Cuenta Hipólito Paz, en ese momento embajador de Perón ante la Casa Blanca, que en julio de 1955 vino a Buenos Aires para realizar distintos trámites relacionados con su gestión. Llegó desde San Francisco, tras participar de la ceremonia de la firma del Tratado de Paz de los Estados Unidos y los Aliados con el Japón. Durante su estadía en Buenos Aires, el "Tuco" Paz relató que había encontrado "un panorama tormentoso".
No se equivocaba. Tras casi una década de gobierno peronista la sociedad se encontraba partida y los ánimos más caldeados que nunca.
Evita había muerto y Juan Domingo Perón había sido reelecto Presidente de la Nación en 1952 para un nuevo período que se extendía hasta 1958.
Hacer un glosario de todos los desbordes (violaciones) constitucionales que se cometieron entre 1946 y 1955 se hace innecesario. Había democracia pero no existía la República. Una frase pronunciada por Carlos Aloé, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, es mejor que mil ejemplos: "En el gobierno no hay nadie, ni gobernadores, ni diputados, ni jueces, ni nadie; hay un solo gobierno que es Perón".
Todo lo demás es conocido a través de innumerables libros de grandes y pequeños historiadores. El Perón de esos días de los que habla Paz era distinto, era un Presidente que manejaba el país en términos absolutos frente a una oposición que no tenía cómo hacerse escuchar, simplemente, porque no había libertad de prensa.
Decenas de presos políticos y otros cientos más de exiliados eran el muestrario de la época. La impotencia y la desesperación de la oposición no le iban a la zaga. No tenía diarios –sí "diaruchos" de escasa circulación-pero se valía de panfletos. Eran como el agua que abre surcos, se cuela entre los entresijos, cuando se le impide correr libremente. Preocupaban al gobierno, solo basta recorrer el libro Operación Rosa Negra, un aporte a la Revolución Libertadora.
En su libro La revolución del 55. Dictadura y conspiración, Isidoro Ruiz Moreno recoge la opinión del edecán presidencial aeronáutico, vicecomodoro Eduardo Mac Loughlin, sobre la cotidianeidad de Perón: "(…) iba a su escritorio a las 6.20 de la mañana y comenzaba por alimentar a las palomas en el balcón. Firmaba de 7 a 7.30 y despachaba rápidamente sus audiencias; a las 10.20 se mandaba a mudar de la Casa Rosada. Estaba totalmente desinteresado de todo".
Y, como en la película Las puertitas del Señor López, el Presidente de la Nación se dejó llevar por los consejos que le garantizaban una vida más relajada y, allí, se destacaba el Ministro de Educación, Armando Méndez San Martín, el impulsor de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES). A continuación vino el conflicto con la Iglesia.
La Iglesia católica –a la que pertenecía el Presidente- era un dique de contención para un régimen que invadía lo terrenal y ahora aspiraba a desplazarse hacia la esfera celestial, amparando a aquellos funcionarios que deliraban con una "Iglesia Justicialista Argentina". Y Perón mordió el anzuelo. A partir de noviembre de 1954, él y sus adláteres fomentaron una campaña de todo tipo contra algunos obispos y la Iglesia católica en general (por la que varios años más tarde pediría perdón).
Tras la Iglesia se parapetó su feligresía y también todos aquellos que no siendo católicos levantaron sus banderas porque carecían de seguidores. Esto se observó en la multitudinaria procesión de Corpus Christi el sábado 11 de junio de 1955 que desbordó el ámbito de la Catedral Metropolitana y la Plaza de Mayo, convirtiéndose en la manifestación opositora más importante desde 1946. Tras la celebración en la Catedral el gentío marcho hasta el Congreso de la Nación donde instaló las banderas de la Argentina y la Santa Sede. Luego aparecería una bandera nacional quemada y el gobierno culpó por esa herejía a los manifestantes.
Como acto de desagravio a la quema de la bandera, el martes 14 de junio, la CGT organizó una importante concentración en la Plaza de los Dos Congresos con fuertes consignas anticlericales.
Al día siguiente se realizó una reunión de gabinete en la Casa Rosada. "Había un clima de locura…yo lo he llamado apocalíptico", contó el Ministro de Marina, Aníbal Olivieri. "El Presidente parecía haber perdido la razón. Manifestó saber que se atentaría contra su vida… el ambiente era demencial".
