Nació entre el deseo y los dolores más fuertes. Nació y fue mucho más deseo que dolor. Nació y decidió cuándo, un día más tarde de lo esperado, de otro signo fuera de la tierra y más cerca del agua, por fuera de las fechas que la tildaban en la misma historia que una abuela fuera de la sangre, cerca de la casa en la que no decidía ella los programas de la tele. Nació y tuvo ganas de nacer, de salir, de llorar, de alimentarse y crecer. Nació y –como si buscara el aire– ayudó a nacerse.
Porque así son, así somos, así son los nacimientos fuera de agenda programada, de relatos de sacrificios que espantan y de terremotos que marcan para siempre (en la forma de parir también hay un amor nuevo) en el que la cooperación –sin dejar de cuidar, maternar y proteger– es una nueva manera de hilar un vínculo nuevo.
Nació y escribí. Siempre. Pero dejé de viajar. Hasta que pude viajar con ella y hasta que ella es la que quiere que yo viaje, mire, impulse, no frene. Y el viaje también es una forma de parir una libertad en la que el trabajo materno no resta, sino suma (no le quitamos días a nuestros hijes sino que multiplicamos) aun cuando el sacrificio, por supuesto, no es invisible, sino que pesa y es parte de lo que hay que cuidar.
Durante toda la crianza de Uma y hasta sus diez años (década ganada si las hay) no viajé por trabajo. Salvo a los Encuentros de Mujeres: en Tucumán, en Posadas, en Mar del Plata, en Rosario, en Resistencia, en Trelew. Pero si la lengua habla y desarma la lengua de las hijas, cuando todavía hace poesía, con la media lengua de la primera infancia, es un tesoro la forma de nombrar de Uma el primer Encuentro de Tucumán.
Ese día en el que llegué a una ciudad en donde la plaza rechazaba a las visitantes con carteles y palabras de malvenidas del Obispo y las militantes del catolicismo a ultranza querían entrar a los talleres, en nombre de la religión, para gritar que le deseaban la muerte a las mujeres que abortaban porque no querían morir ni ser madres.
Ahí, de donde es la caña de azúcar, el corazón de la historia dulce y amarga de la Argentina, la más violenta, la del hambre y la previa a la dictadura, la del voto como continuidad al facto y los estudios pioneros (de la investigadora Mirentxu Baca) sobre la desnutrición de las madres desnutridas, Uma nombraba “Mi-cuman” a Tucumán porque esa tierra, visitada a cielo abierto y sol, desde el principio, que alumbraba resistencia y otra forma de parirnos, de norte a sur, también era de ella.
Ahora no solo es de ella, es para ella, es por ella. Es con ella. Al Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Trans, Travestis, Bisexuales y No Binares –porque las formas de nombrarse cambian y cambian para quienes ya no quieren una sola opción o etiqueta–, de La Plata, vine, por primera vez, con Uma, que ya tiene 13 años.
Y es –como el deseo de ser madre– una forma de mirar lo mismo por primera vez, de contarlo, de disfrutarlo, de tener más miedo y más ganas de que no llueva y de que todo salga bien. Es como esperar que el regalo que está abajo del moño empaquetado para Navidad o el cumpleaños le guste. Y querer saborear, más que ninguna otra cosa en el mundo, de su sonrisa que es el punto de partida y de llegada para hacer del amor más incondicional una fiesta colectiva.
“Me gusta ver muchas mujeres empoderadas. Me gusta ver tanta sororidad. Me gusta ver tanto acceso a la información. Me gusta ver tantos pañuelos verdes. Siento que aprendo muchísimo”, me dice Uma, mientras elige los huevos revueltos –que jamás desayuné, empedernidamente dulcera-, queda en juntarse con sus amigas en los talleres que les interesan y me pelea por un piercing que a mi todavía me acobarda y malabareo el permiso en negociaciones por no llevarse materias y pedaleos (porque la maternidad nueva es tan clásica como el susto), y la diferencia no está en pensar parecido o diferente, sino en dejarse interpelar por la diferencia.
Y en no borrar el conflicto, sino en intentarlo resolver diferente (al menos con otras formas que el autoritarismo o la violencia en la que muchas crecimos), sin garantías de éxito, aceptando berrinches, frustraciones y fracasos, resbalones, discusiones y nervios, pero con un amor que es tan inexplicable como el parto. Del feminismo aprendimos que la maternidad no es instinto: es deseo y es trabajo. Aunque incluso el deseo se queda corto con la zozobra de las caras largas, el temblor cuando le pasa algo o la impotencia cuando no puedo cubrirla de algún dolor o injusticia.
—Mirá, mirá, mirá— me dice, mientras me muestra una remera que le gusta en Internet, y convoca mi atención igual que de niña. Y deja de mirarme o hablarme si en el teléfono hay (y sucede en el 99 por ciento de las veces) una charla más interesante que la mía. La adolescencia no tiene tregua ni madres aliadas.
—El año que viene vengo con el Centro de Estudiantes— me anuncia. Y el apego se deshace en el instante en desapego como la Calabaza de Cenicienta a las doce en donde la Carroza del viaje juntas se desbarata en chatarra para la inmediata nostalgia.
