Él las llama “manías”. La primera y casi prioritaria es ir adelante: prefiere viajar en los primeros asientos. Está a centímetros de los dos metros de estatura pero no le preocupan los dolores de rodillas. La segunda es observacional: fija las salidas de emergencia, elucubra sobre potenciales vías de escape y adivina el aura de las personas. “Miro mucho a la gente, sus caras -afirmó en esta entrevista con Infobae-. Trato de imaginarme cómo actuaría cada pasajero si el avión se cayera”.
Ron Harley está jubilado: era ingeniero industrial mecánico. Trabajó para empresas grandes en Uruguay y en Argentina. Volvió a viajar en avión por obligaciones profesionales. Al principio, anestesiaba su pavor con pastillas. La anécdota precisa que en su segunda vez rechazó los privilegios de primera clase para superar el cruce aéreo por el océano Atlántico. En sus últimos años de carrera, estuvo durante seis años yendo todas las semanas a Buenos Aires: viajaba los martes y volvía los jueves. Esa repetición le curó el pánico: a él y a sus eventuales compañeros de viaje. “Una vez se me acercó una mujer. ‘Discúlpeme que lo moleste -me dijo-, pero yo sé quién es usted. Y la verdad que yo volando en este avión al lado suyo estoy muy tranquila porque sé que es muy difícil que usted se caiga dos veces’”.
Hubo una vez en la que Roy se cayó del cielo. El 13 de octubre de 1972 no llegó a jugar su partido de rugby en Santiago de Chile. El vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya que transportaba a cuarenta pasajeros y cinco tripulantes se estrelló contra un risco en la terraza de la cordillera de los Andes en Mendoza, a 3.600 metros sobre el nivel del mar.
Roy, que era wing derecho, tenía 20 años y pesaba 85 kilos de músculo, fue rescatado 72 días después con 38 kilos, un zapato menos, una pierna dormida, 63 dólares en un bolsillo y siete fotos en el rollo de la cámara de fotos de su padre. Tiempo después descubrió que había guardado esos dólares y que había sacado esas fotos por algo. Los reconoce como pequeños síntomas de su esperanza.
A Roy le gusta contar su epopeya. “A mi señora le aburre que siempre cuente lo mismo pero es una historia que me fascina. Y además es una historia que yo viví. 72 días. Era mi primer viaje en avión: nunca me había subido a un avión comercial. Era mi primer contacto con la nieve y con las montañas. Somos uruguayos. La montaña más alta tiene 512 metros: el Cerro Catedral, que lo vamos a visitar como si fuera una cosa impactante. Y yo acá me encuentro de golpe con la nieve y con las montañas. Nunca había visto nieve en mi vida, nunca había estado en una montaña. Toda esa tragedia, ese horror, ese infierno, pero a la vez veía cosas que me impactaban”.
Dijo esto mientras explicaba una foto que él mismo había sacado. “Llevé mi valija preparada con unas camisitas nuevas que me habían traído de regalo de Estados Unidos, unos calzoncillos fruit of the loom que todavía sigo usando y le había pedido a mi papá que me prestara su máquina de fotos. Era una Olympus que hoy miramos con rareza, pero que en ese momento era alta tecnología, lo último. Tenía un rollo en el que me quedaban siete fotos. La llevaba en el bolsillo del saco -no lo llevaba puesto al momento del accidente; vestía una camisa celeste, pantalón gris y mocasines Guido-. Al segundo día después del accidente la encuentro. Encuentro mi saco que lo tenía puesto un amigo. En Mendoza había cambiado algunos dólares por pesos para moverme. Lo que me sobró en el aeropuerto me compré dos turrones para quemar los últimos pesos argentinos. Cuando encuentro el saco, le pido a mi amigo que se fije si no habían dos turrones también. Los pusimos en la despensa para administrarlos en el grupo”.
"Era la máquina de papá, esa que tanto cuidaba, que tanto la quería y que yo se la había perdido en la Cordillera", contó. La conservó en un hueco del avión destruido.
Era el segundo día y creía que tenía que registrar la huella del aterrizaje. Se subió al fuselaje y disparó contra el surco que fue dejando el avión mientras se deslizaba por la nieve. Lo impresionaba también la suerte: “Si nosotros pegábamos en otro lado y caíamos por esas piedras, el avión se hubiera deshecho, hubiera explotado. Alguien guiaba ese avión y lo llevaba en esa trayectoria”.
Roy se sentó del lado del pasillo, junto al Vasco Rafael Echevarren. Después dirá que lo salvó su ubicación y que dos filas para atrás fue donde el avión se partió.
Un día antes de la foto, el impacto. “El avión venía descendiendo con los motores moderando. En un momento sentimos los motores a fondo como pidiéndole subir hasta que de pronto pega de panza contra la montaña. Se parte a la altura de las alas. Desaparece la cola y queda nada más que la punta del avión. Toda la gente que iba de las alas para atrás se muere. Quedamos los de las alas para adelante, ese gusano que se desliza para abajo. No terminaba más, sentíamos el zumbido y todos los asientos que se habían arrancado del piso, volaban y se iban para adelante. Estaba atado y veía que mi asiento se volcaba y yo me iba contra esa masa, contra la mampara de la cabina de los pilotos”, relató.
