantes de los setenta atravesados para siempre por la política universitaria, así que tiene todo que ver que José haya puesto Bob Dylan.
En la terraza hay una habitación, un altillo, donde José tiene colgados sus cuadros. Y más pequeñas, entre los lienzos, hay fotos. En la primera hay un grupo de chicos con sus pantalones Oxford y la década del setenta en sus pelos. José y Alfredo van pasando nombres y caras. Este hoy es médico, vive en Estados Unidos. Esta se casó con este otro. Este soy yo. Esta está desaparecida, se la chupó la dictadura. A este también.
En otra foto está José a los dieciocho, diecinueve, la edad que tenía cuando nos tuvimos al lado. Hay una foto más y es la foto de una casa.
—¿Acá vivías con tu familia?
—Ahí vivíamos los Mesanich.
Técnicamente, estoy viendo una foto de la primera casa donde viví. Es una gran construcción de tres plantas con cúpula y balcones a la calle, catorce balcones en total, que ocupa una esquina completa. En el frente, un cartel dice: MUEBLES 201. Y más abajo: FABRICANTES.
—¿Era el negocio familiar?
—Mi viejo era mueblero, sí. Murió joven y nos quedó la mueblería.
Esta casa de esta foto es la primera imagen que tengo de mi historia anterior a mi historia de siempre. En esta casa trabajaba y vivía la joven que busco.
—¿Sigue estando esta casa, José?
—No, la demolieron. Ahora en esa esquina hay un edificio.
—¿Qué esquina es esa?
—Salta y Entre Ríos.
—¿Es lejos?
—Acá en el centro, a una cuadra del río. A diez del Monumento a la Bandera.
—Ah. Y decime, José, ¿vos de verdad conociste a esta chica?
Tres horas más tarde, dejo la casa de José Mesanich. Y un día después, la de su hermana mayor, Adriana, a quien José llamó para preguntarle si podíamos visitarla. Gracias al generoso testimonio de ambos pude sentarme a escribir una historia que no fuera una ficción:
Mayo, 1971. Una chica se levanta a la mañana en la casa donde trabaja y, antes que nada, se faja la panza. Ni sus patrones ni su familia deben saber que está embarazada. Su familia vive lejos, en otra provincia más al norte, pero sus patrones viven con ella y se los cruza todo el día. Tiene la suerte de que la casa es grande —tres pisos, diez habitaciones— y hay una sola estufa, y de que los inviernos en la ciudad de Rosario son tan decididos como los veranos, así que todos andan abrigados ahí adentro, desde que se despiertan hasta que se van a dormir. La lana de los pulóveres y el paño de los blazers son sus aliados. La chica tiene quince años, dieciséis, y efectivamente se llama Clotilde.
La señora de la casa, Berta Lansky de Mesanich, es una mamá viuda que se fue endureciendo desde que murió su esposo y lleva con firmeza las riendas de esa familia y ese negocio. El negocio es una fábrica de muebles con venta directa al público en la esquina de Salta y Entre Ríos, a cien metros de la costa del Paraná. Y la familia vive arriba. Tiene tres hijas, Berta. Thelma, de veintisiete años, a la que siempre le gustaron los bailes y además tiene un lomazo, así que terminó de novia con Eduardo Glusman, un popular muchacho judío que trabaja con artículos del hogar y del que se cuentan romances de alta gama. Al final se casaron y Thelma ya no vive ahí.
Después está Viviana, la del medio, que por estos días tampoco está porque se fue de viaje de estudios, después de recibirse de arquitecta; y Adriana, la más pequeña, a la que le dicen Guri y que va a ser abogada. El más chico de todos es un varón, José, un adolescente enamorado de la izquierda marxista que terminó el secundario en el superior de comercio y está arrancando el primer año de arquitectura. Por ser el que tiene la casa más grande todos sus amigos terminan parando ahí. Alfredo Madariaga es uno de ellos. Alfredo es hijo de un vasco cabrón y apasionado que le regaló a su cuñada unas medallitas.
Nada que ver con Felipa, Clotilde. Felipa era la empleada anterior, una desinhibida. José y su amigos no paraban de mirarle las tetas y Felipa salía a los balcones para que los tipos le gritaran cosas. Clotilde, en cambio, es reservada. Una piba menudita, morocha, el gesto serio, buena empleada, ni se la escucha cuando está en su piecita, ahí donde termina la escalera caracol. Tiene el pelito corto, como rebajado, y una sonrisa que será igual a la del hijo que lleva en la panza.
Una tarde Guri —la hija menor de los Mesanich— entra en su cuarto y sorprende a Clotilde llorando. Le pregunta qué le pasa, pero Clotilde no responde y sigue haciendo la cama. Guri se acerca, le vuelve a preguntar.
