-En realidad me llamo Muniz Boleta – solía decir a sus amigos Diego Muniz Barreto, con gélido humor negro, después del golpe del 24 de marzo de 1976.
Por entonces tenía 42 años, vivía al filo de la navaja y sabía –incluso por contactos forjados en otros tiempos y que todavía conservaba con algunos militares – que lo tenían en la mira.
Había sido uno de los 8 diputados nacionales peronistas que renunciaron a principios de 1974 porque no estaban dispuestos a votar una reforma del Código Penal impulsada por el presidente Juan Domingo Perón. El proyecto de ley –que ganó por amplia mayoría- incluía dos artículos relacionados con la figura de “asociación ilícita” que, consideraban, estaban destinado a perseguir a las organizaciones gremiales, políticas y, por supuesto, a las organizaciones revolucionarias de la izquierda y el peronismo.
Este hombre que abandonaba la banca de diputado había hecho un cambio copernicano en su vida. Concretamente, cuando Juan Carlos Onganía protagonizó el golpe de Estado de junio de 1966, Muniz Barreto vitoreó el fragote al punto tal que formó parte de la Secretaría de la Presidencia como abogado. Sin embargo, años después, ya desplazado Onganía del poder, se alineó con otros abogados que defendían presos políticos y guerrilleros.
Muchos militares, con quienes había compartido ideales y prácticas, lo tomaron por un traidor. Al punto tal que en 1972 viajó al penal de Rawson y lo dejaron preso un tiempo a disposición del Poder Ejecutivo. De inmediato se sumó a la campaña por la vuelta de Perón y se integró a “la tendencia”, como se conocía al entorno de las organizaciones armadas peronistas.
Se hizo íntimo amigo de Rodolfo Ortega Peña, quizá la figura más destacada de esos abogados, que fue una de las primeras víctimas de la Triple A. Apenas un mes después del fallecimiento de Perón fue ametrallado en pleno centro porteño, Arenales y Carlos Pellegrini, cuando salía de su estudio. De inmediato surgieron evidencias de que el entonces jefe de la Policía Federal, Alberto Villar, había sido parte de ese brutal crimen.
Muniz Barreto tenía historia de ser un hombre de acción y, cuando se lo cruzó a Villar, le dijo en plena cara:
-¡La próxima boleta vas a ser vos!
Para entonces, su relación con los Montoneros era de público conocimiento y los militares sospechaban o sabían que también había establecido vínculos con el ERP. Pero, no dejó de moverse en la legalidad.
Sin embargo, tras el golpe de Estado de marzo de 1976, decidió ir a renovar su pasaporte –que estaba vencido- y se lo negaron. Desde entonces, se movía en una extraña semi-clandestinidad, sin perder contacto con la familia. Su hija Juana recuerda que, cuando los visitaba o se encontraban con él, aparecía disfrazado. Se había dejado crecer el pelo y lucía una barba teñida con un extraño color naranja. Usaba un sombrero de paja y pulseras de mostacillas. “Parecía un hippie”, contaría años después uno de sus familiares durante el juicio contra los responsables de su secuestro y su muerte.
La dictadura le había negado el pasaporte porque no lo quería fuera del país. Los militares lo querían muerto no sólo por montonero sino porque lo consideraban un “traidor” a su clase.
Hacia principios de 1977, Muniz Barreto sabía que sus días estaban contados. Apenas contaba con su ácido humor negro para enfrentar lo que se avecinaba. Aunque, claro está, nunca imaginó los perversos planes que tenían para él: que su muerte pareciera un accidente.
Una familia de clase alta
Diego Muniz Barreto Bunge nació en Mar del Plata el 28 de enero de 1934. Por el lado paterno, descendía de los Alvez Branco Munis Barreto, una de las familias portuguesas fundadoras de la ciudad de Bahía, en Brasil, donde había amasado una fortuna. La rama materna, los Bunge, no le iba a la saga: terratenientes de la provincia de Buenos Aires que, gracias a la Campaña del Desierto, tenían campos en General Villegas y habían sido, junto con los Shaw, fundadores de Pinamar.
