La cinta de equipaje giraba vacía en el aeropuerto de Ezeiza. El vuelo proveniente de México había aterrizado hacía un buen rato y aunque ya todos los pasajeros tenían sus valijas, sesenta personas aún permanecían allí. Cuando la cinta se detuvo, desesperaron. Había una sola pregunta, era de todos y era la misma: “¿Dónde están los bidones?”.
El “agua milagrosa” por la que habían viajado no aparecía. Era 19 de agosto de 1993 y sesenta argentinos enfermos de cáncer, SIDA y sus familiares se atrincheraban en el aeropuerto.
En 1991 un hombre llamado Jesús Chain hizo un pozo en su hacienda para darle agua a su ganado en Tlacote, un pueblo de apenas 4000 habitantes en el municipio de Querétaro, a 250 kilómetros al norte de la ciudad de México. Con esas aguas, contó Chain, bañó a su perro sarnoso. Al día siguiente la sarna se había ido. Una vaca enferma bebió y sanó. Luego fue un hombre el que se curó de una enfermedad terminal.
“El agua milagrosa de Tlacote” llegó a los medios de comunicación mexicanos y, de allí, al mundo. Decía que lo curaba todo: diabetes, epilepsia, artritis, cáncer y SIDA.
Al llegar en bidones de 20 litros a Buenos Aires, el agua fue confiscada por la policía aeroportuaria por no cumplir con el Código Alimentario. No tenía certificado oficial del país de origen, no tenía número de partida ni se sabía cuáles habían sido las condiciones de higiene al momento de la captura y envasado.
— Solo era agua. Pedíamos que nos dejaran pasar agua. Papá tenía cáncer de pulmón y estaba muy grave-, recuerda, 26 años después, Julio Azzaro, que llegó en aquel vuelo.
— Si nos decían que había que ir a buscar servilletas al Himalaya, íbamos a buscar servilletas al Himalaya-, dice su hermano, Daniel, que aquel día lo esperaba en el hall de arribos de Ezeiza.
A los pasajeros estacados junto a la cinta del equipaje se sumaron, con el correr de las horas, sesenta más. Ese día llegaron tres vuelos desde México. En el primero, de Aero Perú, viajaron 5000 litros de agua. El de Aerolíneas Argentinas aterrizó por la tarde con 4000 litros y el de Ecuatoriana llegó con 2000 litros más.
Para cuando la noche caía sobre Buenos Aires, en el aeropuerto eran 120 los pasajeros que se negaban a abandonar Ezeiza sin sus 11 mil litros de agua.
La escena se espejaba: adentro, en Migraciones, los viajeros lloraban y gritaban por el agua. Los bidones, en los que habían escrito sus nombres con fibrón, permanecían en un depósito del aeropuerto.
Afuera, en el hall de arribos, quienes habían ido a buscarlos, lloraban, gritaban por el agua y hablaban con la prensa. “Yo malvendí un terreno a cambio de la plata de los pasajes. Mi suegra es una enferma terminal de cáncer y no tenía con qué ir a México en busca de este milagro. Ella llora pidiendo el agua”, decía María Isabel, una mujer de San Bernardo al diario Clarín.
La Nación, en su edición del 20 de agosto de 1993 cuenta que “una chica de 18 años enferma de VIH esperaba el arribo de su mañana con 80 litros de agua. Amenazó con suicidarse y salpicar con sangre a los funcionarios aduaneros que retenían el líquido”.
La situación era trágica.
Horacio Azzaro llegó de Sicilia a la Argentina en la década del 40. Con Sebastiana tuvo cuatro hijos: Daniel, los mellizos Emilio y Marcelo y Julio. Sastre y obrero textil de una fábrica en Béccar, había enfermado de cáncer de pulmón en 1991. Aunque le habían extirpado el tumor, la enfermedad había hecho metástasis en el verano de 1993.
“No había mucho por hacer; solo quedaba llevarlo de la mejor manera. Ahí probamos con el método Hansi”, cuenta Daniel, el hijo mayor, “gotitas, un tratamiento naturista que decía que combatía el cáncer”.
— ¿Cómo se enteraron de la supuesta “agua milagrosa”?
— Por la tele –responde Julio–. Durante las vacaciones de invierno de ese año empezaron a aparecer las notas. Sobre todo en Canal 9.
Un domingo, en reunión familiar, los hermanos Azzaro decidieron que sería el menor quien viajaría a México y volvería con el “milagro”. Entonces Julio tenía 22 años, era estudiante de Administración en la Universidad de Palermo y daba clases de paddle.
— ¿Con qué te fuiste de Buenos Aires?