Cortada por el espasmo del llanto, Clotilde le dice que está por tener. Tener qué, piensa Guri, y se ríe de pura condescendencia. Piensa, secretamente, que Clotilde no sabe que para tener hijos hay que tener relaciones sexuales. Y que si las tuvo, hay que gestar un bebé durante nueve meses antes de hacerlo nacer. Le explica, Guri, a Clotilde, cómo son las cosas en el cuerpo de las mujeres porque nunca vio ninguna panza ni ningún embarazo. Los Mesanich son buenos patrones, respetuosos, pero en la napa inconsciente de la identidad se saben blancos e ilustrados. Y Clotilde es negra e ignorante.
Entonces Clotilde, chiquita como es, se pone de pie frente a Guri Mesanich, se abre el saco de paño, se levanta un pulóver, dos pulóveres, se suelta la faja y le muestra a su patrona una panza hinchada de tener un hijo adentro. Guri se lleva la mano a la boca y se queda ahí mirándola, sin saber qué hacer. Clotilde le dice:
—Me duele.
Guri correría a decírselo a su madre pero su madre no está ni en la casa ni en la ciudad. Clotilde entonces le muestra el camino: hay que llamar a la tía Amparito. De dónde sacó Clotilde ese dato, no lo sabemos. La tía Amparito, esposa de Pocho Mesanich, hermano del padre muerto, tiene alguna experiencia en partos de emergencia, parece. Y viene a buscarla. Cuando se la lleva, toda la familia ya está enterada. Clotilde regresa unas horas más tarde. Vuelve sin parir.
Los días siguientes se van en buscar un lugar donde Clotilde pueda tener a su hijo. Berta Mesanich, ya de regreso en la casa, le pide a su hija Guri un favor especial —pongamos que se lo pide, aunque debe haber sido una orden.
—Por estos días, prestále a Clotilde tu saco rojo.
Guri lo descuelga y se lo da. Clotilde promete devolvérselo.
Se van, también, los días que siguen, en contactar a los Seselovsky. Armando y Gloria Argentina no pueden tener y él es muy amigo de Eduardo, el marido de Thelma, capaz lo puedan adoptar. Armando está medio en otra, entrega un sí hecho del deseo de su esposa más que del propio. Pero a Gloria se le están yendo los años y se muere por ser mamá. Entrega lo que haya que entregar. Ser mamá de un chiquito se volvió, para Gloria Argentina, un sentido. Y no hay nada más importante que un sentido.
Clotilde está aterrada. De golpe los Mesanich se enteran: les escondió a ellos ese bebé pero especialmente se lo escondió a su padre, que si lo sabe va a venir a matarla. Tal vez su familia no esté tan lejos, tal vez no vivan tan al norte, porque el día que esa panza dejó de ser un secreto, bueno, aterrada está Clotilde.
Es posible que haya caído alguien en la casona de Salta y Entre Ríos a preguntar por ella. José no recuerda si el padre o quién. A Guri le parece que tal vez una tía. Cualquiera que haya venido se fue con las manos vacías porque la faja funcionó otra vez. Se contará después, como se cuentan las leyendas familiares, que Clotilde enfrentó a alguien de su familia, se abrió el saco, mostró la panza mentirosamente chata y quien sea que haya venido se fue convencido de que ahí adentro no había ningún hijo. Si la hubieran descubierto capaz se quedaba con su bebé, total; pero el éxito del engaño selló la concesión. Ya no puede volver a su provincia con un bebé recién mentido.
La segunda vez que la tía Amparito viene por Clotilde, todos saben que no habrá una tercera. Pueden haber pasado unas horas o unos días. En cualquier caso, cuando Clotilde regresa, regresa sin su hijo, que apenas nace es adoptado por un matrimonio de rosarinos que viven en Buenos Aires y que enseguida mueven influencias para anotarlo como biológico. Como propio. Le ponen Alejandro, los Seselovsky. Y lo criarán con ganas.
En el medio, el encuentro de estas dos mujeres. Gloria Argentina siempre me dijo que la conoció, que se vieron. La mujer que pare y la mujer que cría. Las dos juntas en algún punto del tiempo en algún punto del espacio. Arreglando sus cosas, pactando. Ahí las dos y yo. Ahí los tres. Puedo escribir mil veces el diálogo entre ambas y no lo puedo escribir ninguna. Ficción, no ficción. Con mi adopción tengo un problema de géneros narrativos.
Clotilde volvió a trabajar a la casa Mesanich y ahí siguió unos días más, unos meses, pero, dice Guri, ya no era la misma piba. Lloraba. Todo el día lloraba. Era entrar a una habitación y encontrarla a Clotilde trabajando por partida doble: en lo que hubiera que limpiar y en aguantar las lágrimas. Tiene que haberla visto muy triste, Guri, para haberle dicho: “Quedáte con el saco, Clotilde. Te lo regalo”.
