El 5 de agosto de 2019 se cumplieron cinco años e Ignacio Montoya Carlotto, nieto de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, el nieto recuperado 114 más famoso de Argentina, decidió no dar entrevistas ni hacer festejos particulares. Usó sus redes sociales para apoyar la lucha de los organismos de derechos humanos “por los nietos que aún faltan recuperar” pero lejos quedaron aquellos momentos donde se mostraba en público.
Jamás dejó de vivir en su pueblo de Olavarría, sin embargo hace tiempo que no sale de gira por el exterior ni visita personajes legendarios de la política ni de la cultura.
“Nunca me gustó que la militancia se meta en el arte”, suele repetir, como algo que, más allá de sus primeros momentos junto a su abuela Estela y de continuas presencias en lugares emblemáticos de la memoria y del kirchnerismo, sostuvo como un manifiesto íntimo aún en los tiempos de mayor exposición.
Hasta los 36 había sido Ignacio Hurban, hijo único de Juana Rodríguez y Clemente Hurban. Era un pianista y docente del interior, reconocido por un círculo chico formado por otros músicos de folklore y jazz. Pero entonces descubrió que era hijo de Laura Carlotto y Walmir Puño Montoya, dos militantes políticos del peronismo secuestrados en 1977 y asesinados, en distintas secuencias, por la dictadura cívico militar. Ignacio se convirtió en el nieto 114 en ser encontrado.
Cinco años pasaron y ahora Ignacio está ocupado en su profesión: viaja por el país presentando su último disco Todos los nombres, todos los cielos. Lo grabó con su trío, en un tiempo donde, dice, se la pasó haciendo música: tocando, arreglando, componiendo. “Al principio pensé que no influiría para nada en mi oficio de músico. Pero después me di cuenta que cambió absolutamente la relación que establezco con la música que toco”, confiesa, y las canciones tienen un tinte introspectivo con temas como Milonga en silencio, Algún día en otra parte y La mujer que tenía todos los nombres del mundo, un disco que, según contó, se lo dedicó a sus padres biológicos.
Pero la vida del nieto de Estela de Carlotto no es tan sólo un compendio de emociones lindas y positivas. Más bien, lo contrario: su historia es una compleja trama de tensiones, crisis y experiencias que trascienden la enorme alegría social que significó la noticia de su aparición pública.
El pianista contó que ha pasado un año difícil. Su cuerpo está continuamente enfermo. Que todo empezó con puntadas en el estómago. Reflujos, acidez, diarrea. Después gripe, anginas, gastroenteritis. Varias veces amaneció con un hilo de voz, casi sin poder hablar. Tuvo cefaleas y hasta infección en la uña de una mano. Contracturas en el cuello, en la espalda. Días tirado en la cama, inmóvil.
Pero también vivió instantes de asombro. Una de las sorpresas más gratas la tuvo cuando hace poco recibió un audio de WhatsApp de un número desconocido. “Ignacio, demasiadas cosas te hicimos los argentinos como para no darte un premio mínimo, mínimo…. ¡que es estar al lado mío!”, decía la voz. Pensó que se trataba de una broma. Incrédulo, volvió a escuchar. La voz era, en efecto, de Diego Maradona.
“De todos los que me contactaron en estos años era al que más secretamente esperaba”, dice Ignacio Montoya Carlotto desde su casa de Loma Negra, un pueblo de 3.500 personas a 400 kilómetros de Buenos Aires.
-Me invitó a visitarlo. Así, de la nada. Fue loquísimo, nunca antes habíamos hablado. Una sorpresa total. ¡Es el 10! Ya está. Creo que con esto me retiro, ja.
Pocos días antes del mensaje de Maradona, y por segunda vez en una semana, Ignacio Montoya Carlotto había tenido una pesadilla.
-Se hicieron familiares. Y es algo que me inquieta. Antes no pasaba de un resfrío y ahora el cuerpo lo siento como un obstáculo - dice.
-¿Qué soñás? ¿Cuáles son esas sensaciones?
-De miedo.
En junio de 2014 tuvo su primera sesión psicoanalítica. Al poco tiempo, y de forma paralela, empezó una terapia alternativa con Valentín Reiners, guitarrista con el cual forma un dúo.