— Un bolsito y 100 millones de preguntas. Solo tenía el pasaje y un hotel en el DF. Era incertidumbre total. No había Internet, nada. Lo que había era esperanza. La sorpresa fue al subir al avión: gran parte estaba en la misma que yo, íbamos todos a lo mismo. Había familiares de enfermos y gente muy enferma. Me hice amigo de una chica que, enferma de cáncer, había viajado sola porque no tenía dinero para pagar más de un pasaje. Entre todos la ayudábamos con los bidones; estaba muy débil.
La sorpresa fue al subir al avión: íbamos todos a lo mismo. Había familiares de enfermos y gente muy enferma
Las agencias de viajes vendían paquetes a Tlacote. El vuelo, la estadía de tres días, los traslados y la chance de traer hasta 80 litros de agua costaba 1190 dólares. “La mayoría de la gente que pide ir no ha subido a un avión en toda su vida, por lo que tratamos de simplificar todo lo posible los trámites”, decía a Página 12.
Julio no había comprado paquete; solo tenía el pasaje de avión y una reserva de hotel que había hecho a través de un conocido.
—Al llegar al DF, de casualidad, varios teníamos el mismo hotel. Otros no tenían dónde dormir. Entonces organizamos habitaciones. Yo terminé durmiendo con un tipo que era profesor de Educación Física en Rojas, provincia de Buenos Aires. Había ido a buscar el agua para su mejor amigo, enfermo de cáncer. Recuerdo que su hobby era coleccionar cartas de restaurantes.
Entre todos contrataron una camioneta para que los llevara desde ciudad de México hasta la hacienda en Tlacote. “Que nos llevara a donde estaba el manantial”, dice Julio. Los empleados del hotel les indicaron dónde comprar bidones. “Los esterilizamos con agua caliente. Eran como 200. Qué sé yo, creíamos esterilizarlos. Los subimos a la combi y volvimos con los bidones llenos”.
—¿Cuántos bidones compraste?
— Diez. Me traje 200 litros.
El Ministerio de Salud y Acción Social señalaba que no había datos científicos que avalaran propiedades curativas específicas y pedían a los enfermos que no abandonaran sus tratamientos. El comunicado llevaba las firmas del secretario de salud, Julio Calcagno, el decano de la facultad de Medicina de la UBA, Luis Ferreira, el secretario de Ciencia y tecnología Raúl Matera y el asesor ministerial, René Favaloro.
La embajada de México en Argentina aclaraba que no tenía “injerencia alguna en el tema de las aguas de Tlacote" y no se responsabilizaba por "la información propalada en la Argentina sobre las mencionadas aguas curativas”. El obispado de San Miguel también escribió: en su comunicado decía que “la supuesta fuente de milagros fomenta la sugestión, el pensamiento mágico y la ignorancia” y que era un “ataque a la fe católica”.
Cuando la revista Proceso (México) en 1992 le preguntó a Chain, el dueño de la hacienda milagrosa que se hacía llamar ingeniero pero no tenía título, qué tenía el agua de su rancho, respondió: “Dos cosas: una, que para mí es una creación de Dios, es que pesa menos. La otra tiene que ver con los descubrimientos que he hecho sobre el manejo de la energía.
— ¿Qué diferencia tiene con el agua común y corriente? – le pregunta el periodista a Chain.
— El agua normal, el H2O, pesa un litro por kilo. Y el agua de aquí pesa 956 gramos, es decir, 44 gramos menos, lo que le da un mayor número de propiedades. El calcio, el hierro, el magnesio, el hidrógeno, el oxígeno, que son los elementos del agua, adquieren otras características y generan una verdadera revolución. El agua nace del pozo del rancho pero se transforma en los movimientos y el reposo de catorce horas que le doy en los tanques de almacenamiento. Yo no le pongo nada. Lo que está pasando aquí es un misterio.
En 1992 Magic Johnson visitó la hacienda y se llevó 500 litros en un camión cisterna
El sistema que diseñó Chain contaba con cuatro tanques con capacidad para 80 litros cada uno. Por las tuberías, el agua corría hasta las 24 canillas dispuestas en fila en un piletón de hormigón por el que, por día, llegaron a pasar más de 4 mil personas. Una fue Julio; otra, Magic Johnson.
El 7 de noviembre de 1991 Earvin Magic Johnson anunciaba que tenía el virus del HIV y que dejaba el básquet para luchar contra la enfermedad. Según periódicos mexicanos de los que se hicieron eco en varios países, en 1992 Johnson se llevó 500 litros en un camión cisterna que contrató. Chain aseguró que le dejó una cuantiosa donación. José José y Cantinflas eran otros famosos que los pueblerinos decían haber visto en la hacienda.