Guri amaba ese saco.
En Europa, Viviana Mesanich recibe cartas todas la semanas. De su madre, de sus hermanos. En una alguien le cuenta que la chica que trabaja en casa, Clotilde, ¿te acordás?, cayó embarazada. Se entera en esas cartas —recuerda hoy Viviana haberse enterado— que Clotilde tenía un novio. Que había una discusión acerca de si se casaban o no. Que un día el novio desapareció. Que otro día Clotilde también.
Última noche en Rosario. En el departamento que tenemos alquilado el aire acondicionado nos rescata un poco. En la televisión está terminando una tira con Julio Chávez. La cortina es un reggae lacerante con una línea oportuna: todo hombre es la mujer que lo ha dejado.
Son las dos de la mañana cuando entiendo qué es lo que me tiene despierto dando vueltas en la cama. Necesito caminar hasta la esquina de Salta y Entre Ríos, necesito hacerlo solo y necesito hacerlo ahora.
Media hora más tarde estoy parado frente a la esquina que Clotilde tiene que haber cruzado tantas veces conmigo en la panza pero estoy parado cuarenta y cuatro años después. En la mano tengo el celular con la foto de la casa pero levanto la vista y lo que hay es un edificio de departamentos.
Abajo, donde decía muebles y fabricantes sigue habiendo un local, como si el progreso hubiera decidido respetar la naturaleza comercial de la esquina: acá se vendían muebles, ahora acá se venden llaveros del Hombre Araña y muñequitos de Dragon Ball. En donde estaba la puerta negra por la que se entraba a la casa ahora hay una puerta negra por donde se entra a unas oficinas: también hay un eco ahí, una persistencia. Y finalmente, la casa de al lado, con sus balcones y su portón, sigue intacta, solo el corte de la esquina desapareció.
Camino una cuadra hacia Catamarca, hay una mutual del personal policial y otras casas indefinidas. No puedo evitar preguntarme, delante de cada fachada, si para el año 71 esto ya estaba acá.
Parado en esta esquina, pienso en la imagen de esta chica, la otra mamá que tuve, que me escondió bajo una faja que estaba debajo de un pulóver que estaba debajo de otro pulóver que estaba debajo de un saco y cuando la descubrieron se aseguró de que una familia propietaria de un tres ambientes en Barrio Norte fuera la encargada de mi futuro. Fue su manera de quererme y fue la manera de tener un hijo para los tipos que me adoptaron.
La verdad es que tuvo culo ese bebé, tuvo liga, y no siempre uno tiene liga. Unos tipos de Rosario que por alguna razón se casaron y se vinieron a vivir a Buenos Aires tuvieron la gentileza de hacerme su hijo, de ponerme camisa y corbatín para mandarme a la escuela; de llevarme a Disney en quinto grado aprovechando el dólar barato del año 81 y de regalarme un cero kilómetro cuando cumplí los dieciocho que me encargué de hacer mierda entrando a Mar del Plata por Camet. De enviarme a la universidad, a GEBA los fines de semana; de preguntarme si necesitaba algo más. La gentileza, tuvieron, de convertirme en este sujeto que ahora escribe. Llorarles la sustitución es una arcada de trivialidad.
Aparece un taxi bajando por Salta, descolgadísimo. Cuando me subo el chofer me pregunta qué hago solo a esta hora en esta esquina. Le digo que una chica me dejó plantado.
Estuve con Gloria Argentina unas horas antes de su muerte. Varias veces le pregunté si me escuchaba, hasta que soltó de la boca la silueta apenas perceptible de un sí. Entonces le dije:
—Tranquila, ma. Yo soy tuyo.
Después la dejé dormir.
Nadie es el mismo tras la muerte de su madre. El otro en el que te convertís es capaz de escribir lo que hasta ese momento nunca. A mí me salió escribirte a vos, piba que me pariste, y decirte gracias. Te odié, pero porque era chico y no sabía.
Ahora tengo cuarenta y seis y les hablo a mis hijos de vos. El grandote tiene quince y se pregunta si ese novio tuyo habrá sido muy alto porque no se explica de dónde mide un metro ochenta y cinco. Y la cachorrita, que tiene once y está en sexto, te imagina y te llama Clota. No sé por dónde andarás y es una pena que nadie recuerde tu apellido. Yo también te imagino. Me pregunto si habrás tenido más hijos, qué recuerdo tenés de mí, si te abriste un Facebook. No creo que seas suscriptora de este medio, pero si por casualidad leés esto, escribíme. Me encontrás por ahí. Sigo llamándome Alejandro Seselovsky. Empezaron a llamarme así apenas dejamos de vernos.
Este texto fue originalmente publicado en la Revista Orsai
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