-Valentín es uno de mis mejores amigos y me hace sanación pránica. Es una terapia oriental. Ojo, hay que estar preparado porque después te mata. Quedás desencajado. Pienso que en los últimos años viví como dos vidas. No sé… como que antes era más feliz.
En su casa de Loma Negra presenta con voz rasposa a su gata Dominga, a su perra Chicha, y sube una escalera de metal hasta su estudio de música, que bautizó “la puerta al otro lado del mundo”. Tiene los ojos grandes, el pelo rizado y entrecano.
-Perdoná la voz, estoy hecho mierda. Si sigo enfermándome, van a tener una excelente nota -se ríe Montoya Carlotto, de mediana estatura, y señala el cielo negro, cargado de nubes-. Te digo el título: “La última vez que habló el nieto de Estela de Carlotto”.
Cuando secuestraron a su hija, la vida de Estela cambió para siempre: dejó su cargo de directora de escuela y fue a entrevistarse con diversos militares, hasta que un 25 de agosto de 1978 la llamaron desde una dependencia policial: el cadáver de Laura estaba en Isidro Casanova, en el conurbano bonaerense. “¿Dónde está el bebé?”, preguntó Estela al comisario, que sólo respondió que Laura había sido abatida en un enfrentamiento. Dos días después, y sin ningún documento que acreditara su identidad, la enterraron en el cementerio de La Plata.
Por el contacto con sobrevivientes de “La Cacha”, y el testimonio de un exconscripto, supieron que el hijo de Laura había nacido en cautiverio, que ella lo había llamado Guido y que se lo habían quitado cinco horas después de nacido. Dos meses más tarde, los militares la fusilaron a la vera de una ruta. Pero fue recién en 1984, cuando los restos de Laura fueron exhumados e identificados por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que la certeza de ese nacimiento tuvo respaldo científico. “Por la pelvis supimos que Laura tuvo un bebé”, confirmó Estela de Carlotto en 1999 durante una entrevista.
En 1987, ya con Estela como presidenta de la institución, Abuelas creó el Banco Nacional de Datos Genéticos, un organismo clave junto a la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (CONADI) para la identificación de los nietos apropiados ilegalmente durante la dictadura militar. Hasta el momento se encontraron 130. Pero, aunque cada nieto es importante, la noticia de la aparición del nieto número 114 dio la vuelta al mundo.
Ahora pasaron cinco años y su nieto está con fiebre, de pie en la planta alta de su casa, y habla de quien es su pareja desde hace nueve años, Celeste Madueña.
-Me encerré mucho en este último tiempo. Ella sabe que algo me pasa y no se anima a subir al estudio.
El 2 de junio de 2019, Ignacio cumplió 41 años. Sus amigos lo llaman Pacho. Pero para los que no lo conocen no es Ignacio ni Pacho. Es Guido.
Alguien que se había criado en la vida bucólica, acostumbrado a una rutina silenciosa y solitaria, de caminatas en calles de tierra, siestas y asados con amigos. Alguien que había sido educado por dos puesteros rurales católicos en Colonia San Miguel, una comunidad de inmigrantes alemanes a 24 kilómetros de Olavarría. Ya de chico lo llevaban a bailes que se hacían en clubes de campo, con bandas de música en vivo, y poco tiempo después lo empezaron a mandar a clases de piano. Aquellos bailes eran una de las pocas salidas que hacían en familia.
Juana y Clemente cuidaban a tiempo completo la estancia “Los Aguilares”, propiedad de Carlos Francisco Pancho Aguilar, un terrateniente de la zona que criaba ganado y caballos, presidente de la Sociedad Rural de Olavarría que, en 2007, llegó a ser candidato a segundo concejal en la lista de Unión-PRO, alineado al presidente Mauricio Macri.
Pero durante la adolescencia, Ignacio empezó a sospechar de su origen. No había ningún parecido físico entre él y sus padres. No había fotos de su nacimiento. Pero se llevaba bien con ellos y las sospechas no pasaron de eso.
Muchos años más tarde, en 2010, durante un encuentro de “Música y Memoria” en Buenos Aires, escuchó la historia de Francisco Madariaga Quintela, el nieto 101 de los 130 recuperados hasta entonces por Abuelas de Plaza de Mayo.
