La casa de Analía Fernández y Diego Almada es la del fondo. Queda sobre una calle cualquiera de Burzaco, a un par de cuadras de la ruta 4, en el conurbano. Hay tres piezas simples, un comedor con televisor, una cocina con piso de cerámica y un baño con balde. A las tres de la tarde del último lunes, mientras Analía -Lali, para todos- amasa tortillas, Diego acomoda un carrito de supermercado cargado de maderas y le hace ajustes a la parrilla.
“Empezamos con esto porque estábamos sin trabajo”, comenta Diego unas semanas después de haber ganado 300 mil pesos en ¿Quién quiere ser millonario?, el programa de preguntas y respuestas de Telefe. “No teníamos ni para el pan, ni para la leche”, apunta Analía, madre de ocho hijos -fruto de relaciones anteriores-.
Analía y Diego se conocieron hace casi dos años, pero chateaban desde antes. Ella tiene 46. Él, 38. Se casaron el 23 de abril del año pasado en el Registro Civil de Burzaco y lo festejaron sin estridencias, con unas pizzas en su casa.
“Lo vi por Facebook y me gustó. Le pedí autorización, me aceptó y nos encontramos por primera vez en una plaza de Morón”, cuenta Analía, con picardía, mientras aclara que se estaba por separar de su pareja de entonces. “Supe que era una buena persona. Me encantó”, agrega Diego, con la simpleza de un amor que no especula.
“Le expliqué a los chicos que estaba conociendo a alguien y al principio mucho no les gustó. Lo invité a casa. Llegó un día en el que no había luz, pero cuando volvió, preparó milanesas”, recuerda Analía, en la cocina de su casa.
Mamá de Romina (28), Fernando (25), Brian (23), Matías (19), Florencia (16) -que nació con una malformación, le amputaron una pierna y usa prótesis-, Santiago (13), Damián (11) y Lucas (6), tiene tres nietos y tres ex parejas. Pero nunca se casó. Solo Diego, que es papá de Lucas (21) y tiene un nieto. “Con vos sí me caso”, le propuso ella y tomó la delantera. Al día siguiente él fue a pedir turno para firmar el compromiso ante la Ley.
“Ni pensé que tenía ocho hijos. Nunca lo vi así. Solo la vi a ella y me enamoré”, asegura Diego, que está en el día a día de la crianza de los seis que viven en la casa y tiene muy buena relación con el padre de los más chicos. “Nos dividimos las tareas. Yo cocino, lavo ropa y llevo a los pibes a la escuela. Como tiene que ser. No sé cómo hoy no avisaron en el cuaderno de comunicaciones que había paro”, se queja Diego, mientras Lucas va y viene de la calle en bicicleta.
Cuando Analía y Diego se conocieron, él trabajaba en un estudio jurídico de Capital. Al poco tiempo de casarse, lo echaron y desde entonces todo se desmoronó. “No teníamos para pagar las cuentas. Empezamos a pedir fiado a mucha gente y un crédito en el banco”, cuenta Analía, que tiene una pensión por ser mamá de más de siete hijos, que en ese momento no trabajaba, pero antes había vendido tortillas.
Entonces, el último enero, cuando el calor quemaba y las cuentas ahogaban, los Almada-Fernández compraron cinco paquetes de harina. “Hicimos 20 tortillas y nos pusimos a vender. La masa salió más o menos y pasaron cuatro horas hasta que se acercó el primer cliente”, recuerda Analía, mientras su marido arrastra el carrito y la parrilla para empezar a vender las de esa tarde.
La ruta de la tortilla
Para “vivir, todavía con deudas y sin lujos”, los Almada-Fernández tienen una dinámica de mañana y tarde. Compran harina, grasa, sal y carbón. El agua es de la canilla y la madera -muchas veces de tarimas- la consiguen en una casa de cerámica que les guarda. O sino, por ahí. Se levantan todos los días (menos los domingos) antes de las cuatro de la mañana y caminan hasta la esquina de ruta 4 y Juan 23. Diego prende el fuego, que es lo que lleva más tiempo. Las tortillas se hacen en diez minutos, dependiendo del viento y de cuán caliente está el tambor. Las pinchan, las dan vuelta y las venden, hasta las ocho de la mañana. Dependiendo del día.
“Las cobramos 45 pesos. Las tuvimos que subir porque aumentó la harina. Por suerte la gente no se enojó. Nos compran los laburantes de las fábricas de la zona. La primera y la última semana se vende más porque la gente cobró”, asegura Diego, mientras aviva el fuego en la esquina señalada. Y precisa que suelen entregar alrededor de 25 tortillas por la mañana y 32 por la tarde. Pero que hay días muy malos.
De cuatro a seis o siete, de la tarde, Diego y Analía se paran en la ruta para venderle a los que vuelven. Antes, claro, prepararon los bollos. Después del mediodía, los de la tarde. Y a la noche, los de la mañana. “Por día usamos quince paquetes de harina y tres kilos de grasa. La picamos, cocinamos y obtenemos el chicharrón. La mezclamos con la harina, el agua y la sal. Amasamos una hora y media. Después, hago los bollos y la estiro”, asegura Analía, que según Diego es quien tiene la mano para que queden perfectas.