Perón tenía razón, porque un importante sector de la Armada conspiraba para asesinarlo y hacer una revolución. En el Ejército todavía la conspiración no había encontrado anclaje, había nombres (Eduardo Lonardi, Pedro E. Aramburu y Justo León Bengoa) pero ninguno se decidía a asumir la jefatura. La sublevación naval tuvo dos jefes en Buenos Aires, el vicealmirante Benjamín Gargiulo, comandante de la Infantería de Marina (IM), y el vicealmirante Samuel Toranzo Calderón (el más importante), jefe del Estado Mayor de la IM.
Tras estos dos jefes navales se plegó gran parte de la aviación naval asentada en Punta Indio (comandados por los capitanes de fragata Noriega y Bassi), algunos aviones de la VII Brigada Aérea de Morón, 700 efectivos de la IM y grupos de "comandos civiles" con misiones específicas.
El 16 de junio debía llevarse a cabo un desfile aéreo en desagravio al General San Martín. Oportunidad que iba a ser aprovechada por los efectivos aeronavales para bombardear la Casa de Gobierno y asesinar a Perón.
Ocurrió que la situación meteorológica (nubes bajas) no ayudó y retrasó el ataque en un poco más de dos horas. En el medio Perón fue informado y traslado su comando al edificio del Ministerio de Ejército a las 12.10 y el "Pearl Harbor" argentino quedó al descubierto, criminal y sin sentido.
Al caer la tarde, camiones con gente –algunos afirman de la CGT—proceden a asaltar e incendiar diez iglesias de la Capital Federal, con la complicidad de la policía y los bomberos. También se atacan iglesias en Vicente López, Bahía Blanca y Olivos.
Luego de la catástrofe del viernes 16 de junio – el bombardeo a una ciudad abierta y decenas de muertos y heridos y luego la respuesta de quema de las iglesias- Perón pronunció varios discursos. El 5 de julio, durante un discurso, deslindo de responsabilidades a los partidos políticos de los sucesos de Plaza de Mayo y hablo de una tregua. El 15 fue más explícito cuando habló a sus propios legisladores: "Limitamos las libertades en cuanto fue indispensable limitarlas para la realización de nuestros objetivos. No negamos nosotros que hayamos restringido algunas libertades: lo hemos hecho siempre de la mejor manera, en la medida indispensable… La revolución peronista ha finalizado; comienza ahora una nueva etapa que es de carácter constitucional, sin revoluciones porque el estado permanente de un país no puede ser la revolución… yo dejo de ser el jefe de una revolución para pasar a ser el presidente de todos los argentinos, amigos o adversarios". No se dirigió a los opositores como enemigos y se levantó el Estado de Sitio.
Eran palabras reparadoras, pero ahora con todo lo que había acontecido resultaban tardías. Perón ignoraba que a las pocas horas del fracaso de la sublevación naval se producía el siguiente diálogo, entre dos oficiales que no aceptaban ningún puente de plata:
"Bueno, Pujol, quiero que me tienda las líneas porque empezamos de nuevo", dijo el Capitán de Navío Arturo H. Rial, Director de Escuelas Navales y el capitán de corbeta Carlos Pujol su subalterno en el mismo organismo. Al mismo tiempo aparecieron los oficiales Palma, Sánchez Sañudo, Molinari.
Con el correr de las horas éste tipo de diálogos y encuentros se fueron incrementando. Tras los contactos y pensamientos comunes se fue armando una madeja más amplia e importante. Simplemente porque el hartazgo de la situación obtuvo compromisos en oficiales del Ejército: Eduardo Señorans, Arturo Ossorio Arana, Héctor Solanas Pacheco, Francisco Zerda y el inquieto mayor Juan Francisco "Tito" Guevara.
Apareció el almirante Isaac Francisco Rojas cuando aceptó ser el abogado del ex Ministro Olivieri. Digo "apareció" porque Rojas hasta poco antes se encontraba al lado del régimen. Aquello que era inimaginable unos pocos meses atrás ahora se convertía en realidad.
Después de años de silencio había protagonistas que comenzarían a expresarse. "No deseo seguir colaborando más con su gobierno", le dijo el comandante del II Ejército, general de división Julio Lagos al Ministro Franklin Lucero. El general Lagos se diferenciaba porque había sido afiliado peronista y dejaba de serlo.