Esa noche tuvo un pensamiento fugaz y lo compartió con Celeste, su pareja, antes de acostarse: “Che, ¿y si mis viejos no son mis viejos?”. Sin embargo, nada pasó hasta cuatro años más tarde, el 2 de junio de 2014, su cumpleaños número 36. Ese día la militante sindical de Olavarría, Celia Lizaso, le contó algo a Celeste, de quien era amiga. Su padre había trabajado en el campo de Pancho Aguilar y había escuchado decir, allí, que Ignacio era adoptado. “Sé que hoy es su cumpleaños y quizás no sea el mejor momento. Perdón, pero no me lo pude aguantar más”, le dijo.
Era lunes. Cuando Celeste volvió a su casa después del trabajo, Ignacio abrió la puerta esperando un saludo. Ella estaba seria y lo trató algo distante. Eso no era común y menos en su cumpleaños. Celeste se sentó y empezó a llorar.
-Celia Lizaso me contó que Juana y Clemente no son tus viejos. Sos adoptado, Ignacio.
Celeste lo abrazó sin esperar respuesta. A medianoche, Ignacio salió a caminar solo. Recordó que meses atrás había renovado la licencia de conducir y le habían hecho una extracción de sangre. Él se había fijado por primera vez en el factor: cero positivo. Alguien le había dicho que la única forma de tener ese grupo sanguíneo era que al menos uno de sus padres también lo tuviera. Pero él sabía que Juana y Clemente no eran cero positivo. Prolongó la caminata y antes de volver a su casa, lloró, en privado y largamente.
Al día siguiente le dijo a Celeste: “Nací en 1978. ¿No seré hijo de desaparecidos?”. Entonces buscó el mail de Abuelas de Plaza de Mayo, escribió y le respondieron enseguida. Después de una serie de intercambios, viajó a la sede en Buenos Aires.
-Si voy a fondo con mi identidad, ¿les va a pasar algo a mis viejos Juana y Clemente? - preguntó, cuando lo atendieron.
-Si ellos no tuvieron ningún vínculo con la dictadura, seguramente no les pase nada - le respondieron los asesores de Abuelas.
Ignacio accedió, entonces, a hacerse una prueba de adn. Hizo consultas a referentes de derechos humanos de Olavarría. Fueron días agotadores.
Lo paralizaba la idea de hablar con Juana y Clemente. Pero finalmente los invitó a su casa, un domingo. Preparó un mate y, sin dilaciones, les contó que sabía que era adoptado. Juana y Clemente se miraron en silencio. Y minutos después habló Juana. Dijo que Pancho Aguilar, su patrón, sabía que ellos no podían tener hijos. Un día se apareció en la estancia y les dijo que había un bebé en La Plata, que era de una familia que no lo quería, que él se iba a encargar de los papeles. Que era todo legal. Entonces se subieron al auto de Aguilar y fueron hasta La Plata. Ellos-le dijeron a Ignacio- habían recibido al bebé de manos de Aguilar en un sitio que no recordaban. Jamás habían visto a la familia del bebé ni a ninguna otra persona. “Por la salud del niño es preferible que nunca le digan nada”, les dijo el patrón.
-Te quisimos contar miles de veces, hijo, pero tuvimos miedo de tu reacción. Lo único que quiero que sepas es que te amamos. Nunca hicimos nada malo - terminó Juana.
-Te amamos, hijo - acompañó Clemente.
-Yo también los amo con locura, viejos. Pero quiero decirles que voy a averiguar todo - respondió Ignacio.
-Sí, hijo, nosotros te vamos a apoyar - dijo Juana.
Días después, Ignacio fue al Registro Civil. Le dieron una copia de su partida de nacimiento. La dirección que figuraba no era la de un hospital ni la de una clínica: era la dirección de la casa de Pancho Aguilar -que murió en 2014-, justo frente al Conservatorio de Música donde Ignacio daba clases de piano.
Tras la prueba de adn, se confirmó que Ignacio Montoya Carlotto es hijo de Laura Carlotto y Walmir Puño Montoya, dos militantes políticos del peronismo que fueron secuestrados en 1977 y asesinados, en distintas secuencias, por la dictadura militar. El cuerpo de Montoya había sido enterrado como NN en el Gran Buenos Aires y recién en 2009 sus restos fueron identificados por el EAAF. Laura tenía 23 años y Puño, que había nacido en el sur argentino y era baterista y piloto civil, 25. Se habían conocido en La Plata. Se cree que Ignacio nació en cautiverio en un hospital militar, aunque no hay precisiones. Lo que está claro es que nació el 2 de junio de 1978.