La maternidad disfrutada se vuelve también maternidad impulsora. Ya no hay un solo zapatito que nos calce bien. Pero no queremos ser madres princesas, sino madres con raíz para que crezcan fuertes y disfruten en una enredadera que no crece bajo la misma tierra, pero que también puede encontrarse bajo las ramas verdes, de apabullante selva o en las flores amarillas que son símbolo de amor desde que caminé con ella, de dos años, en mis hombros, con la fuerza de llevarla y mirar el horizonte flotando en el Tigre. Y que hoy es un signo de complicidad, en cada lugar que viajo y que le mando una foto de una flor amarilla –que siempre encuentro, porque se encuentra lo que se busca y yo la busco a ella- para que sepa –porque en el amor saber no alcanza y es mejor que el saber rebalse del almíbar del cariño- que camino otros mundos palpitando su presencia.
La luna de miel es corta. Se sabe. Y es parte de la maternidad disfrutar el regalo de los ratos compartidos.
Pero también en esa revolución hay una posibilidad legada. Las hijas vinieron sueltas, solas o apenas como excepción hasta que la revolución de las hijas llegó formalmente al 32° Encuentro de Mujeres en Resistencia, Chaco. Casual o no, en el 2017, la fecha fue postergada una semana después y coincidió con el Día de la Madre. Nosotras festejamos el lunes. Con aros y comida, con postre y torta de manzana. Con regalos que siempre llevo como una mula de chipa y chocolates, porque la maternidad también es ofrendar regresar con una alegría de mesa, no importa de dónde venga tengo las huellas de los mandados de morfi entre los dedos sonrojados por el peso del exceso de equipaje que siempre se carga con la maternidad y que no detectan los scanner de los aeropuertos.
La primera vez que un grupo de estudiantes secundarias viajó formalmente en grupo fue en el 2017. Eran apenas quince alumnas del Carlos Pellegrini, con una madre (Claudia Alonso, fundadora de Dando a Luz) y una docente (Romina Misenta). Vendieron stickers para juntar fondos. Y pegaron mucho más que eso. Una de ellas era Ofelia Fernández que, dos años después, es candidata a legisladora porteña. Mientras que, en La Plata, son seiscientas les estudiantes secundarias porteñas que lograron viajar para escuchar, marchar y plantear sus propias demandas.
La revolución de las hijas también es de las madres.
Para algunas es apenas el principio. Ana María Duplat es colombiana y vive desde hace diez años en Argentina. Vino con Helena cargada, que tiene diez meses, sonríe y abre las manos en gesto de saludo, cada vez que se le hacen gracias y tiene un dinosaurio violeta en la mano. No lleva aritos, ni está vestida de rosa y eso ya confunde en el chip callejero que necesita encajar en niña/niño. “Se educa desde el ejemplo y está bueno que ella vea la diversidad”, valora Ana María. Y también reconoce: “Pero no deja de ser una carga y una responsabilidad”.
Uma baja la cabeza. Solo para mirar su Instagram. Una de las tantas cosas que me enseñó.
—Mi mamá me enseñó a luchar— es una de las frases del Encuentro, es una de las frases de las chicas que pasan después de la marcha contra los travesticidios.
—Mi mamá no me enseñó a luchar, se puso tetas— se ríen, al paso, las amigas que comparten también desde donde vienen y a dónde van, el sábado a la noche, en la Ciudad de las Diagonales. Las conversaciones se cruzan como las calles platenses.
Una de las características del Encuentro es que se habla de todo, todo el tiempo, en todos lados. En la fila de un kiosco para comprar agua se escucha una conversación sobre los efectos de la Guerra del Paraguay que le costó la vida a tantos hombres y le costó la sumisión y el sacrificio a las mujeres que criaron solas y que hoy tienen un doble desafío en el país limítrofe que pagó con vidas tener los rieles de su propio destino.
En el camino del 34° Encuentro de la historia y el primero con Uma la multitud nos une en complicidades; nos baja en baile cuando los cantitos marcan que el patriarcado se va a caer y la coreo nos hace perrear al piso; nos mira cómplices cuando ante tantas solo nos iluminan nuestros ojos; nos hace unas y distintas; nos hace un lugar propio fuera de la relación con padres, primos y hermanos y nos hace –o me hace- amarla más. Lo mejor de la maternidad como construcción no es –solo- la elección. Es que no la amo igual, la amo más que antes. Porque crecer –y crecer es también compartir el Encuentro- es que crezca el amor.
En el día nos espejamos y en la noche la oscuridad nos encuentra solas, en un reflejo sin testigos, a los que las mujeres (aún madres e hijas) huimos tanto (por tener miedo a lo que nos pase y, por sobre todo, a lo que les pase) que terminamos temiendo a nuestras propias sombras y esquivando caminar sin más testigos que nuestros propios pasos y al temerle a los miedos nos tenemos a nuestra propia soledad y a nuestro propio encuentro. Perdernos también es nuestra revancha.
—La quiero terminar de leer, pero me está llamando mi amiga— me segundea Uma, cuando intento compartirle esta nota y ella se va antes del final que no logra el “the end” de las películas.
—Es que no la quiero spoilear, justifica en términos seriales, para no explayar el desaire.
Nos reímos.
La maternidad es una traición legitimada a la reciprocidad.
Pero ahora es mucho más divertida.
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