La tregua se desvaneció en treinta días y el 31 de agosto Perón presenta su renuncia ante el partido peronista y la CGT. No ante el Parlamento que era lo que correspondía. Horas antes, durante una reunión en la madrugada con el vicepresidente Alberto Tesaire, la dirigente Delia de Parodi, Hugo Di Pietro y el portavoz Bouché, Perón comenta: "Yo estoy de más. Soy como aquel aficionado de relojero que sirve para desarmar un reloj, pero ya no se armarlo. Tanto he estado maniobrando con las piezas que, ahora, la única forma de que el reloj siga andando, es que yo lo deje."
Tras esa reunión, a las 18,30, Perón salió al balcón de la Casa Rosada luego de que hablaran Di Pietro y Delia Parodi, era un hombre nervioso que llevaba un cigarrillo prendido al que le daba pitadas de manera espaciada mientras miraba a la multitud y escucha una ovación que se prolongó por 10 minutos. Se encontraba escoltado por Tessaire y Carlos Aloé. Luego comenzó a exponer con ademanes:
"Hemos vivido dos meses en una tregua que ellos han roto con actos violentos, aunque esporádicos e inoperantes. Pero ello demuestra su voluntad criminal. Han contestado los dirigentes políticos con discursos tan superficiales como insolentes. Los instigadores, con su hipocresía de siempre, sus rumores y sus panfletos. Y los ejecutores, tiroteando a los pobres vigilantes en las calles."
"La consigna para todo peronista, esté aislado o dentro de una organización, es contestar a una acción violenta con otra más violenta. ¡Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos!"
El domingo 4 de septiembre de 1955, el periodista Emilio Perina se encontró de casualidad con Fernando Torcuato Insausti, ex Encargado de Negocios en Brasil y se preparaba para ir destinado a Colombia en calidad de embajador. En esta ocasión, mientras tomaban un café, Perina le dijo: "Su Presidente está enfermo. Enfermo de soledad. El contraste entre su popularidad y su falta de amigos verdaderos ha deformado su visión de las cosas. Vive alejado de la realidad y creo que totalmente fatigado por el ejercicio del poder que, al mismo tiempo que lo fascina, lo hastía… Perón es el gran ausente de la Argentina verdadera […] y lo que me preocupa es que no acierto a prever ni a adivinar cómo será el después de Perón."
En Córdoba había entre la oficialidad un clima de absoluta intranquilidad por lo que sucedía, pero la conspiración no avanzaba porque no se aceptaba la jefatura del general Dalmiro Videla Balaguer. El tiempo se agotaba porque la oficialidad de Artillería sabía que al finalizar las maniobras sus depósitos de armas serían vaciados.
El domingo 11, Eduardo Lonardi tomó las riendas de la conspiración al decidirse a encabezar la revolución con los elementos que se disponían. Pensaba que la cuestión de crear "un foco subversivo que durase más de 48 horas significaba el triunfo del movimiento". En esos días una de sus frases preferidas era: "El que me quiera seguir que me siga, el que no, que se quede en su casa".
El cierre final de la conspiración y la decisión de llevarla adelante con la Armada se concretó el lunes 12 de septiembre de 1955, a las 23 horas, dentro de un automóvil estacionado en la esquina porteña de las calles Guido y Ayacucho. De la misma participaron: el general Eduardo Lonardi, el coronel Eduardo Arias Duval, el mayor Juan Francisco Guevara y el capitán de fragata Jorge Palma.
En esa ocasión, al trazar un panorama de la situación, Lonardi determinó que "la conspiración ha llegado a una etapa en que tiende a su propia desintegración por las detenciones ocurridas y cualquier postergación significaría su anulación completa".
Dirigiéndose a Palma le preguntó: "¿Capitán, deseo saber si cuento con el apoyo incondicional de la fuerza que usted representa?".
El oficial naval respondió que "la Marina está dispuesta a apoyarlo con toda la decisión siempre que usted nos asegure que el Ejército iniciará las hostilidades".
El miércoles 13 de septiembre de 1955, a las 17, un desconocido ciudadano, herido por un cáncer que no podía detener (y del que no hablaba), con 14 pesos en su bolsillo y portando un maletín que contenía su viejo uniforme de general de la Nación, se subía al ómnibus que lo trasladaría a la provincia de Córdoba. En la estación de Once recibió las últimas novedades que le ofreció el mayor Juan Francisco Guevara. Todo estaba enmarcado en la incerteza: solo contaba con la determinación de la Marina y un grupo de oficiales que lo esperaban en Córdoba.
