De pronto Magdalena Ramos Mejía sintió que eso no era vida. Corría octubre de 2016 y no podía lavarse el pelo. Tampoco podía atarse los cordones, abrir una botella, girar en la cama, ni levantar sus piernas para subir al auto. Ella, que siempre había sido una mujer resolutiva e inquieta, se estaba quedando dura.
“Tenés que aceptar y abrazar la enfermedad”, le dijo su reumatólogo de entonces, cuando Male ella le planteó acompañar con cambios su propia cura.
Tenía 33 años, el diagnóstico de dos enfermedades autoinmunes -esclerodermia y polimiositis- y una certeza: “Voy a sanarme. Tarde o temprano”.
A Male -como todos la llaman- le falta un centímetro para el metro ochenta. Es imponente. En su departamento de Recoleta hay tantas galletitas como jugos naturales. Y habla a borbotones, con un entusiasmo que contagia. “Siempre me interesó saber qué hay detrás de los alimentos”, apunta la chica que se formó en un colegio bilingüe y en primer año de bioquímica en la UBA viró a Nutrición para tener contacto con los pacientes. Obtuvo la licenciatura, hizo posgrados y, además empezó Gastronomía en el IAG. Trabajaba en un call center, cuando vendía barritas de cereal que ella misma preparaba. Con esfuerzo entró a una clínica y después logró instalar su propio consultorio.
Tras siete años de novia, Male se casó a los 28 con Max Von Der Heyde, un abogado que además es coach ontológico. Cuando la madre de su marido tuvo un aneurisma y pasó diez días en coma, Male inició un nuevo camino espiritual junto a él. “Me hice preguntas sobre mi formación católica. Me quedé con mucho y tomé otro tanto de otras corrientes”, asegura sobre las respuestas que encontró en la "meditación con la llama violeta que elimina y consume todas las energías negativas”. Y así lo explica: “Transformar para ir co-creando tu propia vida”.
A los dos años de casados, llegó Sophie, que hoy tiene 5 y nació por cesárea después de un embarazo sin problemas. “Yo venía de una familia de ocho hermanos. Quería tener cuatro hijos antes de los 36. Así estaba seteada”, cuenta Male.
Doce meses después, feliz, supo que estaba esperando a Violeta, su segunda hija. Trabajando mucho y signada por el deber ser, notó que a los seis meses de embarazo tenía los pies, las manos y la cara muy hinchados. Pero podía tratarse de algo normal… Pero cuando quería imaginar a su hijita, sin buscarlo, veía a “una bebita que llegaba a ser una santa y a enseñarme mucho”.
Cinco días antes del parto, cuando quiso meditar y preparara Sophie para la llegada de su hermanita, no pudo hacerlo. Su corazón la llevaba a Violeta. Ella se dejó llevar y le mandó mucho amor.
El 18 de mayo de 2016 Male cursaba la semana 37 de embarazo cuando empezó con contracciones. Se internó a las dos de la tarde en el Sanatorio Mater Dei y cuando la partera revisó su panza no escuchó el latido de Violeta. “Este estetoscopio es viejo”, le dijo. Y ella no se preocupó. Pero la partera probó con otro estetoscopio y tampoco. La llevaron a hacer una ecografía y entonces todo duró una eternidad. “¿Me pueden decir qué está pasando?”, preguntó después de ver cómo se trasformaban las caras de los especialistas y de su marido. “Lo lamento mucho. No hay latido”, le dijo el ecografista y ella se incorporó para abrazar a Max, que ya estaba llorando. “Lo consolé entre lágrimas pero con una aceptación indescriptible”, asegura. Y cuenta que en la sala de preparto, cuando sintió culpa y dolor por la pérdida de su hija, pronto encontró la calma recurriendo a su espiritualidad.
El doctor Ernesto Beruti le practicó una cesárea y Viole nació a las diez de la noche. “Nos dieron a mi bebita y le hablamos un montón. Le pedí perdón por todo lo que había pasado y le rogué que nos acompañe siempre”, relata Male, mientras llora con paz, sin angustia. Y cuenta que su familia también pudo conocerla. Esa noche tuvo pesadillas y el día siguiente fue puro desconsuelo. Pero siempre, asistida por una red de contención muy fuerte, se dejó ayudar. Hizo una activación -meditación guiada- con Cecilia Carena, una facilitadora, y “me sentí más cerca que nunca de esa hijita que me pedía que la soltara”.
El resultado de los estudios en Viole y la placenta demostraron que no había una causa preexistente en la bebé. La ceremonia de despedida fue unos meses después, cuando sus papás llevaron sus cenizas al campo. Una semana antes de su nacimiento habían elegido llamarla Violeta, por esa llama que los ayudaba a meditar y que significa transmutación.
Protagonizar la cura
Pero al drama de perder una hija le faltaba más. Los meses pasaban y Male no se deshinchaba lo suficiente. Volvió a trabajar demasiado pronto y una noche de julio notó que tenía los dedos blancos y las palmas moradas. Era el fenómeno de Raunaud.
Se hizo más estudios, los resultados no eran claros por el postparto y un reumatólogo de los muchos que vio la acusó de “preguntar demasiado”.
