“¡Mamá, papá, soy docente!”: creció en la Villa 31, luchó y está por recibirse con las primeras profesoras que se formaron en el barrio

Gisel Merida es una de las siete mujeres que egresará el título de docente en el Instituto Superior Dora Acosta del barrio de Retiro. Hija de jujeños, sus padres siempre trabajaron para que ella pudiera estudiar y tuviera un mejor futuro. Un tumor de células gigantes la encerró en su casa, pero nunca se rindió y el instituto llegó al barrio para darle una oportunidad

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Gisel Merida supo en 2014 que el profesorado llegaba al barrio: el Instituto Superior de Formación Docente Dora Acosta, de la organización social El Hormiguero, se instalaba en Cristo Obrero. Se anotó y hoy está a punto de recibirse con la primera camada de docentes formadas dentro de la Villa 31 (Gustavo Gavotti)
Gisel Merida supo en 2014 que el profesorado llegaba al barrio: el Instituto Superior de Formación Docente Dora Acosta, de la organización social El Hormiguero, se instalaba en Cristo Obrero. Se anotó y hoy está a punto de recibirse con la primera camada de docentes formadas dentro de la Villa 31 (Gustavo Gavotti)

“¿Un profesorado en la villa? ¡Estás loca!”, le contestó Gisel a su amiga Alejandra, aquella tarde de 2014. Incrédula, pero impulsada por unas ganas inexorables de ser docente, al día siguiente caminó hasta la sede del incipiente Instituto Superior de Formación Docente Dora Acosta, de la organización social El Hormiguero, en el barrio Cristo Obrero. Comprobó que era cierto, se anotó y empezó el profesorado para nivel primario. Cinco años más tarde, está a punto de recibirse con la primera camada de docentes formadas dentro de la Villa 31.

La cita para conocer “el profe” -así lo llaman- es a las seis de la tarde en una farmacia de la esquina de la calle doctor Ramos Mejía y Padre Carlos Mujica, al lado de la estación de tren Belgrano Norte, en Retiro. El sol está escondido, el viento es inusual y los gotones, intermitentes. Natalia Aquino, una de las coordinadoras del profesorado, llega a nuestro encuentro para que entremos juntos al mítico barrio que se formó en la década de 30.

Caminamos unos metros, pagamos cinco pesos en efectivo y nos subimos a un colectivo que no es de línea, pero parece. Recorremos algo así como quince cuadras hasta llegar a un puente peatonal. Lo cruzamos, sobre las vías del tren y entre carteles del Gobierno de la Ciudad. Una vez del otro lado, nos saluda Gisel Merida, que sonríe y se apoya en un bastón canadiense para caminar.

“Tengo 32 años. Me crié en la Villa 31. Vivo el barrio YPF”, cuenta al presentarse, mientras avanzamos cuatro cuadras hasta la sede del Profesorado Dora Acosta.

“Viví siempre en la misma casa. Ahora, arriba de la de mis viejos. Al igual que mis hermanos, nos fraccionamos el terreno y construimos. Por suerte es grande. Todas las familias hacemos lo mismo”, asegura Gisel. Y agrega que está en pareja con Eduardo, empleado y estudiante del profesorado, pero con simpatía aclara: “No me casé ni me pienso casar. Tampoco quiero tener hijos”.

El Dora Acosta es una edificación de dos pisos, con rejas en puertas y ventanas. En la planta baja hay dos aulas chicas con bancos individuales, pizarrón de tiza, carteles de cartón y un baño en mal estado. No hay pasillos, ni sala de profesores. Sólo dos aulas contiguas.

“Arriba mejor no subamos porque se cae a pedazos. La humedad hace estragos. Es todo muy precario… Como verás”, asegura Gisel y no hay manera de contradecirla.

Entonces explica que actualmente, el profesorado Dora Acosta funciona el nuevo Centro de Formación Docente Número 28 del Gobierno de la Ciudad, a tres cuadras de ahí y a dónde iremos más tarde. “Estamos pidiendo financiación para la remodelación del profe. Somos más de 70 compañeros estudiando acá y necesitamos un lugar definitivo, no provisorio”, agrega Gisel.

Educada para el compromiso

Hija de jujeños, es la cuarta de cinco hermanos y en su casa siempre que tuvieron algo, fue para compartir. Una bicicleta o un par de patines, siempre para los cinco.