El padre de Diego, Sacarías Antonio Muniz Barreto, era coleccionista de arte. Su madre, Jacoba Delia Bunge, huérfana desde muy chica, se había educado en un internado inglés. Diego era el tercero de cinco hermanos, que crecieron en la casona familiar de casi una manzana en las elegantes Barrancas de Belgrano. Contaban con un servicio de nueve mucamos, y las veladas familiares eran selectas: empresarios, políticos, militares y lo más granado de la alta sociedad porteña.
Fue en ese entorno que, el adolescente Diego, forjó sus primeras ideas políticas, a tono con los aires que respiraba en el hogar: en la familia detestaban a Perón no bien cobró visibilidad y mucho más cuando se impuso en las elecciones de febrero de 1946.
La “Conspiración Bebé”
Las posiciones políticas de Muniz Barreto no tardarían en derivar en acciones. En 1954, con un grupo de estudiantes universitarios, participó en la organización de un atentado frustrado contra Perón.
La acción se realizaría el 17 de octubre pero fracasó casi antes de nacer por culpa del propio Diego, que se emborrachó una noche y habló de más.
Sus compañeros fueron capturados, aunque tres meses después recuperaron la libertad merced a una amnistía votada por el Congreso, cuando ya el segundo gobierno de Perón estaba débil. Diego, en cambio, pudo escapar de su casa cuando la policía fue a buscarlo y se exilió en Uruguay primero y después en Brasil.
Aunque el atentado contra Perón había muerto prácticamente antes de nacer, la prensa de la época le dedicó grandes titulares, bautizándola como la “Conspiración Bebé”, debido a la corta edad quienes la habían planeado.
El exilio de Diego duró poco. Meses después volvería al país en un viaje insólito. Tenía la idea fija: quería realizar un nuevo atentado.
Un bote cargado de explosivos
Volvió a Buenos Aires en los primeros meses de 1955, antes del bombardeó a la Plaza de Mayo del 16 de junio, y había elaborado un plan preciso: volar por los aires la Escuela Superior Peronista. Como iba a tener dificultades para obtener los explosivos en la Argentina los trajo desde Uruguay él mismo, de una manera que si no estuviera certificada por varios testimonios resultaría increíble: cruzó el Río de la Plata cargado de explosivos. Esta vez no abrió la boca.
En su libro Galimberti, Marcelo Larraquy y Roberto Caballero lo cuentan así: “Una vez, cuando tenía veinte años, en 1955, cruzó el Río de la Plata con un bote a remo; desde Colonia hasta la zona norte de Buenos Aires. Llevaba 20 kilos de gelinita. Tenía un objetivo específico: volar la Escuela Superior de Conducción Peronista. Armó un plan. Dado que la entrada del edificio estaba custodiada por un agente de policía, empezó a frecuentarlo. Cuando sintió que se había ganado la confianza, lo invitó a tomar una cerveza en el bar de la esquina de Corrientes y San Martín. En tanto, un grupo operativo ingresaba al edificio. En medio de la charla amable entre Muniz Barreto y el policía, explotó la bomba. Más de doscientos bustos de Perón se despedazaron y entre los escombros encontraron un mechón de pelo que había pertenecido a Evita. Cuando lo contaba, Muniz juraba que, antes de escaparse, había pagado la adición”.
Tras ese atentado, Perón pronunciaría por primera vez una fórmula que repetiría también después del bombardeo y se transformaría en consigna (“5 por 1”) durante los siguientes 30 años:
-¡Por cada uno de los nuestros, caerán cinco de ellos!
Con Frondizi y Onganía
El entusiasmo de Diego Muniz Barreto luego del derrocamiento de Perón se enfrió rápidamente. La llamada Revolución Libertadora le pareció un fiasco. No compartía ni su brutal represión ni su programa económico.
Poco a poco se fue acercando al Frondizismo, atraído por sus posturas nacionalistas sobre los recursos naturales. Pero cuando Arturo Frondizi, ya presidente, borró con el codo lo que había escrito en Petróleo y política, Muniz Barreto se alineó con los “militares azules”, con quienes estableció relaciones que años después lo llevarían a integrarse a la dictadura de Juan Carlos Onganía.