Entre agosto y septiembre ya ni siquiera podía levantar los brazos y tenía las manos en garra. Dejó de trabajar y hasta sintió que podía morir.
Finalmente, después de cuatro meses sin encontrar respuestas, llegó al Hospital Italiano dónde su actual reumatólogo y una eminencia, el doctor Luis José Catoggio, la atendió y la dejó internada una semana. Le diagnosticaron dos enfermedades autoinmunes. Esclerodermia, también llamada enfermedad de la momia, que se caracteriza por “la producción de tanto colágeno que la piel se vuelve tirante; avanza hasta agarrar los órganos y puede terminar en la muerte”. Y polimiositis, una debilidad causada por la inflamación le destrozaba los músculos.
Obligada a estar siempre cerca de una terapia intensiva, Male tomaba más de 20 remedios por día, entre inmunodepresores y corticoides. Sufría los mil efectos colaterales y no sabía si volvería a tener hijos. Los médicos le hablaban de medicarse de por vida y de remisión. Hasta que aquella charla “espectacular” de octubre de 2016 con el doctor Catoggio la llevó a aceptar su enfermedad, a querer sanar de verdad, y a estudiar y leer sobre su enfermedad.
“Descubrí que hay alimentos que echan leña al fuego. Porque la mayoría de nuestras células inmunitarias están en el intestino. Entonces, dejé de comer gluten, lácteos, azúcar refinada, maíz y soja (porque son trangénicos), conservantes, ni aditivos, colorantes”, detalla y revela que en noviembre, cuando le hicieron la segunda infusión de rituximab -un anticuerpo-, estaba mucho mejor. En diciembre de ese año viajó a Estados Unidos para ver otra eminencia que le confirmó que estaban llevando muy bien su caso en la Argentina.
Durante todo el 2017 se dedicó a sanar con “la medicación, la alimentación y la espiritualidad”. No podía agacharse para hablar con su hija, ni bañarla, pero hacía todo por curarse y notaba las mejoras.
“En febrero fui a ver a un rabino a Chile y me retó. Me dijo que no fuera estúpida, que yo no había venido a este mundo a tener hijos, sino a ser feliz. Que dejara de controlar todo y de vivir exigida. Fueron tres horas, tres días seguidos. Me hizo reiki y me dio pautas para liberarme de ciertos mandatos”, relata.
En marzo del año pasado Male se sintió con fuerzas para dar un mensaje: “Quería avisarle a la gente con enfermedades autoinmunes que pueden mejorar y puede haber una cura”.
Entonces, impulsada por una hermana Instagramer, abrió su cuenta @the_food_alchimist. Contó su historia, ofreció recetas, recomendó alimentos y dietéticas. Hoy tiene más 65,7 mil seguidores.
Además, en mayo del año pasado terminó con los corticoides; en octubre, con toda la medicación; y en diciembre le dijeron que si quería, podía tener un hijo, sabiendo los riesgos.
“No es el momento. Tengo que desintoxicarme y dejar de poner el cuerpo”, contestó y se contestó, por primera vez en su vida. “Dejé de llorar al ver a mi hija jugando sola en el cuarto. Dejé de sentir esa insuficiencia. Veremos…”, asegura ahora, mientras disfruta y convida el chocolate negro con avellanas que preparó.
“Vos te estabas por morir y ahora sos un milagrito que anda por ahí”, le dijo el médico que la ayudó a salvarse, entre risas, cuando la vio la última vez, hace seis meses. “¡Ey! Yo laburé un montón”, le contestó ella, también riendo. Y por primera vez, su reumatólogo le preguntó cuándo quería volver a verlo. Ya no sería cada quince días, todos los meses, ni cada tres. Sería cuando hiciera falta. Quedaron para fin de año.
Hoy Male cría a Sophie y se reparte entre su cuenta de Instagram y el consultorio que abrió hace un año y atiende cuatro veces por semana, para desplegar su propia concepción de la nutrición. Vive atenta a no pasarse de rosca. “La cara me cambio mucho y todavía no siento alrededor de mi boca, pero estoy muy bien”, asegura. Y confía que ahora que está bien puede, finalmente, darse el espacio para hacer el duelo por Violeta.
“Antes de mi enfermedad yo comía frutas y verduras, pero también papas fritas y era muy kiosquera. Cuando mi cuerpo estuvo muy mal, lo ayudé: dejé todo lo que me lastimaba. Ahora, que estoy bien, cada tanto me tomo un vaso de gaseosa light, papas fritas, carne o algún lácteo. No soy extremista”, apunta.
Señala, además, que en su cuenta no dice “no comas esto o aquello”, sino que sugiere probar tres semanas sin gluten, sin lácteos y sin azúcar refinada (obviamente, cada persona deberá consultarle a su médico).
Y mientras habla de los beneficios de la cúrcuma, el jugo de apio, el aceite de coco y la miel orgánica, reflexiona: “Todo alimento puede ser oro para tu cuerpo. No es lo único, pero ayuda a curar. Lo comprobé, sané y quiero contarlo”.
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