En una enorme mayoría de los grandes eventos de los últimos 150 años hay un argentino involucrado. Debe reconocerse que no siempre por las mejores razones. En el naufragio del Titanic, el arquetipo del desastre, hubo dos. Tuvieron distinta suerte.
El Titanic probablemente sea el barco de mayor fama de la historia. Tardó tres años en construirse. Y sólo navegó cuatro días. Después, la catástrofe.
Llevaba a bordo 2223 personas. Sólo se salvaron 705. El resto terminó en el fondo del mar. El viaje desde Southampton a Nueva York prometía ser histórico. Lo fue pero por motivo del horror. Magnates, empresarios, políticos y otros influyentes y adinerados personajes ocupaban la primera clase. Pero en el resto del barco iban familias enteras que no conocían el turismo ni el confort, que pretendían llegar hasta Estados Unidos para empezar una nueva vida y dejar atrás el dolor.
El Titanic era, se decía, el barco de mayor seguridad en el mundo, nada podía pasarle. Pero el choque con el Iceberg mostró lo contrario. La descontada invulnerabilidad de la nave hizo que no se preocuparan (nadie lo hacía en la época) por los botes salvavidas. En ellos había espacio nada más que para 1178 pasajeros. Más de la mitad de las personas a bordo no tenía lugar en los botes.
Edgardo Andrew tenía 17 años. Y en unas pocas semanas una serie de pequeños eventos -desgraciadas coincidencias al ver el resultado- se confabularon para que se encontrara a bordo del Titanic. Edgardo no fue de los que compraron con anticipación el boleto para la travesía inicial del gigante, los que ansiaban navegar en la nave más grande e indestructible jamás construida.
La noche de la tragedia, ese 14 de abril de 1912, Edgardo se dirigía a encontrarse con su hermano mayor Silvano Alfredo instalado en Estados Unidos hacía años y que estaba por casarse en Nueva Jersey. Silvano era ingeniero naval de la Armada Argentina y su misión consistía en supervisar la construcción de dos buques argentinos: el Rivadavia y el acorazado Moreno. Como pensaba instalarse definitivamente en Estados Unidos junto a su adinerada esposa, deseaba que su hermano siguiera sus estudios junto a él.
Edgardo había nacido al sur de Córdoba, en San Ambrosio. Su padre, inglés, administraba una gran estancia. A fines de 1911 lo habían enviado a Londres a iniciar la carrera de ingeniero naval para que siguiera los pasos de su hermano mayor.
En Inglaterra pasaba su tiempo entre libros y esperando la visita de Josefina Josey Cowan, una joven amiga porteña. Pero el encuentro entre los jóvenes se frustró por el llamado de Silvano Alfredo.
Edgardo sacó pasaje en el Olympic, un trasatlántico grande que pertenecía a la misma empresa naviera que el Titanic. Este hecho, que ambos barcos, tuvieran el mismo dueño, también influyó en el (caprichoso) destino de Edgardo. El Olympic zarparía algunas semanas después que el Titanic pero una huelga de carboneros hizo que la empresa suspendiera la salida del Olympic. Todo el carbón acopiado (las navieras tenían reservas pero no tantas) sería destinado para el gran evento, para el viaje inaugural del Titanic. Lo demás podía esperar. Edgardo no tuvo más remedio que cambiar su boleto. Además de la incomodidad de la partida anticipada, de perder encontrarse con Josey, el joven debía pagar bastante más de lo que tenía pensado para viajar en la segunda clase del Titanic. 12 libras, una pequeña fortuna para su economía.
Cuando supo que su partida se adelantaba y que ya no podría ver a Josey, se sentó a escribirle una carta que dejaría en la casa de las tías de la chica, lugar en el que ella residiría: “Sé muy bien que la noticia de mi partida será muy dura, pero paciencia, así es el mundo. Ya me imagino cuánto sentirá usted que yo no me encuentre en ésta cuando usted venga, pero no por esto se desanime Josey, pues sirve para pasar lo mejor que pueda el tiempo. No puede imaginarse cuánto siento el irme sin verla y tengo que marchar y no hay más remedio”.