Su yerno le ofreció dinero y Lonardi agradeció diciendo: "Catorce pesos me alcanzan para llegar a Córdoba. Allí, si la revolución fracasa no necesitaré dinero, y si triunfa no lo precisaré para mi regreso".
Cuando se anunció la partida y el pasaje subía al transporte, Guevara le sugirió un santo y seña para poder sortear los retenes revolucionarios. La consiga era "Dios es justo".
El jueves 14, Lonardi -y parte de su familia- llegó a Córdoba. Inmediatamente se dirigió a lo de Calixto de la Torre para encontrarse con Ossorio Arana. Con el paso de las horas, dentro de la mayor discreción, el futuro jefe de la revolución mantendría otras reuniones con oficiales de varias guarniciones y recibiría informes. Para todos tenía la misma instrucción: "Hay que proceder, para asegurar el éxito inicial, con la máxima brutalidad".
El viernes 15, después de viajar a Córdoba para inspeccionar las tropas porque tenía información de que se conspiraba, el Ministro Franklin Lucero le envió un telegrama al Presidente en el que le decía: "He estado en la guarnición Córdoba. Solamente a un loco se le puede ocurrir que esta gente se levante".
En esas horas –el mismo 15- Lonardi, después de almorzar, se trasladó a una casa en la localidad de Arguello, detrás de la Escuela de Artillería, y esperar la Hora O. Este día, Lonardi cumplió 59 años.
A la una de la madrugada en punto, Lonardi, Ossorio Arana, otros oficiales y algunos civiles detuvieron al director de la Escuela de Artillería, coronel Juan Bautista Turconi. A las 03 de la madrugada el disparo de una bengala roja marcó el inicio del combate contra la Escuela de Infantería, cuyo director era el coronel Guillermo Brizuela. Había comenzado el levantamiento castrense contra Perón.
A partir de ese momento las fichas del tablero comenzaron a ser movidas. El mediodía del mismo 16, aparecía en escena la poderosa Flota de Mar, sublevada en Puerto Madryn; la Escuela Naval y la Flota de Ríos en la que constituiría el almirante Rojas la comandancia de la Marina de Guerra en Operaciones.
El sábado 17, comenzó el levantamiento del II Ejército en San Luís y al mismo tiempo se unían a Lonardi aviadores de la Fuerza Aérea con sus máquinas Avro Lincoln.
El 17, a las 10 de la mañana, tras severos combates se concretó una larga conferencia de Lonardi con el coronel Brizuela. La Escuela de Infantería cesaba la lucha. Durante el encuentro, el jefe de la revolución le aseguró al militar leal al gobierno que "esta revolución será distinta de cuantas hubo, y tal vez la última que tendrá nuestra Patria, porque quienes asumen esta enorme responsabilidad, son sólo hombres idealistas, carentes de toda ambición. Se buscará la unión de todos los argentinos, y sólo se juzgará a los delincuentes, para lo cual la consigna de la revolución es: 'Ni vencedores ni vencidos'". La realidad demostraría que no sería así por muchos, muchos años.
Mientras avanzaban sobre la provincia unidades leales a Perón, la capital cordobesa se convertía en un campo de batalla. Calle por calle, en las que los comandos civiles cumplieron acciones heroicas. Salían al aire las radios LV-2 La Voz de la Libertad en Córdoba y la de Base naval de Puerto Belgrano e iniciaban la batalla del éter cuando comenzaba a desflecarse el gobierno de Perón. El Ejército leal -"mal conducido, se asemejaba a un gigante ciego", comentó el almirante Isaac Francisco Rojas- tenía una gran superioridad de efectivos y medios pero no se decidió a combatir. Primaba un evidente clima de "quedantismo".
El domingo 18, Isaac Rojas trasladó su comando al crucero 17 de Octubre y ya había ordenado "el bloqueo de todos los puertos argentinos", según el comunicado de la Marina de Guerra. El lunes 19 se bombardeó la destilería de Mar del Plata y luego se intimó al gobierno a rendirse bajo la amenaza de bombardear la destilería de La Plata y objetivos militares de la Capital Federal. La respuesta del gobierno llegó a las 13, cuando el Ministro de Guerra leyó por radio un mensaje de Perón al Ejército instando a una tregua para poner fin a las hostilidades:
"El Ejército puede hacerse cargo de la situación, del orden, del gobierno, para buscar la pacificación de los argentinos antes que sea demasiado tarde, empleando para ello la forma más adecuada y ecuánime."