Pudo desprenderse, pero su pie quedó atorado. Lo habían aplastado la violencia y la inercia de las otras butacas. El avión se detuvo y lo que era un zumbido penetrante se convirtió en un silencio brutal, revelador: el segundo contiguo a la tragedia, el primer segundo de la supervivencia.
“Enseguida empezaron los gritos. Sentía por abajo manos que me agarraban el pie. Había quedado apretado, no podía salir. Hacía una fuerza tremenda porque pensaba que iba a explotar todo. Empecé a hacer fuerza y en un momento pensé en arrancarme el pie. Pegué un tirón, se me sale el pie pero siento también que se me sale un zapato. Ahí tuve la preocupación de haber perdido un zapato. Me acababa de reventar en la Cordillera, se había partido el avión, se habían muerto 18 personas, todo era un desastre y a mí me preocupaba el zapato. Mi mente no había viajado a la misma velocidad del accidente. Yo todavía estaba pensando en las cosas materiales, en que estaba sin zapato, sin mi zapato nuevo que había perdido”.
Cuando Roy recuerda su primer e instantáneo análisis del accidente las palabras se trastabillan, se envalentonan. Sentía pánico, desesperación, incertidumbre, ira y lloraba por la incomprensión.
“No entendíamos lo que había pasado. No sabíamos si era un sueño o era real. ¿Esto es un chiste? ¿Será cierto lo que estamos viviendo? Mirabas alrededor y era todo un desastre: gente muerta, desperdigada, personas sin una parte de la cara, gritos, el frío, el viento. En un momento empezamos a ver unas figuras negras que caminaban y se movían. “¡Acá, acá!”, le gritábamos, hasta que en un momento desaparecieron. No sabías qué hacer, cómo actuar. Yo tenía veinte años y nunca había visto una persona muerta en mi vida”.
Roy salió del cadáver del avión sin su zapato y chorreando líquido. Pensó que se había hecho pis. Después le emanará una infección, se le saldrá la piel, le brotará pus, le subirá la fiebre y entenderá que se había bañado en combustible.
“Salgo mirando sin entender nada y me encuentro con mi amigo el gordo Francois. A él se le partió el avión detrás de suyo. Su butaca quedó prendida al piso del avión. Él veía cómo todos los asientos iban volando y golpeando contra la mampara, esa masa de asientos y personas. Iba en una especie de deslizador viendo todo lo que sucedía y fumando. Cuando se detiene el avión, se saca el cinturón, da un paso hacia atrás y se queda parado en la nieve mirando todo el espectáculo. Yo salgo, le doy un abrazo al gordo y le digo: ‘Gordo, estamos vivos, nos salvamos’. Y me dijo: ‘Roy, acá la quedamos todos’”.
Murieron 29 personas y sobrevivieron 16, incluido Roberto el Gordo Francois. Los sobrevivientes tienen un grupo de Whatsapp que se llama Cordillera y luce de foto de perfil el cerro El Sosneado, que los vigiló durante su estadía en la montaña.
Todos los 22 de diciembre se encuentran a cenar en la casa de alguno. Pero, allá, en los Andes, cuando caía la tarde se metían dentro del avión para resguardarse del frío y del viento. Durante el día, los expedicionarios caminaban, los médicos cortaban carne y otros fabricaban agua ofreciéndole hielo al sol.
“A la noche rezábamos el rosario y después cada uno contaba su historia y hablaba de su familia. El que tenía ganas de contar, contaba. Pero también pensábamos mucho en comida, hablábamos de nuestras comidas favoritas. Nos íbamos apagando de a poco”.
La primera noche fue la más difícil de su vida. “Entre la adrenalina y la excitación no nos dábamos cuenta del tiempo que pasaba. Para mí fue instantáneo: caímos y se hizo la noche. Acordamos que éramos 27 vivos en ese momento. Nos metimos como pudimos, tratando de cobijarnos, de resguardarnos del viento y el frío. Yo quedé más cerca de la puerta, tirado sobre la nieve. Esa noche dormí acostado sobre la nieve y desde ese día una pierna se me duerme los días de frío porque perdí la sensibilidad. Nadie pudo dormir. Unos parados arriba de otros, de heridos, de muertos. No se veía nada. Fue una noche oscura, no había nubes. Si el infierno existiera, eso fue el infierno. Vivimos una noche en el infierno. Lo recuerdo de una manera impresionante. Revivo las sensaciones, siento el frío, siento las charlas. Dormí abrazado a Marcelo Pérez. Dormí -se corrige-, pasé la noche abrazado a Marcelo Pérez. Tenía una persona a los pies que se quejaba y que le faltaba un cacho de la cara. Y a mí me daba miedo reconfortarlo, tocarlo, decirle alguna palabra”.