Su paso como funcionario público de la llamada Revolución Argentina lo acercó, paradójicamente, al peronismo, al mismo tiempo que reforzaba sus lazos con oficiales del Ejército. Desde la Dirección de Asuntos Legales del Ministerio del Interior empezó a mantener reuniones con gremialistas peronistas, tanto del sector no verticalista que encabezaba Augusto Timoteo Vandor, como de los sindicatos más combativos, cercanos a una izquierda del Movimiento que comenzaba a radicalizarse.
Conociendo a Perón
Para 1972, Diego Muniz Barreto ya estaba en la órbita de Montoneros, donde mantenía un estrecho vínculo con Rodolfo Galimberti. Trabajaba incansablemente para la vuelta de su no hacía muchos años detestado Juan Domingo Perón.
Finalmente conoció al General de la mano de “Galimba”, que lo llevó a una reunión en Puerta de Hierro, la residencia madrileña de Perón.
Había llegado hasta ahí pagando no solo su propio pasaje sino el de Galimberti. Perón lo recibió con cordialidad, a pesar de que Galimberti – según cuentan Caballero y Larraquy - no lo presentó de la mejor manera:
-General, él fue comando civil – le dijo a Perón señalando a Diego -. Conspiró contra usted en el 55.
-¡Qué bueno conocer a viejos opositores – contestó, campechano, el General.
-Es que yo no soportaba ese costado popular de su gobierno, General. Pero ahora lo he comprendido – dijo Muniz.
-Pero muy bien. Ahora ese empeño hay que ponerlo en la guerra que estamos librando contra (el presidente de facto, Alejandro) Lanusse - le respondió Perón mientras le extendía la mano, y agregó: - ¡Qué gusto decirle “compañero”!
Un diputado breve
Las elecciones del 11 de marzo de 1973 – que consagrarían a la fórmula integrada por Héctor J. Cámpora y Vicente Solano Lima – encontraron a Diego Muniz Barreto en la lista de diputados nacionales por la tendencia revolucionaria del peronismo, y el 25 de mayo de 1973 marchó junto a sus amigos Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde hacia la Cárcel de Devoto para liberar a los presos políticos de la dictadura de Lanusse.
Sin embargo, en los meses que siguieron fue alejándose, como parte de Montoneros, de las posiciones del viejo General, que –ya en la presidencia– había optado por recostarse en el ala derecha del Movimiento.
Cuando –tras el intento de copamiento del Regimiento de Azul por parte del ERP, en enero de 1974- Perón envió un paquete de medidas represivas al Congreso, unos 30 diputados peronistas fueron a ver al presidente a Olivos para manifestarle su oposición.
-Al que no le gusta, se va – les contestó Perón.
Horas después Muniz Barreto renunciaba junto a otros 7 diputados: Armando Croatto, Santiago Díaz Ortiz, Jorge Glellel, Aníbal Iturrieta, Carlos Kunkel, Roberto Vidaña y Rodolfo Vittar.
Fue apenas unos meses después cuando la Triple A asesinó a Ortega Peña. Junto a Eduardo Luis Duhalde asistió a la morgue para reconocer el cadáver y se toparon con el temible comisario general Villar.
Muchos años más tarde, Duhalde contaría que Villar rió socarronamente al cruzárselos y que Muniz Barreto no pudo contenerse:
-No te rías tanto hijo de puta, que la próxima boleta es la tuya – lo increpó.
Sin que Muniz Barreto tuviera la menor idea, tres meses más tarde un comando montonero mató a Villar en el Tigre, haciendo volar por los aires la lancha donde también resultó muerta su esposa.
Secuestro y torturas
Diego Muniz Barreto se exilió en Brasil, pero volvió a la Argentina antes del golpe del 24 de marzo de 1976. Ya no pudo irse. Era un blanco andante.