La causa judicial que actualmente investiga la apropiación ilícita de Ignacio Montoya Carlotto involucra a Clemente Hurban y Juana Rodríguez -quienes lo inscribieron como hijo biológico el mismo día de su nacimiento y le pusieron el apellido Hurban- y al médico policial Julio Sacher, acusado de manipular el acta. La única querellante es su abuela materna, Estela Barnes de Carlotto. Juana y Clemente están acusados de “falsedad ideológica” y “alteración del estado civil de un menor” y podrían ir a prisión por delitos de lesa humanidad. El procesamiento está firme y se espera el juicio oral.
Otra de las cosas que Ignacio reconoce que cambió fueron ciertas costumbres. Dice que conduce su auto más lentamente, se alimenta mejor, pasa tiempo en el placard eligiendo la ropa, aprendió a nadar y dedica tardes a juntadas con amigos sin mirar el reloj. Dice que antes solía ser charlatán. Ahora no.
-Y no es que me mande la parte de que escucho mejor a las personas, eh. Empecé a estar más callado. Me siento otra persona. Y no lo digo con orgullo. Lo digo con asombro.
Las familias crean los paladares de sus miembros. Eso piensa Ignacio cuando habla de las comidas de Juana, la “mamá”, como suele nombrarla.
-Me encantan sus estofados y hay una torta de chocolate con vinagre que es una bom-ba —dice, acentuando las sílabas.
En el campo, Juana sacaba los productos frescos de la huerta. Ignacio dice que hasta hoy suele organizar encuentros con amigos sólo para probar su comida. La pasta frola. Los alfajores de maicena. Los escabeches. El lemon pie. Los sorrentinos.
La primera vez que fue a comer con los Carlotto dice que sintió un choque de sabores. Lo habló luego con sus primos. Para Ignacio, los Carlotto cocinan fuerte. Un par de veces se descompuso. “Estoy habituado a la comida casera, soy quisquilloso para cocinar y elegir los productos”, dice. Viajar por el mundo en los últimos años le hizo conocer otros platos. Se pone contento cuando recuerda la pizza de pepperoni en Nueva York, el cacio e pepe de un restaurante de Roma y el escalope de las Islas Galápagos. A sus nuevos tíos les debe el gusto por el whisky y por los vinos de alta gama.
Pero la comida más rica que existe, según Ignacio, es la de Juana.
-Mis viejos me ocultaron que fui adoptado pero les creo que no sabían nada más, siempre fueron sumisos con el patrón para el que trabajaron 50 años.
En el centro del estudio de Ignacio hay un piano Yamaha de cola -modelo C7, importado de Japón, año 2015-. Sobre la mesa, un equipo de mate, la novela Rey de Azares, de Silvana Melo -con dedicatoria de Celeste del primer aniversario de novios: “Un año juntos. Te amo”-, y una computadora prendida.
Tiene la agenda tomada por recitales que llevará adelante con sus distintas formaciones como músico: Ignacio Montoya Carlotto Septeto, Ignacio Montoya Carlotto Trío, el grupo de blues Forasteros, un dúo de tango y otro dúo de música argentina con el guitarrista Valentín Reiners.
Ceba mate amargo. Por los amplios ventanales de su estudio se distingue un monte de árboles frondosos. Su casa es la última de la calle Perón, de tierra, y la única con planta alta. De a ratos se escuchan los ladridos de Chicha y algunas ráfagas de viento.
Abajo están Celeste, de 42 años, y Lola, la hija de ambos que acaba de cumplir dos.
-Celeste empezó a joderme que me parecía a Estela de Carlotto y yo decía en broma que ojalá me tocara esa suerte, ja.
El martes 5 de agosto de 2014, por la mañana, había comprado unos bizcochos y estudiaba ejercicios de piano cuando sonó el teléfono de su casa. Era un número de Buenos Aires que no conocía. Del otro lado, la voz de una mujer.