Era tanta la ilusión de Edgardo, que ya había imaginado qué lugares visitaría con la joven, qué programas harían juntos, que termina su misiva con una queja amarga, con un deseo que resultó premonitorio: “Figúrese Josey que me embarco en el vapor más grande del mundo, pero no me encuentro nada de orgulloso, pues en estos momentos desearía que el Titanic estuviera sumergido en el fondo del océano”.
A pesar de eso, Edgardo y su juventud decidieron aprovechar el viaje. No todos los días se viaja en el barco más grande del mundo. En su caso se sumaba el hecho de que veía, por sus estudios, detalles que los demás pasaban por alto. Todo lo deslumbraba. Disfrutaba y aprendía.
Desde su camarote escribió una postal a otro de sus hermanos, Wilfred, y puso la dirección de la estancia cordobesa. Quería compartir su asombro con sus seres queridos: “Desde este colosal barco tengo el placer de saludarte. Hoy llegaré a Irlanda, donde pasaré unas pocas horas...”.
En el momento en que empezó la debacle, el argentino estaba comiendo en uno de los salones. Compartía la mesa con Jacob Milling, empresario danés, y una maestra inglesa, bajita y encantadora, de 27 años, Edwina Winnie Trout. Cuando se produjo el impacto los jóvenes siguieron comiendo y riendo. Minimizaron el incidente. Hasta se burlaron de algunos que a su alrededor se mostraron alterados: el Titanic era indestructible. Les resultaba ridículo preocuparse. Las principales autoridades a bordo, por desgracia, también pensaron lo mismo.
A los pocos minutos quedó establecida la gravedad de la situación. Ya nadie podía dudar de la falibilidad del Titanic. Todos corrían por su vida.
Edgardo en medio del revuelo rescató un salvavidas y se lo puso. Mientras corría hacia una de las estaciones en las que debían estar los botes se encontró con Winnie que lloraba desconsolada. La abrazó, la llevó con él, se quitó el salvavidas y se lo puso a ella. Luego al percatarse que no había lugar para todos en los botes y que el barco se hundía irremediablemente, se subió a una baranda y se zambulló en el mar helado. No se supo más de él.
La familia perdió las esperanzas unas semanas después cuando su nombre no aparecía en las escuálidas listas de sobrevivientes. En Buenos Aires, un pequeño recuadro en un número de junio de 1912 (las noticias tardaban en llegar) daba cuenta de la desaparición del argentino en la catástrofe.
No se supo mucho más de él hasta que varias décadas después Winnie Trout contó su historia y resaltó el gesto desprendido, heroico y caballeresco de Edgardo. Ella siempre valoró que él le hubiera cedido su salvavidas para proteger su vida (aunque aún con el implemento no hubiera soportado la hipotermia provocada por el mar helado). Con su recuerdo ayudó a perpetuar la memoria de Edgardo Edward. Así ella rescató del olvido a quien le dio una oportunidad más.
En el momento en que Winnie era bajada a uno de los botes un hombre desesperado le puso en sus brazos un pequeño bebé que ella apretó contra su pecho. Cuando el Carpathia, el barco que extirpó del mar a los 705 sobrevivientes, rescató a Winnie ella todavía cargaba y arropaba a ese bebé de cinco meses. Winnie vivió hasta los 100 años. Aprovechó su longevidad para testimoniar sobre lo vivido en el naufragio.
“Las mujeres y los niños primeros” era un imperativo del mar que se cumplió con bastante rigor pese a la premura y la desesperación. Quienes se saltearon la máxima y eligieron resguardarse y obtener lugares a costa de otros, tuvieron una sobrevida incómoda. Fueron despreciados a partir de su llegada a tierra. Como el dueño de la empresa marítima que de inmediato se agenció un lugar en un bote sin importarle la suerte de la nave ni de los pasajeros. A Bruce Ismay, presidente de White Star Line, el repudio y el señalamiento de cobarde lo siguió toda su vida.