Sin embargo, a veces las relaciones personales modifican el curso de los acontecimientos: si demoraron casi un año en secuestrarlo fue porque uno de sus viejos contactos militares -que le tenía aprecio personal-, el general Jorge Olivera Rovere, por entonces subcomandante del Primer Cuerpo de Ejército, segundo de Guillermo Suárez Mason y tan responsable como él de miles de secuestros. Aunque no parezca verosímil, Olivera Rovere tachaba el nombre “Muniz Barreto” cada vez que lo encontraba en una lista de personas a secuestrar.
Su destino cambió cuando Olivera Rovere fue destinado al Estado Mayor del Ejército. Entonces, Muniz Barreto se quedó sin protección.
Lo secuestraron la mañana del 16 de febrero de 1977 en una carnicería de Escobar junto a su secretario y amigo, Juan José Fernández. Al mando del grupo de tareas estaba el subcomisario Luis Abelardo Patti.
Los tuvieron unos días en la Comisaría de Escobar, más tarde en la de Tigre y finalmente los llevaron al Centro Clandestino de Detención “El Campito”, que funcionaba en Campo de Mayo. Tanto Muniz Barreto como Fernández fueron torturados en los tres lugares.
Finalmente, el domingo 6 de marzo los subieron a un Fiat 128, diciéndoles que los trasladarían a una cárcel en el Chaco. A Muniz Barreto lo ubicaron en el asiento de atrás, custodiado por dos hombres; a Fernández lo metieron en el baúl. Entonces empezó otro infierno.
Un testimonio escalofriante
Lo que sucedió después se conoce por el relato de Juan José Fernández, que sobrevivió milagrosamente al “accidente automovilístico” con el que la dictadura quiso disfrazar el asesinato de Muniz Barreto.
“Yo llevaba ya más de 8 horas adentro del baúl, con el calor del mediodía, el calor del caño de escape y la falta de aire, el lugar era insoportable agravado por la capucha que tenía puesta. Una de mis mayores angustias en ese momento era, recordando lo que me habían dicho al salir de Campo de Mayo, imaginar que el viaje continuaría hasta la provincia del Chaco y entonces yo estaba seguro que iba a morir en el baúl".
“Pasaron horas hasta que se detuvieron. Mientras a mí me sacaban las vendas y me hacían salir del baúl, a Diego Muniz Barreto le decían que se arregle la ropa, que se ponga la camisa adentro del pantalón y que se acueste en el suelo, al lado de un árbol donde pusieron una manta. Entonces, uno de los más jóvenes me agarró el brazo y me dijo que me aflojara y recién ahí vi una jeringa grande con una aguja muy larga, me pusieron una inyección en el brazo izquierdo. Como ya era de noche, yo podía entreabrir los ojos sin que lo notaran, y vi en el asiento trasero del auto a Diego, tendido todo a lo largo y dormido”.
“Me subieron al auto a mí también creyendo que estaba dormido y escuché una voz que decía ‘empujalo’; éste arrojó una gran piedra sobre el parabrisas rompiéndolo y el auto se desbarrancó (hacia un canal al borde de la ruta). Me habían drogado y me estaba durmiendo. Haciendo un esfuerzo muy grande finalmente logré mi propósito (salir del auto); entonces nadé por debajo del agua hasta un lugar donde ésta era menos profunda y por otra parte se me acababa el aire”.
“(…) Cuando volví a donde estaba el Fiat, el agua lo cubría totalmente dejando sólo las ruedas afuera de ella. Pude entreabrir la puerta delantera pero no había lugar para que yo pasara, entonces con las manos descubrí que la ventanilla trasera estaba parcialmente abierta y al introducirlas dentro toque un pie de Diego Muniz Barreto y lo apreté y lo moví un poco, pero tuve el convencimiento de que estaba muerto, y entonces me fui”, relataría después Fernández, cuyos secuestradores se fueron del lugar creyendo que también se había ahogado adentro del auto”.
Poco después, el secretario de Muniz Barreto pudo salir clandestinamente del país y amplió su testimonio en Europa. Su relato desbarató el plan de la dictadura que, temiendo el escándalo que podría provocar el asesinato de un ex diputado nacional, había querido hacer pasar su muerte como un accidente fatal.
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