-La mujer se presentó como Claudia Carlotto, presidenta de la CONADI. Me dijo que la prueba había dado positiva y que era el nieto de Estela de Carlotto. Y dijo que era mi tía. Recuerdo que le respondí: “Bueno, gracias por la información”. Lo primero que hice fue llamarla a Celeste y gritó como loca. Después a mi amigo Valentín Reiners y se quedó shockeado. Me quedé en silencio en mi estudio y después me metí en internet. Para entonces el país ya me llamaba Guido, el nieto de Estela. El nieto recuperado 114. Ah… y esos bizcochos no los compré nunca más. Eran mis favoritos.
Tres días después, las pantallas de la televisión repetían la imagen de un grupo de personas eufóricas que orbitaban alrededor de la figura de Estela de Carlotto en la sala principal de Abuelas de Plaza de Mayo. A su lado estaba sentado un joven de rulos blancos que agarraba tímidamente un micrófono. Fue la conferencia de prensa más exitosa en la historia de las Abuelas, un pico de rating: había aparecido, después de 36 años de búsqueda, el nieto de Estela de Carlotto, una de las referentes de los organismos de derechos humanos más cercanas al entonces gobierno de Cristina Fernández de Kirchner.
-Buenas tardes a todos. Yo soy Ignacio… o Guido, porque ella, la abuela, está muy firme con esa decisión - decía el hombre de rulos blancos.
Y hacia el final, en tono grandilocuente:
-Sé que con esta nueva vida entraré en los libros de historia.
Pasaron cinco años de eso y ahora Ignacio Montoya Carlotto está en la cocina de su casa preparando una salsa para los fideos. Cuando repasa esa conferencia y otras palabras de entrevistas que dio dice que, muchas veces, se siente avergonzado.
-No había tiempo de pensar, repetía frases hechas. Había una urgencia tremenda y muchos me exhibieron como un trofeo político. El precio de saber la verdad es muy costoso. Y quizás no me cuidaron demasiado. Pero, bueno, me dejé llevar por ese momento. Cuando me vuelvo a leer o a escuchar es como si hubiera alguien dictándome un guion.
-Ese día de la conferencia hubo gente que lloró y se abrazó en la calle…
-Sí, me alegró mucho ver la emoción de las personas. A mí todo eso me pasó por encima. Lo viví como una película donde era el protagonista pero a la vez estaba ausente, en otra parte. De pronto descubrí a dos familias desconocidas, me recibió la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, viajé a visitar al papa Francisco. Me ofrecieron cargos políticos. Yo me reconozco en el pensamiento de izquierda, pero no me gusta que la militancia se meta con el arte.
-¿Y ahora?
-¡Y ahora acá me ves cocinando! Y en el medio hubo un cambio de gobierno, hubo dos mundiales de fútbol, fui papá. Y terminé la casa con mis propias manos. ¿Sabés que soy maestro mayor de obras? Es mi único título, porque nunca me recibí en el conservatorio de música.
La primera vez que vio una pianola fue en la estancia donde se crió. Su primer piano se lo compró a los 21 años. “Me costó un ojo de la cara. Mis viejos me apoyaban con la música y trabajaban doble turno, pero tuve que hacer mis propios ahorros. Una señora de una casa de música me dijo que, con la plata que yo tenía, me podía comprar una parrilla, pero no un piano. Volví hace poco, me atendió la misma mujer y le fui usando todos los pianos. Le decía ‘éste es una porquería, es un robo lo caro que está’ y así hasta que me fui”.
A pocos metros de ese piano hay un cuadro que le dedicó el ilustrador Liniers. Recibió otros cientos de regalos, como un rosario que usaron los sobrevivientes de la tragedia de Los Andes de 1972, e incluso hay cajas que aún no abre. En una mesa, detrás de una fila de botellas de whisky, hay un juego de mates que le regaló una artesana.
-Nunca los usé. Dicen que la misma colección sólo la tienen la expresidenta Cristina y el Papa. Pero estoy cómodo con mi mate.
Cuando se hizo conocido, Rodolfo D’Onofrio, el presidente de River, el club del cual Ignacio es fanático, lo invitó a la cancha. Él nunca había ido y fue con sus mejores amigos. Le preguntaron qué nombre quería que le estamparan a la camiseta. “Ignacio”, respondió. Poco después se hizo el nuevo documento de identidad, donde mantuvo su nombre de siempre.