Los sobrevivientes estaban convencidos de que los iban a rescatar. Afloró, entonces, un sentimiento egocentrista: “Nos creíamos el centro del universo. ¿Cómo no nos van a venir a buscar? ¡Se cayó un avión!”.
Los días pasaban y las teorías de rescate se complejizaban. Estaban predispuestos a esperar. Y se inventaban excusas: “Demoran mucho porque estamos en un lugar complicado”, “tienen que organizar algo bien hecho porque no es fácil llegar hasta acá”. Roy, que había cursado apenas un año de la carrera de ingeniería, arregló una radio Spica que increíblemente captaba transmisiones uruguayas. Diez días después del accidente, escucharon la peor y mejor noticia que podían recibir.
“El 23 de octubre nos enteramos que no nos buscaban más -recordó Roy-. Era una noticia de una radio uruguaya que decía: ‘Hoy 23 de octubre se suspende toda la búsqueda del avión uruguayo caído en la Cordillera’. Y es más, después decía: ‘Y se estima que mediados de enero, primeros días de febrero, se podrán hacer excursiones para buscar y encontrar los restos y los cuerpos del accidente’. Nos daban por muertos. El mundo, el Uruguay, nuestras familias nos daban por muertos. La noticia era que se suspendió la búsqueda y nos daban por muertos. Se acabó”.
La noticia despertó encono y rabia: “Fue un golpe durísimo, después de las muertes, del frío y de la desesperación, pero detuvo una incertidumbre. Dijo basta, se acabó, a ustedes no los buscan más, ahora depende de ustedes. De esa rabia, llanto, desesperación surgió un sentimiento de rebeldía. Nos dijimos ‘ahora somos nosotros y nosotros le vamos a mostrar al mundo quiénes somos y de lo que somos capaces de hacer’”.
Roy no sabe qué hubiese pasado con ellos de no haber escuchado esa noticia en la radio. “¿Hasta cuándo hubiésemos seguido esperando, sin actuar, sin organizarnos? Para mí la historia tuvo un montón de cosas buenas: que no nos busquen más fue una buena noticia; usar los cuerpos fue una buena decisión; el alud, que si bien mató a ocho compañeros, nos hizo unirnos más como grupo y dejar las camarillas; haber encontrado la cola renovó nuestras esperanzas”.
El 5 de noviembre llegó a la cola del avión, que días antes los exploradores habían encontrado ladera abajo. Estaban todas las valijas, las baterías del avión y muchas cajas de cigarrillos. Sus conocimientos de ingeniería, su proeza para lograr mayor ganancia con la radio y el clamor de los sobrevivientes lo obligaron a ir hasta allí. No quería: estaba débil y triste después del alud que había aplastado a ocho de sus amigos. Hacia la cola fue junto a Roberto Canessa, Antonio Tintín Vizintín y Fernando Nando Parrado. Llevó su cámara.
“Preparamos todo, sacamos la radio, la antena, el sintonizador. Pusimos todo en una valija que usamos de trineo y allá nos fuimos una mañanita temprano. Llegamos a la cola y estaban todas las valijas desperdigadas. Encuentro la mía, armadita, prolijita, como la había hecho en casa. Todas las casas tienen un olor particular. Yo metía la cabeza entre la ropa, respiraba profundo y sentía que me transportaba. Lo hacía un rato largo. Estaba ahí respirando, acordándome y pensando qué estarán haciendo en mi casa y tratando de concentrarme para mandar un mensaje y decirle a mi familia 'no lloren más, yo estoy vivo’”.
Una foto la sacó Tintín. La otra la sacó Nando. Él, en las dos imágenes, está de espalda. De capucha marrón, Roberto. No hubo milagro. El resultado, después de ocho días pelando, aislando y uniendo cables, fue irrisorio. De la batería saltaban chispas. Un motorcito eléctrico que se movía y un zumbido que se escuchaba, sin embargo, habían alimentado sus esperanzas de comunicarse con la civilización. Tuvieron suficiente tiempo para adoptar el vicio del cigarrillo, dejarlo y volver. Los serenaba.
Roy Harley gritó, se enojó, lloró, tuvo miedo, pero nunca pensó en que se iba a morir.
Sacaba fuerzas del lamento de sus padres y sus cinco hermanos. “Siempre tuve esperanzas de que salía de ahí. Me mantenía con vida volver a casa para avisarles que estaba vivo”.
El sábado 23 de diciembre lo rescataron. Pesaba 38 kilos y su cuerpo había perdido la capacidad de digestión. Hoy recuerda con gracia que estuvo 72 días sobreviviendo a la intemperie y 15 días en estado crítico en el hospital. Los médicos tenían pánico de que se les muriera un sobreviviente de la catástrofe.
El 15 de enero de 1973 volvió a su casa en Uruguay con los 63 dólares y la cámara Olympus.
La máquina de fotos que le prestó su padre es parte de la colección permanente del Museo Andes 1972 ubicado en Montevideo. A Infobae le concedió cuatro de las siete fotos que sacó. Las otras tres las tiene a resguardo en su hogar. Es parte de la intimidad de una historia que fue libro, documental y película.
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