En el año 2000 mientras se realizaban tareas de búsqueda de restos de la nave, se encontró una valija. Por su contenido se determinó con facilidad que pertenecía a Edgardo Andrew. Dentro de esa valija marrón percudida por el agua y el paso del tiempo había ropa, un gorro, dos cartas, postales, y otras pertenencias del argentino.
Edgardo Edward no era el único argentino a bordo. También viajaba Violeta Constance Jessop, una bahiense que era una de las escasas mujeres que integraban la tripulación. Sólo 23 trabajaban en el barco y lo hacían como camareras. Ella atendía mesas en un salón de lujo de primera clase.
Violeta consiguió un lugar en un bote salvavidas conminada por un oficial que les exigía a algunas trabajadores que subieran y dieran el ejemplo a las pasajeras, ya que nadie quería aventurarse en las pequeñas estructuras de madera: las pasajeras seguían tomadas de los brazos de sus maridos. Todavía no eran conscientes de que no había lugar para todos. Uno de los tripulantes le puso, a ella también, intempestivamente un bebé en sus brazos. Ella lo cuidó hasta la llegada del rescate.
Pero ya en cubierta del Carpathia, una mujer envuelta con una manta llegó corriendo hasta ella y le arrancó el chico de los brazos mientras lo besaba entre lágrimas y gritos. La madre, cuando ya casi no tenía esperanzas, había recuperado a su hijo. En medio de la confusión le había dado la criatura al marido pensando que estaría más seguro en sus brazos pero alguien de la tripulación se lo quitó para ponerlo a salvo en un bote.
Varias décadas después, cuando Violeta ya era una anciana, alguien que no se identificó llamó a su casa para decirle que era ese chico y para agradecerle que le había salvado la vida.
Violeta había nacido en Bahía Blanca. Era la mayor de nueve hermanos. De chica se enfermó de tuberculosis. Todo la familia se mudó a Mendoza para que el aire andino mejorara su salud. Pero su padre murió y entonces la familia se trasladó a Inglaterra. Su madre, para mantener a los nueve hijos, comenzó a trabajar como camarera en distintos barcos. Violeta, apenas pudo, siguió sus pasos. A partir de ese momento trabajó 42 años en el mar.
Pero el rasgo distintivo de Violeta, lo sobresaliente en su historia de vida, es que no sólo sobrevivió a la debacle del Titanic sino también a otras dos. Violeta Jessop sobrevivió a tres naufragios. Probablemente un récord mundial.
En 1911, el Olympic chocó con un barco de guerra. El capitán del crucero era Edward Smith, el que luego comandaría el Titanic donde moriría cumpliendo otra ley del mar. La segunda vez, se sabe, Smith no tuvo tanta suerte como la primera en la que casi no hubo víctimas fatales.
Pero estos dos experiencias traumáticas -para cualquier otro- no amedrentaron a Violeta que siguió surcando los mares. En la Primera Guerra Mundial fue alistada en el buque Britannic, un barco hospital en el que ella oficiaba de enfermera. El 21 de noviembre de 1916, el Britannic (que antes se llamaba Gigantic pero fue rebautizado para que el nombre no fuera asociado con el Titanic) fue hundido en el Mar Egeo. El barco se precipitó en las profundidades a gran velocidad. En menos de una hora desapareció de la superficie. Eso no dio tiempo al orden en la evacuación. Varios botes salvavidas fueron tragados por las hélices.
Violeta se tuvo que tirar al agua. Pero en la caída se fracturó el cráneo. Uno de los tripulantes la vio sumergirse y la rescató tomándola de su largo pelo. Hubo 29 muertos. Naturalmente, Violeta no fue uno de ellos. Su destino final no estaba en el mar. Siguió navegando hasta 1950.
Violeta Jessop, la mujer con la que el mar nunca pudo, murió en Inglaterra, en su casa de campo, rodeada de vegetación y animales. Tenía 84 años
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