-Al principio acepté que me llamaran Guido porque creí que iba a sumar —dice y se echa hacia atrás en un sillón—. Pero estaba haciéndoles un favor a los demás, quería quedar bien con todos. Fue un error. Y me di cuenta de que la carga simbólica del nombre Guido tapaba a Ignacio. ¿Sabés qué? Muy poco después del llamado de mi tía Claudia Carlotto y de todo lo que me pasó, abrí un documento de Word en mi tablet y escribí Ignacio Montoya Carlotto. Y jamás lo borré.
En 2015 se publicó el libro El nieto. La trágica y luminosa historia de Ignacio “Guido” Montoya Carlotto, de Roberto Caballero y María Seoane. Cuando lo tuvo en sus manos, Ignacio se enfureció y pensó en llamar a la editorial Sudamericana.
-No lo podía creer. Sentí un retroceso enorme, porque durante meses trabajé mucho en posicionarme como Ignacio y acá aparecía el nombre Guido entre comillas. Se publicó con apuro- dice y ahora lo hojea, en la biblioteca de su estudio.
En el libro tachó con lápiz el nombre Guido, todas las veces en las que aparece.
-Es increíble que la gente me siga llamando Guido. Yo no siento que haya recuperado mi identidad. En tal caso, se me completó el cuadro identitario. Antes de aparecer como el nieto de Estela tenía una vida de 36 años. Eso no había sido una mentira. Supongo que cada nieto tiene su propia historia, hay quienes vivieron en un círculo de horror. Creo que el nombre es una construcción, mientras que el apellido es una herencia. Y yo me cambié el apellido, pero la gente sigue viendo lo que quiere ver.
Hace un largo silencio.
-Que mis viejos Juana y Clemente puedan terminar en la cárcel por mi historia… es algo que no podría soportar. Todo un buffete de abogados sigue la causa judicial, a mí me estresa. Ellos viven cerquita de casa, tienen una hermosa relación con nosotros y con mi hija.
En julio de 2018 circuló en portales periodísticos que había dicho que le “pagaron por participar en el fraude para ser nieto de Estela”.
-Es un desgaste de energía, me veo obligado a desmentir. Y otra cosa que jode es recibir amenazas. Tanto por izquierda como por derecha. Hay mucho comisario ideológico que escupe odio porque no me puse el nombre Guido, como si hubiera sido una ofensa a los principios de los setenta por rechazar a mis padres militantes. Y, en la otra vereda, están los fascistas. Hace unos días una señora escribió en Twitter: “Este vago tendría que estar muerto. Qué flojos estuvieron mis queridos militares”. Puff.
“Hace cuatro años atrás, dentro de unas horas recibiría un llamado. […] Del colgar esa llamada en adelante se desató una suerte de alegría colectiva, como no tengo registros antes. Habían encontrado una más, de las cerca de 300 personas, quizás de las más buscadas del país, buscadas a lo largo de la nación, y a lo ancho del mundo entero. Esa alegría, que vi en los demás, que entendí durante meses en los ojos de los otros, no se vivió, ni se vive igual en la primera persona mía. […] Una puerta se abrió ese día a una tempestad trágica; de politización, noticias, periodismos varios, amenazas, expectativas y simbolismos; que quizás poco tienen que ver con la cosa, una especie de convidado de piedra a esa alegría de todos. Ese vendaval mudó en tierra arrasada muchas de las cosas mías; la calma, lo hecho hasta ahí, lo merecido, lo anterior a ese llamado, hasta mi nombre se fue al olvido en las vidrieras de las noticias. Por eso, siento este día con la serena calma de lo justo. Vamos a encontrar los que faltan. PAZ”.
El 5 de agosto de 2018, a cuatro años de conocer su identidad, Ignacio Montoya Carlotto publicó ese texto en su muro de Facebook. Dos días antes, las Abuelas de Plaza de Mayo habían anunciado la identidad del nieto restituido número 128, Marcos Eduardo Ramos.
-Sólo interpretaron bien mis palabras los que me conocen -dice Ignacio, ya que tras la publicación, recibió comentarios de referentes de organismos de derechos humanos del tipo “no podemos creer que estés triste por lo que te pasó-. En general hay una floja comprensión del texto. Cuando estás tan anclado en tu ideología, es difícil pensar que lo que leés te transforme. Esto me hace dar cuenta de que, para ser más claro, hay que ser brutal.