Cuenta que sus padres llegaron a Buenos Aires en busca de oportunidades. Que vivieron un tiempo en provincia, pero alguien les comentó que se estaban vendiendo terrenos en la Villa 31 y aquí compraron hace 34 años.

A ellos siempre les pareció importante que yo estudiara. Mi papá cursó hasta tercer año de Agronomía pero lo detuvieron durante la dictadura. Por las secuelas, no pudo volver a la facultad. Siempre trabajó”, comenta Gisel y apunta que recién cuando estaba en el profesorado supo de su militancia.

“Ellos eran mis compañeros. Todos están muertos”, le dijo Alfredo una noche cualquiera, mientras miraban un documental sobre el Ingenio Ledesma en Canal Encuentro.

“Hasta ese momento en casa no se hablaba del tema y yo tampoco preguntaba. Supe lo que había vivido cuando entré al profesorado, empecé a militar en El Hormiguero y a querer saber más. Pero aún hoy tampoco cuenta demasiado”, asegura Gisel. Sin embargo, agrega que en uno de los tres viajes que hizo en su vida a Jujuy, para visitar a su abuela de 91 años, su padre le mostró el lugar dónde estuvo detenido. Que cayó a pesar de no tener una militancia intensa, pasó cuatro años preso y terminó trasladado a La Plata. ¿Su mamá? Antonia no vivió aquello, pero también sabe de luchas. Sólo pudo hacer el primario, trabaja desde los ocho años y se dedicó a la limpieza en oficinas.

Gisel cursó el prescolar y la primaria “en la periferia del barrio”: en la Escuela French y Beruti, de Juncal y Basavilbaso. Hasta segundo año fue a una escuela en San Telmo. Y cursó tercero, cuarto y quinto en “La Banderita”, en la entrada a la Villa 31
Gisel cursó el prescolar y la primaria “en la periferia del barrio”: en la Escuela French y Beruti, de Juncal y Basavilbaso. Hasta segundo año fue a una escuela en San Telmo. Y cursó tercero, cuarto y quinto en “La Banderita”, en la entrada a la Villa 31

Gisel cursó el prescolar y la primaria “en la periferia del barrio”: en la Escuela French y Beruti, de Juncal y Basavilbaso. Hasta segundo año fue a una escuela en San Telmo. Y cursó tercero, cuarto y quinto en “La Banderita”, en la entrada a la Villa 31.

“Recién ahí me involucré con la gente y descubrí que tiene cosas lindas. Hasta ese momento, yo sólo salía de mi casa para ir a la periferia y pensaba que todo lo bueno estaba afuera. Mis padres, por protegerme, me transmitían eso. Pero cuando empecé a estudiar en mi barrio me hice amigos y encontré un espacio de contención. Tengo los más lindos recuerdos”, revela sobre su etapa de alumna.

Cuando terminó el secundario, Gisel se anotó en el Normal 1 para hacer el terciario de maestra inicial. Además, empezó a trabajar como repositora y cajera en un supermercado de Almagro. Logró entrar a pesar de lo difícil que suele ser conseguir trabajo para aquellos que tienen domicilio en la Villa más emblemática de la Capital Federal.

“Mucha gente cambia de barrio porque las empresas no te toman. Lo comprobé. Yo no decía dónde vivía. Si lo decís, te hacen a un costado. Los prejuicios siempre están”, asegura Gisel.

“Mucha gente cambia de barrio porque las empresas no te toman. Lo comprobé. Yo no decía dónde vivía. Si lo decís, te hacen a un costado. Los prejuicios siempre están”, cuenta
“Mucha gente cambia de barrio porque las empresas no te toman. Lo comprobé. Yo no decía dónde vivía. Si lo decís, te hacen a un costado. Los prejuicios siempre están”, cuenta

Sin embargo, en segundo año del terciario y cuando “tenía por delante una carrera que le permitiría hacer lo que quisiera”, le descubrieron un tumor en la rodilla izquierda. “Tenía 20 años. Me hablaron de un quiste, pero me caí, me fracturé el fémur y me llevaron al Hospital Fernández. Ahí me hicieron una biopsia y me dijeron que se trataba de un tumor de células gigantes. Me operaron. Casi me amputan la pierna. Pasé tres meses internada. Me devastó”, relata sobre el diagnostico que siguió con un año de kinesiología.

Y sigue: “Estuve mucho tiempo sin salir de casa. Volví al Normal 1 pero no había ascensor y me costaba mucho subir las escaleras. Entonces dejé. Y no poder estudiar me puso muy mal. Todo se cerraba. Mis viejos tenían sus energías depositadas en mí. Habían trabajado toda la vida para que yo pudiera estudiar”.