Acto seguido, el general Franklin Lucero constituyó una Junta Militar para entenderse con los rebeldes. La nota presidencial era ambigua, confusa, y no estaba claro que constituía una renuncia (que debería haber sido presentada al Congreso de la Nación). Juan Perón trató más tarde de convencer a sus generales que no era una dimisión.
Desde Córdoba, Lonardi le escribió a Lucero: "En nombre de los Jefes de las Fuerzas Armadas de la revolución triunfante comunico al Señor Ministro que es condición previa para aceptar (una) tregua la inmediata renuncia de su cargo del Señor Presidente de la Nación".
Lo cierto es que Perón, durante una reunión con la Junta Militar –llevada a cabo en la residencia de la avenida Libertador, a las 22 horas- había intentado reafirmar su autoridad. Negó que su nota fuera una renuncia y les dijo a los generales que ellos se ocuparan de lo militar porque "para las cuestiones políticas estoy yo, no se preocupen".
Horas más tarde, el general Ángel Manni le dijo por teléfono que se aceptaba su renuncia y le ofreció un consejo: "Ponga distancia cuanto antes".
El 20 los diarios anunciaban que Perón había renunciado. El mismo día por la noche, Lonardi, urgido por la situación, decretó que asumía "el Gobierno Provisional de la República con las facultades establecidas en la Constitución vigente y con el título de Presidente Provisional de la Nación".
En esas horas del colapso de su gobierno, Perón iniciaba su partida al exterior.
Ahora, el ex Presidente de la Nación preparaba su largo viaje al exilio. Él pensaba que no duraría mucho su permanencia en el exterior pero lo cierto es que hubo de esperar casi dos décadas. No le creyó al dirigente Raúl Bustos Fierro cuando éste le dijo que el largo exilio sería "de imprevisible duración".
Perón: "Largo, bueno, ¿cuánto de largo?".
Bustos Fierro: "Largo de años mi General, muchos años, acaso para nosotros de toda la vida. Sólo Dios sabe si algún día veremos nuevamente la tierra natal".
"Me voy Renzi", le dijo Perón a Atilio Renzi, ex secretario de Evita y, en ese momento, mayordomo de la residencia presidencial. Según algunos historiadores, Renzi le preparó un pequeño maletín donde puso "algo de ropa y un poco de plata para movilizarme en esos días". El historiador Joseph Page dice que según una versión "Perón llevó dos millones de pesos moneda nacional y 70.000 dólares." La suma correspondía a la venta de un bien (embajada chilena en Uruguay) que Alberto Dodero le había obsequiado al Presidente de la Nación.
A las 8 de la mañana del miércoles 20 de septiembre de 1955, Juan Domingo Perón partió del Palacio Unzué hacia la Embajada del Paraguay. Al poco rato llegó el embajador Chávez y trasladó a toda la delegación a su residencia en Virrey Loreto 2474. Chavez sugirió que por razones de seguridad lo más conveniente era que se trasladase a la cañonera Paraguay que estaba siendo reparada en el dique A de Puerto Nuevo.
Perón respondió: "Esta bien, no es a mí a quien toma decidir. Estoy en sus manos".
En esa mañana lluviosa y con un Buenos Aires silente la llegada a la cañonera fue "fellinesca". Al llegar a la zona del puerto, un gran charco de agua mojó el motor del automóvil diplomático y se paró. Perón, enfundado en un impermeable color crema, tuvo que pedir auxilio a un colectivero, quien los remolcó con una correa, hasta que el automóvil volvió a arrancar.
Llegaron al dique A y lo esperaban los marineros formados. Cuando subió la escalerilla, salía de su asilo en tierra paraguaya (la embajada y el automóvil de Chávez) y entraba en su larga etapa de exilio.
Le ofreció al mayor Renner que lo acompañe al Paraguay y recibió como respuesta que prefería quedarse: "Mi vida es limpia y clara… me arrestarán y matarán por haberle sido fiel. Esta es mi culpa…".
"No insistí –contó Perón—lo vi descender y alejarse. El rumor del automóvil lo sentí dentro como un desgarrón".
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