Según los avisos publicitarios de los viajes a Tlacote, en el rancho de Chain se entregaban 60 litros del agua “a cualquier persona y 80 a quien presente certificado médico o historia clínica”. Los bidones se vendían a 3,5 dólares.
En Argentina eran tiempos de 1 a 1 y de inflación –ficcionada– cero. El precio de tapa de un diario era de 1,20. Un alquiler de un dos ambientes en Almagro salía 380 y una tele de 20 pulgadas, 650.
— Nos dieron el agua gratis. Nadie pagó nada. Eran filas y filas de gente. Muy humildes, muchos–, cuenta Julio.
— Que fuera gratis, ¿te hizo creer un poco más?
— ¡Claro!
— ¿Nadie de la familia puso en duda lo que podía hacer el agua?
— No. Queríamos creer en algo –recuerda Daniel–. No teníamos nada para perder.
El presidente Carlos Menem declaraba a la prensa que había que dejar pasar el agua porque se trataba de un acto de fe. Cuando finalmente un juez autorizó a los pasajeros a llevarse el agua habían pasado 11 horas desde que el avión de Julio había aterrizado. Después de un larguísimo abrazo en el hall, junto a su hermano Daniel, periodista y taxista, cargaron nueve bidones en el Peugeot 404 gasolero negro y amarillo. Uno se vació en Ezeiza:
— Se corrió la bola de que se estaba dando agua. Se nos acercaba gente con botellitas, tarritos. Nosotros habíamos podido viajar, ellos no. ¿Cómo no le íbamos a dar?- dice Daniel.
Por entonces la Organización Mundial de la Salud (OMS) alertaba sobre una variante de cólera descubierta en la India que podría provocar una nueva epidemia mundial. Según las crónicas periodísticas de aquellos días el Instituto Malbrán había tomado muestras para analizar el líquido pero los resultados recién estarían dentro de tres días.
Esa misma tarde, el 19 de agosto de 1993, Horacio, postrado en su cama de Béccar, empezó a tomar el agua.
— ¿Sabían cuánto darle?
— No había indicación, pobre viejo. Era tomarla. “Tomala, viejo, tomala” – rememora Daniel.
No había indicación de cómo tomarla. Le decíamos ‘tomala, viejo, tomala’
Esa misma noche, los hermanos Azzaro junto a otros seis familiares de enfermos que habían viajado a México, fueron invitados al programa que Mauro Viale conducía en canal 7.
— Habían armado “la contra” –cuenta Daniel–. De un lado estábamos los familiares y del otro bacteriólogos y biólogos. También estaba Lily Sullos. Viale nos decía que era una estupidez lo que hacíamos, que además era una locura porque el agua estaba contaminada.
— ¿Cómo terminó?
— Abrimos un bidón y todos los familiares tomamos agua. Brindamos en cámara.
Tres días después el Instituto Malbrán confirmaba que el agua mexicana tenía “gérmenes tales como pseudomonas aeruginosa, que no deberían estar presentes, y bacilos en concentraciones mayores a las admitidas por el Código Alimentario”.
El ministerio de Salud y Acción Social indicó que solo debía consumirse si se la hervía durante 10 minutos o se le agregaban dos gotas de lavandina concentrada por litro: no era potable. Horacio seguía tomando.
Por esos días las tapas de los diarios se iban entre la renuncia del ministro del Interior Gustavo Béliz que denunciaba la corrupción del menemismo, la reforma laboral que impulsaba el presidente, Maradona que coqueteaba con volver a Argentinos Juniors y una ola de casos de meningitis.
Dos semanas después del viaje de Julio, en la madrugada del 5 de septiembre de 1993, Horacio, su papá, falleció. Durante el velorio, los hermanos Azzaro recibieron un pésame, un gol, un pésame, un gol: ese día Colombia le ganaba 5 a 0 a la Argentina en cancha de River. “La gente nos saludaba y nos íbamos enterando de los goles. Era muy tano todo”, recuerdan.
Julio entregó a desconocidos los bidones que sobraron: “Llamaban al teléfono fijo y preguntaban por mí; yo había salido en los diarios. Supongo que lo sacaban por la guía”.
— Julio, ¿probaste el agua?
— Todos la probamos en casa. Tenía un sabor raro. Era agua, sí, pero tenía un sabor raro.
— Ahora, 26 años después, ¿qué pensás?
— Que fue una locura. Pero lo volvería a hacer.
— ¿Y vos, Daniel?
— Que lo volvería a hacer. Eso nos dio una paz interior de haberlo intentado todo.
Con el tiempo, el manantial del ingeniero Chain perdió el encanto. El fraude se hizo evidente. Los años pasaban y los testimonios de enfermos que curaban no aparecían. Chain falleció en 2004. Tenía cáncer.
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