Fue entonces cuando su amiga Alejandra le comentó que estaban por abrir el profesorado. Gisel caminó los 20 minutos que separan su casa del barrio Cristo Obrero -que no conocía-, hasta llegar al Dora Acosta.

“Esto que ves ahora estaba mucho peor. No había piso. Las ventanas estaban rotas y el techo era de chapa. Todo se hizo a pulmón. Tomábamos clases sentados sobre tarros de pintura. Una mesa dada vuelta con un afiche funcionaba como pizarrón”, asegura sobre el espacio que empezó a funcionar en 2014 y que al año siguiente, con mucho esfuerzo fue reconocido oficialmente como profesorado.

Junto a sus compañeros en el instituto
Junto a sus compañeros en el instituto

Gisel empezó a cursar con doce chicas de las que sólo quedaron dos. Después se fueron sumando otras. Y ahora son siete mujeres las que se reciben en esta primera camada del profesorado Dora Acosta: Alejandra, Rosa, Marta, Elba, Lina y Ruth, además de Gisel.

“Varias quedan en el camino porque tienen que atender al marido… Sigue pasando. Aunque suene loco. Todavía vivimos en una sociedad todavía muy patriarcal. Todas lo hacemos con mucho esfuerzo y de manera colectiva. No pagamos cuota. Sólo los apuntes, entre todas. Si una no tiene, la de al lado le presta. Así funcionamos”, se enorgullece Gisel y reflexiona: “El Dorita es sinónimo de oportunidad. Ahora, terminás el secundario y tenés más opciones que ser empleada doméstica u obrero”.

Cuestión de oportunidades

Esquivando charcos y pozos, Gisel nos guía por las típicas calles angostas dónde los cables atraviesan balcones y el movimiento de gente disminuye una vez que bajó el sol.

“¡Chau, seño!”, le grita un chico y Gisel no ve la hora de estar como titular al frente de un aula. “Es que me crié en el barrio. Hay empatía. Entiendo los problemas que pueden surgir. Los nenes y nenas faltan porque las calles se inundan. O porque hubo una pelea de bandas entre adultos y los chicos no pueden cruzarse en el colegio”, comenta.

Desde hace tres años Gisel trabaja cuatro veces por semana como maestra comunitaria en el programa CAI, que depende del Gobierno de la Ciudad. “Hago acompañamiento de chicos del barrio durante su proceso educativo. Soy apoyo escolar, pero además nexo entre la escuela y la familia, además del club, los Boy Scouts o la actividad que realizan”, detalla y cuenta que incluso desde el secundario, daba apoyo escolar a los vecinos.

Por estos días, Gisel está haciendo las prácticas finales de la carrera en “La Banderita”, dónde ella misma terminó el secundario. “Amo mi barrio. Acá construí mi identidad”(Gustavo Gavotti)
Por estos días, Gisel está haciendo las prácticas finales de la carrera en “La Banderita”, dónde ella misma terminó el secundario. “Amo mi barrio. Acá construí mi identidad”(Gustavo Gavotti)

Después de caminar tres cuadras y que cambie la fisonomía del barrio en el nuevo sector La Containera, un empleado de seguridad nos abre la puerta en el Centro de Formación Docente (CFD) del Gobierno de la Ciudad, dónde todo es moderno. Gisel nos presenta a sus compañeras de camada: “Cursamos de 7 de la tarde a 10 de la noche. Aquellos que trabajan en la construcción salen a trabajar a las 5 de la mañana. Las empleadas, en general a las 6. Todos volvemos a nuestras casas a la tarde. Y, de ahí venimos a cursar de noche. ¡Imaginate las que tienen hijos! Estudiar y ser docente es muy gratificante, pero también sacrificado”.

Por estos días, Gisel está haciendo las prácticas finales de la carrera en “La Banderita”, dónde ella misma terminó el secundario. “Amo mi barrio. Acá construí mi identidad”, asegura.

Y cuenta cómo seguirá su camino. “Me gustaría ser docente de primer ciclo en alguna escuela pública de la ciudad, idealmente acá adentro. Lo que más me apasiona son las prácticas del lenguaje”. Convencida de que los logros son colectivos o no son, reflexiona: “Nos estamos por recibir a pesar de todo pronóstico: somos mujeres, trabajadoras y villeras”

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