“Compramos la harina en el almacén de la esquina o caminamos 20 cuadras al mayorista, porque el precio puede variar mucho. Ahora está 26 pesos el kilo”, apunta Diego, que tiene la moto en el taller hace cuatro meses. “La grasa está entre 15 o 20 pesos el kilo, en la carnicería de la vuelta u otros comercios”, agrega y aclara que además hay que comprar el carbón y las bolsitas de papel para entregarlas.
Estiran la masa con una botella de vidrio, porque palo de madera no tienen. La parrilla ya cumplió diez años. Y la balanza está rota, pero a ojo calculan que cada bollo crudo pese 400 gramos. Porque en Argentina todo es cuestión de rebusque. “Dormimos tres horas por noche”, porque además de comprar, amasar y salir a vender, tenemos que llevar los chicos a la escuela y darles de comer. Lo que pasa en todas las casas”, reflexiona Diego.
Entonces, sin querer, se le escapan pistas de cómo su historia personal fue también una de las llaves para que se enamorara a primera vista de Analía y su familión. Diego nació en San Antonio de Padua pero lo crió su abuela, en Ciudadela. “Nos fajaba. Nos daba poco de comer y yo escondía lo que encontraba abajo del colchón. Me escapé de mi casa a los seis años. Mi hermano más chico se quedó”, asegura y muestra la cicatriz de cuando lo quemó con fuego.
“Me fui a vivir a la calle y al tren Sarmiento. Vendía diarios a la mañana y golosinas, a la tarde. Algunas familias me adoptaban, pero yo no me quedaba. Iba a la Escuela Roca, a unas cuadras de Tribunales. Hasta que a los trece años conocí a mi padrino y me estabilicé”, asegura sobre el hombre que lo llevó a su casa, lo vio terminar la secundaria y lo acercó a su último jefe, un abogado que le dio trabajo hasta el año pasado. Cuenta que su padrino falleció hace poco y que tiene poca relación con sus hermanos. Más allá de su hijo y su nieto, su familia es la que le llegó con Analía.
Ella tiene una historia similar, con abandono y tristeza en su niñez. “Nací en San Luis del Palmar, Corrientes”, cuenta pero no puede precisar dónde queda. “Mi mamá nos regaló a todos cuando éramos chiquitos. Éramos 14 hermanos y todos nos criamos con familias distintas. Yo tenía un año y medio cuando me agarró una vecina. A mí y a mi hermana”, relata Analía, que terminó el primario. Y cuenta que esa señora falleció cuando ella tenía 13… La edad en la que Diego conoció a su padrino.
“Me llevaron a Morón, a lo de una amiga de la señora que me crió. Yo le cuidaba la nena. Trabajé en casas de familia durante muchos años. Y empecé a tener a mis hijos. Hace 20 años que estoy en Burzaco”, relata Analía, que lleva el apellido de su padre biológico, a quien conoció hace dos años, después de contactarse por Facebook con una hermana. “Estuvo lindo. Viajé a Corrientes y después él vino para mi casa y se quedó una semana. Yo siempre lo quise ver”, asegura y los ojos se le llenan de lágrimas. “A mi mamá la conocí a los 17 años y no la vi más hasta hace poco. También fue lindo”, apunta pero no se explaya.
Las primeras tortillas están listas cuando el primer cliente para su auto en la ruta. Mientras Analía la vende, Diego prepara más fuego. “Con esto podemos darle de comer a los chicos… Alitas de pollo, guiso de fideos, estofado, arroz… Lo que se come en cualquier familia. ¿Carne? Difícil. Milanesas, ni ahí”, apunta.
Y, entusiasmado, cuenta qué van a hacer con la plata que ganaron en ¿Quién quiere ser millonario? y cobrarán en los próximos 90 días. “Lo primero: comprar una amasadora. Así podemos expandirnos un poco. Podríamos hacer rosquillas y tortas fritas, porque hace un tiempo que tenemos una freidora. Además, me gustaría comprar un gazebo, para atender mejor a la gente cuando hay sol o llueve”, asegura Diego. Sonriendo asegura que la gastronomía es lo de ellos y se anima a soñar con poner una casa de comida para darle trabajo a los hijos mayores.
“Antes tenemos que pagar algunas deudas de luz y hacer arreglos en el techo, porque se llueve”, señala Analía y asegura que los chicos necesitan ropa y zapatillas. Y en tono de confidencia agrega: “Diego quiere volver a comprarse la alianza. Porque le pusieron un pico de botella en el cuello y se la robaron en Constitución”. Entonces ella muestra feliz su anillo dorado en el anular izquierdo. Y sonríe: “Con este sí me caso cien veces”.
Fotos: Maximiliano Luna
Seguí leyendo: