El primer cimbronazo -así lo llama su mamá- lo sintió en el cuerpo, cuando todavía estaba embarazada. Una ecografía, la llamada translucencia nucal, mostró demasiadas alteraciones y encendió "la primera luz amarilla". A través de una punción, descartaron que fuera un bebé con síndrome de down y otras dos posibilidades pero se quedaron con un enorme signo de pregunta: sabían que a Wally le pasaba algo, lo que no sabían era qué.
Era el año 2015, Ingrid Heidenreich era ama de casa, tenía otros dos hijos, no tenía obra social y vivían todos con el sueldo de su marido, que es empleado administrativo en la marca de electrodomésticos Liliana.
"Las señales empezaron a ser más claras en el quinto mes de embarazo, cuando aparecieron un montón de síntomas sueltos que nadie lograba unir", cuenta su mamá a Infobae desde Rosario, donde viven.
Wally había empezado a crecer mucho y de golpe, a no regular el líquido amniótico y en las ecografías se veía que tenía algo llamado "macroglosia", una lengua grande y afuera de la boca.
Sus riñones, además, estaban agrandados. El desconcierto de todos los profesionales que trataban de unir los puntos era tal que se ocuparon de que Wally naciera en una de las mejores maternidades con alta complejidad neonatológica del país. "Imaginate la angustia. Llegamos al parto sin saber qué le pasaba a nuestro hijo".
Wally nació durante la semana 34 y, fuera del útero, sumaron nuevas características. "Era un flancito", cuenta su mamá. "Era un bebé totalmente hipotónico. Eso quiere decir que todos sus músculos eran flácidos, débiles. Los bracitos, las piernas, la cabeza pero también los músculos que ayudan a respirar". Le pusieron oxígeno con una bigotera y "en los meses que siguieron hizo tantos paros respiratorios que se lo sacamos a San Pedro de las piecitos varias veces, como quien dice".
Tenía ciertas características físicas concretas pero nadie había atendido antes a un paciente con esos mismos rasgos como para atar cabos. Wally tenía lo que se conoce como "Facie tosca", entre otras cosas, nariz y pómulos pronunciados, la frente ancha, mucho vello corporal.
Además, sus huesos eran más largos y anchos que lo habitual, las palmas de las manos y las plantas de los pies eran muy arrugadas y tenía "cardiomegalia", es decir, un corazón demasiado grande.
No era un tema de apariencia física: "Su lengua era tan grande que no podía succionar y alimentarse, la hipotonía no lo ayudaba a respirar y su corazón tenía que trabajar muchísimo más de lo normal para compensar el problema respiratorio". Wally desarrolló entonces una hipertensión pulmonar severa.
La primera cirugía fue cuando tenía un mes de vida. "Durante los tres meses que siguieron descartamos todo lo que se te ocurra. Fue muy angustiante porque todo lo que pensaban que podía tener era incompatible con la vida", sigue Ingrid. "Vivíamos en una montaña rusa. Tenía los paros respiratorios delante mío, parecía que se nos moría, lo traían de vuelta. Ya ni sé cuántas veces Wallito se fue y volvió".
Cuando tenía cuatro meses, tuvieron que operarlo nuevamente, esta vez para cerrarle una abertura entre dos vasos sanguíneos que se conectan con el corazón (un ductus). "Pasaba el tiempo y seguíamos sin saber qué tenía. Tratábamos de sacarle el respirador y no podía, ya no tenía fuerza ni para parpadear. Tuvimos que hacerle una traqueotomía. Cada vez teníamos menos tela de sábana para poder cortar".
La duda fue la peor de las enemigas: "Se nos iba de las manos, era desesperante porque no sabíamos a quién preguntarle. No había una segunda opinión que buscar, si los médicos estaban aprendiendo con nosotros. La duda es el peor sentimiento: yo pensaba '¿si mi hijo se muere, hice todo lo que pude?'. Y no tenía respuesta, porque después pensaba '¿habrá algo que podamos hacer por él y no lo sabemos?'".
Fue una genetista del sanatorio, una joven que todavía estaba haciendo la residencia, quien vio a Wally y asoció su cuadro a lo que había visto solo en libros. Fue ella quien dijo, por primera vez, tres palabras que los padres de Wally nunca antes habían escuchado: "Síndrome de Cantú".
Fue a buscar su notebook, abrió un artículo científico y les leyó los síntomas. El síndrome de Cantú es una mutación en un gen que provoca una alteración de los canales de potasio y, como consecuencia, un desorden multiorgánico complejo.
Así se enteraron de que era una enfermedad muy poco frecuente y, por consiguiente, poco investigada. Que suponían que había unos 50 casos en el mundo y que, hasta ese momento, no había nadie en Argentina con el síndrome (al menos no con un diagnóstico genético que lo confirmara). Era probable que hubiera más "casos sospechosos" pero al no haber en nuestro país un laboratorio capaz de hacer ese estudio genético nadie podía estar seguro.
"Nos quedamos paralizados. Si se confirmaba, iba a ser la primera vez que diagnosticaran a un chico tan chiquito, porque casi todos pasan años buscando una respuesta, algunos mueren esperando esa respuesta. Nunca me voy a olvidar lo que nos contestó la genetista. Le preguntamos: '¿Y ahora qué hacemos?'. Y ella nos dijo: 'Ahora hay que escribir la historia de vida de Wally, contársela al mundo, para poder ayudar a los otros".
La genetista y los padres de Wally se sentaron frente a sus computadoras para ver si existía algún lugar en el mundo que estuviera investigando el síndrome. Les costó pero encontraron uno: la Universidad de Washington en Saint Louis, Missouri.
Les escribieron y adjuntaron fotos de Wally. De allá les contestaron que nunca habían visto un paciente tan chiquito con sospecha clínica -Wally tenía 4 meses- y se ofrecieron a hacerle el estudio genético gratuito.
La respuesta trajo el alivio de poder, por fin, ponerle un nombre. También la desesperación al entender a qué se enfrentaban. Wally no solo tenía Cantú sino que le habían detectado una de las mutaciones más severas del síndrome. "No hay registro de que alguien más en el mundo tenga esa mutación. Es lo raro dentro de lo raro".
En 2016, los especialistas de Estados Unidos les preguntaron si podían viajar, porque estaban tratando de reunir a los pacientes para intentar dar un paso más en la investigación.
Sin saber de dónde sacar dinero para viajar, los padres de Wally armaron una página en Facebook ("Conociendo a Wally"), contaron su historia, vendieron rifas, recibieron ayuda en forma de donaciones de dinero y lograron viajar.
Una vez allá se encontraron con un grupo de científicos que solo hablaba en inglés sobre investigaciones médicas. "Te lo cuento y me emociono de nuevo. En un momento me dijeron que me tranquilizara, que iban a buscar a una de las investigadoras principales para que nos tradujera al español. Cuando llegó, era una bioquímica cordobesa. Me dijo dos palabras, la abracé y me largué a llorar".
Lo que pasó después no lo esperaba nadie. En la Universidad había dos investigaciones que, en principio, no tenían nada que ver una con la otra. Una era sobre diabetes neonatal y diabetes tipo 1; la otra, sobre Cantú. Resulta que uno de los grupos de investigadores publicó un artículo científico en el que contaba que los ratones con diabetes habían desarrollado síntomas de Cantú "y se dieron cuenta de que estaban investigando las dos caras de la misma moneda".
Fue así que empezaron a trabajar en conjunto y decidieron probar esa medicación para la diabetes en pacientes con Cantú. "Vos querés un tratamiento ya pero los tiempos de las investigaciones son otros. Nosotros y otros pacientes del mundo viajamos al año siguiente a Estados Unidos y el año pasado otra vez. Lo que sea para ayudarlos a investigar. Pero en cada viaje vas viendo el deterioro de los otros chicos. Ver lo que le espera a tu hijo si no aparece un tratamiento es desesperante".
Fueron los padres de Wally quienes se pusieron la causa al hombro. Como Thiago Felstinsky, el adolescente que creó una campaña para encontrar a otros con su misma enfermedad e impulsar una investigación, los padres de Wally lanzaron la suya y empezaron, ellos, a unir los cabos sueltos.
Lograron incorporar a la investigación a 3 pacientes de Chile, a 2 de Honduras, a 1 de República Dominicana, a 3 de México, a 1 nena de Buenos Aires, 1 de Portugal y 2 de Francia. La enorme mayoría no tenía diagnóstico genético.
"Todos creíamos que estábamos solos, pero no", sigue Ingrid. En 2017 les avisaron que estaban esperando la autorización del protocolo para empezar a probar con esa medicación. El año pasado les dijeron que la habían conseguido e iban a empezar a probarla en adolescentes de Estados Unidos. Wally, que el mes próximo va a cumplir 5 años, va a ser el primero en probarla en toda América.
"No es una cura, la cura hoy no existe. Lo que se espera de la medicación es que revierta la mayoría de los síntomas. Hoy a Wally le están funcionando muy mal la tráquea y el esófago, sin una traqueotomía se le va la comida a los pulmones. Bueno, se espera que con la medicación mejore y podamos sacarle la traqueotomía", sigue su mamá. También podría evitar los trastornos severos del sistema linfático con los que el Cantú ataca cuando llega la pubertad.
Sin dinero ni para armar una página web, la mamá de Wally creó FuSCA (Fundación Síndrome de Cantú Argentina) para poder guiar a otros pacientes del mundo en ese momento en que nadie sabe qué, cómo, dónde. "No te puedo decir que cuando una familia llega a nosotros siente felicidad, lo que yo veo que sienten es alivio".
"Yo al principio pensaba ¿por qué? ¿De las 6.000 millones de personas del mundo, 50 tienen esto y le toca a Wally?", cierra Ingrid. "Después empecé a pensar '¿para qué?, ¿para qué le toca a él? Bueno, nosotros vamos corriendo atrás del síndrome pero él va a ser el primero, lo llaman 'el paciente insignia'. Tal vez nosotros solo logremos mejorar un poco su calidad de vida pero cuando uno da pelea no solo lucha por uno: le abre el camino a todos los chicos que vienen atrás".
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