Fue general a los 31 años y presidente a los 37. Admirado, respetado y en algunos casos cuestionado, Julio Argentino Roca fue una de las grandes personalidades políticas y militares del país. La llamada conquista del desierto y sus gobiernos de paz y administración fueron sellos grabados a fuego en los tiempos en que el hombre -apodado “El Zorro”- se mantuvo siempre un paso delante de todos.
En 1914 Roca estaba prácticamente retirado de la vida pública. Había vivido ese tiempo en su estancia, La Argentina, hasta que decidió regresar a la ciudad para participar de un homenaje a su gran amigo, el general Luis María Campos, que había fallecido en 1907.
En ese momento la salud le jugó una mala pasada: tuvo un repentino ataque de tos y su médico de cabecera, Luis Güemes –nieto del célebre caudillo salteño- le recomendó reposo. Al día siguiente el general, de 71 años, se sintió bien y salió a pasear por Palermo. Pero al volver a su casa tuvo un violento ataque de tos que le hizo perder el conocimiento. Un par de horas después, el 19 de octubre, fallecía.
Roca nació el 17 de julio de 1843 y fue bautizado con los nombres de Alejo Julio Argentino. “Julio por ser el mes de la Patria y Argentino porque espero que haga cosas grandes por el país”, escribió Agustina Paz a su marido, el Coronel Segundo Roca, para explicar el porqué de esos nombres que llevaría el quinto de los ocho hijos que el matrimonio tendría: siete varones y una mujer.
Cuando su esposa murió, el coronel Roca -“ese viejo lindo”, como era conocido en la familia- debió ocuparse del futuro de sus hijos. Julio y dos de sus hermanos, Celedonio y Marcos, fueron enviados al Colegio Nacional de Concepción del Uruguay.
Para 1858, el futuro presidente ya había obtenido el grado de Alférez de Artillería y como teniente segundo combatió en Cepeda y Pavón. Junto a su padre y algunos de sus hermanos participaría de la Guerra del Paraguay. Su valor y arrojo llamaron la atención del jefe del estado mayor Gelly y Obes, quien le propuso a Bartolomé Mitre que lo promocionase a mayor y que le diese el mando de un batallón.
Un “barbilindo”
“¡Le he pedido un hombre de energía e inteligencia, un guerrero probado y no un barbilindo!”, se quejó el flamante presidente Domingo Faustino Sarmiento cuando buscaba a un militar para ordenar el tironeo institucional que enfrentaba al gobernador salteño con el jefe de la guarnición local. No era el único en hacer un comentario sobre el aspecto del militar. Poco antes, Nicolás Avellaneda había opinado: “He conocido a un oficial Roca, que con mucha zorrería tucumana dará mucho que hablar a la República”.
De tanto ir a la ciudad de Córdoba, cuando estuvo destinado como jefe de la Frontera Sur, Roca conoció a Clara Funes, una chica perteneciente a una familia muy conectada con el poder cordobés, con quien se casaría en 1872. El primer hijo de la pareja, también llamado Julio Argentino, llegaría a ser vicepresidente de Agustín P. Justo. No sería un matrimonio feliz, a causa de las infidelidades de él. Llegaron incluso a evaluar separarse, pero un amigo arzobispo y su familia convencieron a la mujer de no hacerlo. Ella moriría joven, en 1890, de un derrame cerebral.
Dos años después, estando una temporada en Tucumán, Roca se encandiló con la joven Ignacia Robles, y se la llevó por las suyas ante la oposición de sus padres. Esos pocos días que estuvieron juntos alcanzaron para que nueve meses más tarde naciera Carmen, una hija a quien conocería años después y le daría ayuda pese a que nunca la reconoció legalmente.
En el interín, Roca combatió a Ricardo López Jordán y su genio militar, puesto de relieve en el combate de Santa Rosa, en esas guerras civiles que sufría el país que no terminaba de acomodarse, le valió lo que todo militar sueña: ser ascendido en el campo de batalla. A los 31 años se convirtió en general. “Estaba usted llamado a cerrar la jornada con los esplendores de la victoria…”, le escribió entonces el presidente Nicolás Avellaneda.
Presidente
Roca ya tenía planes. Ya había comenzado a idear la Campaña al Desierto. Le parecía “un disparate” la llamada “zanja de Alsina”. “Es lo que se le ocurre a un pueblo débil y en la infancia: atajar con murallas a sus enemigos”, escribió.
La estrategia era sencilla. Debía correr la frontera del indio hasta Río Negro y Neuquén, con la participación de diversas columnas que convergerían en una misma zona. El 25 de mayo de 1879 Roca lo celebró en la margen izquierda del Río Negro.
Pero el hombre también tenía otros planes. Quería ser presidente. Sabía que contaba con el apoyo de su comprovinciano Avellaneda y, casi imperceptiblemente, fue construyendo alianzas con gobernadores, de la mano del Partido Autonomista Nacional.