Ignacio tose cada cinco minutos. Se sienta al piano en su estudio de música y toca una improvisación melancólica inspirada en Bill Evans, uno de sus ídolos del jazz.
-Esto es lo que hago cuando no soy nieto -ríe Ignacio, con la mirada pícara-. Me levanto, tomo un café y subo al estudio. Ocho y cuarto miro al tipo que tiene un taller enfrente y empieza a laburar a esa hora. Hay gente que cree que me hice músico gracias a Estela de Carlotto. Cobré la indemnización por tener padres biológicos asesinados por la dictadura y por sustitución de identidad, algo que corresponde por ley. Y la mitad de ese dinero la destiné para pagar deudas.
Pasea la mirada por la biblioteca, donde hay fotos de él en conciertos y con su abuela, Estela de Carlotto. En una de ellas, los dos están de pie en la sede de Abuelas de Plaza de Mayo y se miran con ternura, a centímetros de distancia. La fotógrafa Anabela Gilardone tomó la única foto que existe de Ignacio Montoya Carlotto abrazado a sus dos abuelas, Estela de Carlotto y Hortensia Tenchi Ardura de Montoya, la madre de su padre Walmir Puño Montoya. Tenchi murió en 2016, a sus 94 años.
-Es curioso que hable poco de Tenchi, pero es una de las personas más agradables que conocí -dice Ignacio, ahora con los brazos en jarra-. Los Montoya son menos conocidos en esta historia y curiosamente es ahí donde estoy cómodo. Hace poco fui de vacaciones a un campo de ellos en el sur y sentí como si volviera a mi infancia. Tenchi, por ejemplo, llamó a Juana y Clemente para agradecerles cómo me habían cuidado.
En una repisa, al fondo del estudio, hay dos cuadros pequeños con cuatro fotos de Laura Carlotto, de pie, sonriente, y una sola de Walmir Montoya tocando la batería. No había ninguna de Juana y de Clemente hasta que, en noviembre de 2018, decidió imprimir una.
-Es de un día que salimos a comer. Son muy tímidos, pero hice “clic” y justo se abrazaron.
La biblioteca ocupa casi todas las paredes del estudio. Se detiene en un cuadro con la foto del pianista Horacio Salgán -“el maestro, el único”-. Resaltan los libros de Borges, Cortázar, Roberto Fontanarrosa, de Agatha Christie -“los leía mi vieja, pero ahora no ve un carajo”- y cómics. Pero los libros que cuida celosamente forman parte de la colección amarilla y de tapa dura de “Robin Hood”.
-Me los traje del campo donde me crié, y siguen acá -dice mientras abre las páginas de La isla del tesoro, de Robert Stevenson-. Eran de la biblioteca del patrón, y estaban abandonados. Me la pasaba leyéndolos de chico y me transportaba a la selva.
Dice que se alegró cuando su abuela Estela lo llamó después que River le ganara a Boca, en la final de la Copa Libertadores. Ese día fue uno de los más felices de su vida. Como cuando organizaba de joven unas fiestas en su pueblo que llamó “La Pacho Fest”, donde vendía un fernet casero hecho por él.
-No soy el pibe de campo inocente que era hace cinco años atrás. Pero tengo que recuperar algo de mi esencia. Una vez estaba reunido con la familia Carlotto por las fiestas de fin de año y estaba muy cómodo, pasándola bárbaro. Y en un momento me dije “¿Qué carajo hago acá?”. Hay una enorme distancia en cómo me crié, en cómo pienso mi vida respecto de ellos. Y no es que haya un problema, ni nada por el estilo. ¿Se entiende?
Abre las cortinas de los ventanales de su estudio. Está anocheciendo. Desde allí se ve el cerro Luciano Fortabat. Dice que esa vista no la piensa cambiar por nada en el mundo.
-Todo esto fue como si yo hubiera venido por la ruta, hubiera chocado contra un camión y sobreviví. Y la gente, en vez de preguntarme cómo me siento, me sigue mirando y se pone contenta. Pero por ellos, no por mí. ¿Y qué les voy a decir?
La versión completa de este perfil está en Revista Gatopardo: https://gatopardo.com/reportajes/ignacio-montoya-carlotto-nieto-encontrado-abuelas-de-plaza-de-mayo-argentina/