Su gran opositor sería Carlos Tejedor, quien sólo contaría con los votos de los electores de Buenos Aires y Corrientes. Mientras tanto, 156 lo harían por Roca por lo que Tejedor se rebeló y hubo que mudar la capital al barrio de Belgrano. Recién cuando la rebelión fue sofocada, se sancionó la Ley de Capitalización, por la que la ciudad de Buenos Aires se transformaba en la capital del país.
Cuando asumió la presidencia, Roca tenía 37 años. Un tucumano, de baja estatura, le entregó la banda a otro tucumano, bajo como él. “El nuevo presidente es un hombre de apariencia juvenil, talla mediana y contextura fina y descarnada, prematuramente calvo, con ralos y rubios cabellos en las sienes, y barba y bigotes débiles”, destacó uno de los que entonces lo conoció.
“El secreto de nuestra prosperidad consiste en la conservación de la paz y el acatamiento absoluto a la Constitución; y no se necesitan seguramente las sobresalientes calidades de los hombres superiores para hacer un gobierno recto, honesto y progresista. Puedo así, sin jactancia, deciros que la divisa de mi gobierno será paz y administración”, leyó en su primer discurso como presidente.
Con años de paz por delante, se dio impulso al desarrollo de la red ferroviaria, a la obra pública y al impulso de la inmigración y buscó cerrar problemas limítrofes con Chile. Durante su administración se aprobó la construcción de un nuevo puerto, lo que hoy se conoce como Puerto Madero.
Y fue durante su gobierno que se sancionó la Ley 1420 de educación común, gratuita y obligatoria, que relegaba, casi como una asignatura optativa, la educación religiosa, hasta el momento sumamente presente en la currícula escolar. Y fue más allá: se creó el Registro Civil, que reemplazaba a la Iglesia en el trámite de asentar nacimientos, matrimonios y defunciones. El enfrentamiento con el clero, del que tomó partido la sociedad, culminó con la expulsión del Nuncio Luis Mattera y la ruptura de relaciones con el Vaticano, las que reanudaría el propio Roca en su segundo mandato, 16 años después.
Atentado
Roca sufrió un atentado que se transformaría en una pintura. El 1 de mayo de 1886 se dirigió caminando –eran tiempos en que los presidentes caminaban tranquilamente por la calle- desde la Casa de Gobierno al recinto del Congreso, que por entonces funcionaba donde actualmente está el Banco Hipotecario Nacional. En ese trayecto, un hombre identificado como Ignacio Monjes le arrojó una piedra, que fue a dar a su frente. Monjes fue detenido y Roca –vendado por su amigo Eduardo Wilde- pronunció un breve discurso. Actualmente el cuadro que recrea ese día corona el salón de los Pasos Perdidos en el Congreso Nacional.
El concuñado de Roca, Miguel Juárez Celman, fue su sucesor. No se llevaban bien y el militar quiso poner distancia por lo que decidió irse a Europa. A su regreso, asumió como senador nacional por la Capital Federal y dejó caer a Juárez Celma víctima de la Revolución del 90. Cuando su nombre estuvo en el candelero como posible sucesor, Roca se apuró a escribirle a su pariente en desgracia: “Aprovecho esta oportunidad para declarar al país por intermedio de V.E., como que he hecho constante y categóricamente en mis conversaciones privadas que no he aspirado ni aspiro a semejante honor, y que no acepto ni aceptaré trabajo alguno en tal sentido”.
Luego, tejió una alianza con Bartolomé Mitre para evitar que Leandro N. Alem y los suyos se hicieran con el poder.
Por aquellos tiempos Roca mantuvo un largo romance con Guillermina de Oliveira Cézar, la esposa de su gran amigo Eduardo Wilde. Fue un amor clandestino que la prudencia y el recato no fueron suficientes para que fuera la comidilla de los salones porteños.
Los coraceros, que por entonces eran la guardia presidencial, eran conocidos como “los guillerminos” y cuando Roca en su segundo mandato decidió enviarlo a Wilde a un destino diplomático en Holanda, en la tapa de la revista Caras y Caretas lo dibujaron preguntándose si el destino sería del agrado de Guillermina, asociando ese nombre al de la reina de los Países Bajos.
El 12 de octubre de 1898 comenzaría su segunda presidencia. Prometió paz y una administración ordenada, luego de la crisis de 1890. Se sancionaría la Ley del servicio militar obligatorio y la controvertida Ley de Residencia, que impedía la entrada de extranjeros y habilitaba a expulsarlos si su conducta comprometiera la seguridad nacional.
Una vez concluido su mandato, y luego de un viaje a Europa, repartió su tiempo entre la ciudad y su estancia bonaerense.
Sus últimos años los vivió –muy a pesar de la opinión de su familia- con Elena, a quien había conocido en Niza. Se lo llegaría a vincular sentimentalmente con la escultora Lola Mora, a quien ayudó. Se dedicaba a las tareas de campo, a leer y a conversar con los pocos amigos que le quedaban. Esos, que había conocido cuando se había ganado el apodo de “Zorro”.
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